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John alzó las manos que luego aterrizaron con un manotazo sobre sus muslos. Tenía la esperanza de que aquello fuera una especie de alucinación, que su esposa no le estuviera sugiriendo que vivieran en extremos opuestos del país para que ella pudiera seguir una quimera hollywoodiense que, hasta donde él sabía, venía pegada a un spam. Aquellos foros para escritores estaban llenos de personas desesperadas, algunas de ellas malintencionadas, y Amanda era especialmente vulnerable. Se preguntaba si le habría pagado algo a ese tal Sean. No había nada, absolutamente nada en aquella historia que oliera bien.

El móvil de John sonó, perforando un silencio que hacía tiempo que se había vuelto incómodo.

Contestó Amanda.

– ¿Sí? -Al cabo de un momento se lo pasó a John-. Es tu editora.

John se pasó una mano por la cara y la extendió para coger el teléfono.

– Hola, Elizabeth. No, está bien. Sí, de verdad. -Abrió unos ojos como platos-. ¿Qué? ¿Me tomas el pelo? Dios mío. ¿Y qué ha pasado con…? ¿Se pondrá bien? Ajá. Claro. Vale. -Colgó y a continuación cerró los ojos. Luego se volvió hacia Amanda-. Tengo que volver a Kansas City.

– ¿Qué ha pasado?

– Han volado por los aires el Laboratorio de Lenguaje. Ella se llevó una mano a la boca.

– ¿El sitio de hoy? ¿El de los bonobos?

– Sí.

– Dios mío. ¿Quién puede haber hecho algo así?

– No lo sé.

– ¿Los primates están bien?

– No lo sé -dijo John-. Pero la científica a la que entrevisté está herida grave.

Amanda le puso una mano sobre el brazo.

– Lo siento mucho.

John asintió como si la oyera desde lejos. Le vinieron a la cabeza imágenes de la visita de ese mismo día, como el momento en el que seguía a Isabel hacia la zona de observación mientras se fijaba en cómo se le movía el pelo al caminar. O cuando observó embelesado cómo los bonobos sacaban bruscamente las «sorpresas» de las mochilas, ansiosos como niños vaciando los calcetines de Navidad. Sentado en el despacho de Isabel, viendo cómo ella dirigía miradas nerviosas alternativamente a él y a la grabadora, y registrando su propio anhelo físico con una horrible punzada de culpabilidad. Mbongo y su máscara de gorila. Bonzi besuqueando el cristal. Aquel dulce y travieso bebé de ojos irresistibles. Ahora Isabel estaba en estado grave y, aunque Elizabeth no sabía qué les había ocurrido a los primates, a John se le pasaban por la cabeza todo tipo de barbaridades…

– No podemos hacerlo -dijo de repente-. Es imposible. Por favor, dime que eres consciente de que eso no va a pasar.

Amanda se quedó mirando a John hasta que a este no le quedó más remedio que bajar la vista. A continuación, pasó caminando a su lado y desapareció escaleras arriba. Segundos después, oyó el clic del pestillo del dormitorio.

«Soy un maldito sinvergüenza», pensó John, desplomándose en el suelo al lado de la mesita de centro.

Cogió una ostra y observó cómo temblaba en su concha. Miró con pena el caviar de osetra, que sabía que debía guardar en la nevera porque tenía una ligera idea de lo que había costado. Se imaginó a Amanda arriba saltando dentro de la cama y cubriéndose con las mantas hasta las orejas; sabía que tenía que ir junto a ella. En lugar de eso, cogió la botella abierta por el cuello y, alternativamente, le fue dando tragos y poniéndola sobre el muslo, que pronto estuvo salpicado de círculos húmedos.

Lo de la serie parecía demasiada casualidad para ser real, pero ¿y si lo era? Su propia carrera había sido una casualidad: él pretendía seguir los pasos de su padre y ser abogado hasta que consiguió aquella beca en el New York Gazette. Tenía veintiún años y el ambiente a su alrededor le parecía embriagador: todos los que le rodeaban eran tan inteligentes, sofisticados y hasta tal punto estrafalarios, sin pudor alguno, que quiso seguir formando parte de aquello. Todo lo que tenía que hacer era hablar con personajes influyentes, preguntarles lo que quisiera y luego cobrar por escribir. ¿Cómo que cobrar por escribir? Nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera llegar hasta aquel punto. Además, cada día el trabajo era diferente y conocía a alguien nuevo, se enteraba de otra historia y tenía otra oportunidad de entretener a la gente o de exponer algo que precisaba salir a la luz. «El cometido de un periódico es confortar a los afligidos y afligir a los que viven en una situación confortable». Ese era uno de los proverbios que a su jefe le gustaba citar. Estaba claro que los propios periódicos estaban ahora entre los afligidos. Pero ¿quién era él para negarle a nadie una oportunidad inesperada?

