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John volvió a la realidad y se percató de que se había comido hasta la última hueva de caviar de osetra. Quedaba un culín de champán en la botella, pero no quería quitarse aquel sabor de la boca. Lo que quería era más caviar. Pasó el dedo por el plato y lo lamió.

A continuación se levantó del suelo bruscamente y cerró con llave la puerta principal. Al pasar por la mesa de la entrada vio que en el teléfono fijo parpadeaba la luz de mensaje recibido. Fran, su suegra, había dejado varios mensajes, cada uno más contundente que el anterior. Al parecer, Amanda no quería cogerle el teléfono. John la entendía perfectamente. Sus madres eran polos opuestos, pero ambas de armas tomar. Mientras Patricia se encerraría en un silencio glacial, Fran se iría arriba a clasificarte los calcetines. Disfrazaba el regodeo de amabilidad y la malicia de preocupación, todo ello mientras cosechaba información para compartir con el resto del clan. Para Fran nada estaba fuera de su alcance. John borró los mensajes.

* * *

Eran las dos de la mañana cuando John se acordó del buey Wellington y lo hizo solo porque pensó que la casa estaba ardiendo. Abrió los ojos de repente al primer rastro de humo. Amanda seguía dormida como un tronco.

John se precipitó escaleras abajo hacia la cocina. Por los lados del horno salía humo. John lo apagó y abrió la ventana y la puerta trasera. Cogió un paño y lo agitó como el capote de un torero mientras intentaba echar fuera la humareda.

El buey Wellington era un rectángulo carbonizado firmemente pegado al fondo de la bandeja. El sinuoso emparrado de masa que Amanda había esculpido y puesto sobre la parte superior era lo que menos quemado estaba, así que John cogió una hoja y se la comió. Examinó la obra de arte: cada hoja tenía exactamente seis muescas y el tallo estaba enrollado sobre sí mismo formando una perfecta enredadera de hojaldre.

A los pocos días de irse a vivir juntos, Amanda les había provocado a ambos una gastroenteritis por sus improvisaciones con la sopa en lata. Sus remordimientos fueron descomunales y su declaración de intenciones más descomunal aún: pretendía convertirse en toda una cocinera gourmet. En aquel momento, John no se paró a pensar mucho en el tema, pero echando la vista atrás tenía la sensación de que aquella era la primera vez que de verdad había sido testigo de su gran fuerza de voluntad. Compró todos los libros de Julia Child, los llenó de lamparones y obedeció cada una de sus órdenes. «Si Julia dice que hay que pelar el brócoli, pues se pela», le había dicho tímidamente a John la primera vez que la había pillado haciéndolo. A punto había estado de morirse de la risa, pero después de probar el resultado nunca más había vuelto a cuestionar ningún estrafalario ritual de cocina.

Aquella noche había dejado un puñado de masa de hojaldre y las hojas que no habían pasado la inspección en un montón al lado de la tabla de cortar. En la encimera había trocitos de huevo y cáscaras secas junto con pieles de ajos machacados y tiras de papel de horno. El suelo estaba lleno de harina y cada uno de los utensilios que había utilizado yacía abandonado exactamente donde había dejado de usarlo.

John abrió el grifo y esperó a que el agua saliera caliente. Aunque estaba cansado, quería que Amanda se encontrara la cocina limpia cuando se levantase a la mañana siguiente.

4

Isabel iba a la deriva, entrando y saliendo de un tornado. No estaba durmiendo, porque se enteraba de lo que pasaba. Oía hablar a la gente, aunque no entendía lo que decían, solo escuchaba zumbidos mientras iba disparada de túnel en túnel, este naranja, este azul, este verde. Las manos le manipulaban el cuerpo y la cara y, de vez en cuando, la molestaban pinchándola. Pero no se le ocurrió ni reaccionar ni moverse, lo cual estaba bien porque no era una posibilidad. Finalmente, los colores y el ruido dieron paso a un insustancial y bendito negro.

Un agudo pitido y un resuello intermitente perturbaron su descanso, provocándola y aguijoneándola para que saliera de las profundidades. Intentó ignorarlos como si fueran una mosca, pero, como una mosca, eran insistentes. Finalmente, salió a la superficie.

Parpadeó varias veces y se encontró mirando un falso techo de planchas cuadradas. La hinchazón de su propia cara le impedía tener visión periférica.

– Mira quién se ha despertado.

La cara de Peter apareció sobre ella, sonriendo. Tenía unas oscuras ojeras y barba de tres días.

– Las enfermeras dijeron que estabas volviendo en sí. -Acercó una silla y se sentó a su lado, extendiendo la mano entre los barrotes de la cama. Ella la notó cálida y familiar: le faltaban las dos primeras falanges del dedo índice de la mano izquierda, que un chimpancé le había arrancado de un mordisco cuando estaba haciendo la tesis en un centro para primates de Rockwell, en Oklahoma. Intentó apretar los dedos alrededor de los suyos, pero estaba demasiado débil. Él acercó la otra mano para sujetar la suya.

Isabel murmuró, pero su boca no cooperaba. La lengua se movía, pero los dientes no.

– Tienes la mandíbula sujeta con alambres, no intentes hablar.

Ella levantó una mano y se la encontró adornada con una pinza de dedo y tirabuzones de tubos intravenosos. Se soltó la otra mano que Peter le agarraba y se palpó la cara con cuidado. Sus dedos se toparon con un laberinto de yeso, gasa y esparadrapo, los sensibles bultos del labio hinchado y los alambres que entrecruzaban los brackets que le habían pegado en los dientes que le quedaban. Volvió la vista hacia Peter. ¿QUÉ HA PASADO?, le preguntó por señas.

– Tienes la mandíbula rota y una conmoción cerebral. Tuvieron que volver a inflarte un pulmón, así que tienes un tubo en el pecho y la nariz…