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Pasaron cuatro meses y medio. Poco a poco fueron llegando un puñado de respuestas negativas, seguidas de un silencio sepulcral. Pero entonces, el día que Amanda cumplía treinta y cinco años, su agente la llamó. Una editorial había hecho una oferta por Las guerras del río y el segundo libro de Amanda, que aún no había escrito. Fue un modesto paso adelante para Amanda, pero, al menos, le permitió dejar la redacción de textos publicitarios. ¡A la mierda la piel de gato chino! Salvo por el hecho de que le hacían publicar bajo seudónimo, John nunca había visto a Amanda tan feliz. «Nadie compraría una novela escrita por Amanda Thigpen -le había dicho su editor-. Amanda LaRue, sin embargo…». La noche en que se publicó el libro fue la primera vez que el caviar de osetra hizo acto de presencia en su hogar y durante esa noche única todo parecía posible: que entrara en la lista de los más vendidos, que lo publicaran en el extranjero, que lo compraran para hacer una película. John nunca había estado tan feliz de haberse equivocado.

Si la época precedente a la publicación de Las guerras del río se había caracterizado por una emoción y una ansiedad febriles, las semanas posteriores habían sido devastadoras.

No hubo fiesta de presentación. Mirando hacia atrás, John se dio cuenta de que probablemente se suponía que tenía que haber sido él el que organizara una. No había reseñas porque lo publicaron en rústica en lugar de en tapa dura, un punto en contra que John y Amanda no entendían pero que creían que alguien debería haberles explicado. Su gira consistió en tres firmas de libros en la ciudad.

John llevó a Amanda a la primera porque tenía demasiado miedo de que le pasara algo si conducía ella; cuando separó el brazo de la palanca de cambios para agarrarle la mano, Amanda le agarró tan fuerte que le dejó las marcas de las uñas en la palma. Hizo unas cuantas respiraciones profundas en el aparcamiento antes de entrar y las manos le temblaban tanto que dudaba si sería capaz de escribir su nombre.

En la librería había una mesita con un semicírculo de sillas plegables delante. Los libros de Amanda estaban amontonados al lado de un par de rotuladores, un plato de galletas de chocolate y una botella de agua. Amanda ocupó su lugar detrás de la mesa y esperó.

Cuando se acercaba la hora señalada, un hombre se dirigió tranquilamente hacia el centro del semicírculo y se sentó en una silla. John, que merodeaba por allí cerca, vio cómo Amanda primero empalidecía, luego se ponía roja como un tomate y finalmente sonreía y se armaba de valor para decir algo. Justo cuando estaba cogiendo aliento, el hombre estiró las piernas, cruzó los brazos y cerró los ojos. En cuestión de segundos estaba roncando. El color abandonó las mejillas de Amanda y John a duras penas fue capaz de reprimir el impulso de acercarse a él y tirarle el café caliente en el regazo.

El coordinador de eventos de la librería se pasó el resto de la hora pescando valerosamente clientes y arrastrándolos a la mesa de Amanda. Atrapados, cogían el libro y fingían leer la cubierta, murmuraban y la miraban incómodos hasta que conseguían romper el contacto visual y se alejaban. Cuando pasó la hora, las galletas de chocolate habían desaparecido y los libros seguían allí. Amanda estaba del color de la tiza.

Insistió en ir ella sola a las otras dos firmas de libros. «Ah, bien», le dijo alegremente a John cuando este le preguntó cómo había ido la segunda. La sonrisa permaneció en su cara un par de segundos antes de transformarse en sollozos desesperados. Después de la tercera firma, se comportó de forma más pragmática. «Estoy jodida», declaró con calma, llenando un vaso con vodka y naranja a partes iguales.

Pasaban los meses y se vendieron un par de ediciones en el extranjero. El libro ocupó fugazmente el número dos de la lista de los más vendidos en Taiwán, lo que habría sido divertido si hubiera aparecido al menos en una de las listas de Estados Unidos. Y entonces, de la noche a la mañana, tanto la editorial como su agente desaparecieron. Aunque, por supuesto, no fue culpa suya, se obsesionó pensando qué podía haber hecho de forma diferente. Si hubiera publicado con el apellido Thigpen en lugar de LaRue, su parcela en las estanterías habría estado en una zona situada entre William Makepeace Thackery y Paul Theroux, cerca de Dylan Thomas, y en las comunidades de escritores en Internet muchos especulaban que Joshua Ferris vendía tanto porque estaba cerca de Jonathan Safran Foer. Podría haberse lanzado a hacer una gira, GPS en ristre, para firmar todas y cada una de las copias de su novela de la Costa Este. Podía haber diseñado una página web interactiva, hacer concursos, crear un blog. John la observaba impotente mientras se volvía histérica. Pero la autoflagelación se fue tan repentinamente como había llegado. Llamó a su antiguo jefe, la readmitieron en su cubículo y volvió al trabajo de exaltar las virtudes del GoreTex, que al final acabó convirtiéndose en su tabla de salvación financiera, ya que al poco tiempo John perdió su trabajo.