Confirmar si lo de la serie era verdad sería facilísimo, tendría que haber una carta con una oferta o un contrato, pero luego, ¿qué? Todo el mundo sabía que las relaciones a distancia acababan por romperse. John llevaba casi media vida con Amanda y, en muchos aspectos, esta giraba en torno a ella. La idea de perderla le aterrorizaba. Imaginársela rodeada de machos depredadores le aterraba aún más. Era una mujer guapa y, en aquel momento, vulnerable como pocas.

John cogió la cucharilla del plato de caviar y la examinó. Era de madreperla. Amanda debía de haberla comprado para la ocasión. La hundió en el brillante montículo de caviar y se metió un poco en la boca. No parecía correcto limitarse a tragar algo tan caro y tan escaso, así que lo mantuvo en la boca un momento y luego hizo reventar las huevas contra la lengua y el paladar. El resultado fue tan exquisito que se dio cuenta de que debía de estar haciéndolo bien. Cogió otra cucharadita. Y otra más.

No podían tardar mucho en producir cuatro capítulos. Podría estar de vuelta en casa sana y salva en seis meses. Aunque tampoco quería que le fuera mal, se merecía el éxito más que nadie en el mundo.

Después de licenciarse con matrícula de honor gracias a una tesis intuitiva sobre las consecuencias sociológicas de la revolución industrial en la obra de Elizabeth Gaskell, Amanda se había pasado la mayoría del tiempo entre la graduación y la mudanza a Filadelfia redactando un catálogo para un proveedor de artículos de deporte al aire libre por Internet. Dedicaba ocho horas al día a encontrar formas nuevas y originales de describir botas de pelo canadienses y parkas para todo tipo de clima («parecidas a las Ugg con un toque de Piperlime. ¡Garantizamos que no son de piel de gato!»). Bromeaba diciendo que su situación podía ser peor: su mejor amiga, Gisele, número uno de su promoción, trabajaba pintando fachadas de casas y se acababa de casar con un tipo que enseñaba curación por medio del sonido a un grupo de crudívoros. Pero John sabía que solo se estaba haciendo la valiente. En su tiempo libre trabajaba en su primera novela, aunque era demasiado tímida como para enseñársela antes de acabarla.

Cuando finalmente se la dejó, John la hojeó con creciente desazón. Esperaba de todo corazón estar equivocado -después de todo, sus placeres ocultos incluían a Dan Brown y Michael Crichton-, pero aun así no podía quitarse de la cabeza la sensación de que a la novela le faltaba ese algo fundamental. La prosa era maravillosa, pulida y fluida, pero llegabas al final y no había pasado absolutamente nada. No había ni accidentes de coche, ni asesinatos, ni hermandades secretas, ni plagas internacionales. Era psicológico y literario, y aunque John entendía que había gente a la que le gustaban aquellos libros, él no era uno de ellos, lo cual era realmente mala suerte teniendo en cuenta que su mujer solo había escrito uno y quería que le diera su opinión. Cuando se hizo demasiado evidente, lo resolvió soltando una sarta de mentiras entre dientes.

Mientras el manuscrito peregrinaba por las editoriales de Nueva York, Amanda -su estable, fuerte e invencible Amanda- comenzó a hundirse. Empezó a tener insomnio. Se mordía las cutículas hasta que le sangraban. Cocinaba platos cada vez más complicados y no comía prácticamente nada. Sufría dolores de cabeza y, por primera vez en la vida, se quejaba de su trabajo: «¿Qué tiene de malo "pelo de mofeta"? ¿No querían que fuera radical? Pues ahí lo tienen. ¿Cómo iba a saber yo que de verdad era mofeta? Y si en realidad lo era, ¿por qué tanto secretismo?».