Aunque resultó devastador, el despido de John no era del todo inesperado: en todos los periódicos de mayor tirada se habían producido despidos masivos y la situación en el New York Gazette era especialmente grave. La dirección anunció que tenía intención de recortar un cuarto de los sueldos de los redactores después de que todos hubieran aceptado lo que denominaban eufemísticamente «concesión salarial» para evitar precisamente la reducción de plantilla. Le siguió una optimista circular interna en la que se aseguraba que, si trabajaban juntos, serían capaces de «hacer más con menos». En la siguiente circular les suplicaban que «transformaran el negocio», que «generaran contenido» -John se preguntaba qué creía la dirección que habían estado haciendo exactamente- y que «se concentraran en el envoltorio». ¡Gráficos! ¡Comunicación visual! ¡Diseño! Ese era el futuro. Uno de los bufones de uno de los jefes hasta llegó a declarar que una página con el diseño perfecto haría que a los lectores se les cayera el café. Aquello consiguió que John añorara los días en que Ken Faulks estaba al mando, pero Faulks, un magnate de los medios de comunicación de pelo rubio rojizo y sonrisa torcida, se había pasado hacía tiempo a los pastos más verdes del porno. John no le tenía especial cariño -según recordaba, tenía el don de gentes de Gengis Kan-, pero al menos había conseguido que la empresa continuara siendo solvente.

Tras varios meses de búsqueda, John consiguió un trabajo en plantilla en el Philadelphia Inquirer. O en el Inky, como le llamaban los de dentro.

Era un buen trabajo, un gran trabajo, pero John casi se muere cuando tuvo que aceptarlo porque era el resultado directo de una llamada que su padre le había hecho a un amigo miembro de la logia Moose para pedirle el favor. Así que contrataron a John y lo pusieron a las órdenes de una jefa a la que le molestaba su sola presencia, aun cuando habían animado a otros empleados del Inky a cavar su propia tumba aceptando paquetes de jubilación anticipada.

En cualquier otra circunstancia, su trabajo lo habría redimido: la investigación de John de un incendio en la casa de los primates del zoo en 2008 -nada más y nada menos que en Nochebuena- había sacado a la luz una incompetencia supina. Las alarmas de incendios habían sonado y las habían ignorado. A la gente le olía a humo pero nadie se preocupó de ver qué pasaba. No había rociadores de incendios. El resultado: veintitrés animales muertos, incluida una familia de bonobos. Hacía una semana, un año después del incendio, un niño pequeño había trepado por un muro y se había caído desde una altura de más de siete metros dentro del nuevo recinto de los gorilas. El único gorila que había sobrevivido al infierno, cuyo bebé había muerto por inhalación de humo, se abrió paso entre el resto del grupo de los gorilas curiosos, cogió al niño en brazos y fue hacia la puerta del recinto, donde se lo entregó a los cuidadores del zoo. Ese increíble acto de empatía, captado en vídeo y aireado por todo el país, fue considerado por varias corrientes y entendidos de derechas como una simple consecuencia del adiestramiento. ¿Del adiestramiento de qué?, se preguntaba John. ¿Estaban insinuando que el personal del zoo había estado tirando muñecas al foso de los gorilas para practicar por si se daba una ocasión como aquella? A John aquella negación reaccionaria le pareció casi tan fascinante como la reacción de los gorilas: ¿Era porque se suponía que la empatía era una respuesta exclusivamente humana? ¿El verdadero tema de discusión era la evolución? Esto fue lo que le llevó a proponer el artículo sobre los estudios cognitivos que se estaban llevando a cabo en el Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates. Entonces Elizabeth decidió de pronto que tenía que compartir su autoría con Cat Douglas. No le dio ninguna explicación, pero John tenía dos teorías: o seguía tan enfadada por haberse visto obligada a contratarlo que le había endosado a la mujer más intratable sobre la faz de la tierra o quería relacionar a su reportera estrella con una serie de artículos que empezaban a oler a potencial materia de Pulitzer. Y es que Cat se había hecho más o menos famosa en el mundo periodístico al descubrir la mentira que un reportero ganador de un Pulitzer había creado inventándose a una yonqui de ocho años; luego ella misma había ganado un Pulitzer por la historia. También había despertado la controversia por fingir un presunto interés romántico en su rival periodístico y curiosear sus archivos cuando estaba a solas en su apartamento.