No.
– ¿Notó algo raro la noche del 1 de enero?
¿APARTE DE QUE ME HICIERAN VOLAR POR LOS AIRES?
El detective se rascó la frente con unos dedos regordetes.
– Antes de eso. ¿Vio o escuchó algo fuera de lo normal?
NO. PERO LOS BONOBOS SÍ. SABÍAN QUE HABÍA ALGUIEN FUERA. OLIERON EL HUMO. PREGÚNTENLES CUANDO BAJEN.
– ¿Cómo? -El detective se detuvo en seco con el bolígrafo presionando el bloc-. No importa -dijo-. Suspiró, se guardó el bloc y el bolígrafo en el bolsillo y se masajeó la sien-. Bueno, gracias por su tiempo -dijo, dirigiéndose a un trozo de pared situado entre Isabel y el intérprete calvo-. Espero que se mejore pronto.
BAJEN A LOS PRIMATES -dijo Isabel-, y HABLEN CON ELLOS.
Miró a los policías enfadada mientras estos le daban las gracias al intérprete y se iban. Sabía que no tenían intención de hablar con ellos, aunque estaba claro que sabían más que nadie. Era consciente de que pensaban que estaba loca. Se había topado con aquella reacción más veces de las que recordaba, pero nunca le había hecho sentirse tan desesperada.
Una enfermera le trajo la cena a Isabel, que consistía en una dieta líquida. Zumo de algo y un termo marrón de plástico lleno de caldo limpio con unos copos verdes y duros en la superficie. Beulah, la enfermera, se volvió hacia Isabel.
– Tienes mucho mejor aspecto. ¿Lista para cenar? Sé que no parece mucho, pero tus médicos quieren que nos lo tomemos con calma. ¿Te apetece ver un poco la tele?
Beulah levantó la vista de la cama de Isabel y encendió la televisión. Se sentó a su lado, bajó la barandilla y le acercó el zumo.
– No intentes incorporarte, yo te lo acerco -le dijo, llevando la pajita hacia los labios de Isabel.
Isabel bebió por ella un poco de zumo de manzana. Era casi dolorosamente dulce. Sentía la lengua hinchada y torpe y de repente notó los puntos que tenía en uno de los laterales, que asomaban como si fueran las rígidas púas de una oruga. Tuvo que intentarlo un par de veces antes de persuadir al líquido para que bajara por la garganta.
– ¿Estás bien? -preguntó Beulah, mirando de nuevo un momento a Isabel. Esta asintió débilmente.
– No soporto más las noticias -dijo Beulah, y estiró el brazo para coger el mando a distancia-. Todo es deprimente. La economía, lo de esa gripe, la guerra…
Isabel le tocó la mano a Beulah para que lo dejara. La imagen acababa de cambiar y ahora se veía el aparcamiento del Laboratorio de Lenguaje, donde había una reportera bajo el granizo.
Llevaba un chubasquero amarillo con capucha y tenía los hombros encorvados para protegerse del frío. La gente se amontonaba alrededor de los lados del aparcamiento tras barricadas pintadas de colores brillantes.
«… Continuamos con el drama ocurrido en el Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates de la Universidad de Kansas. Se le recuerda al público que aunque estos monos tienen fama de ser pacíficos, siguen siendo animales salvajes mucho más fuertes que los humanos adultos y son capaces de causar heridas de gravedad e incluso de desmembrar…».
Isabel abrió los ojos de par en par.
La cámara recorrió la copa del árbol, donde los bonobos permanecían sentados, abatidos y empapados, apiñados alrededor del tronco, buscando protección contra el viento.
«Muchos grupos se han reunido con el fin de salvar a los animales en peligro, que llevan subidos a la copa de un árbol desde que una explosión destruyó el edificio que los albergaba e hirió de gravedad a una de las científicas. Menos de veinticuatro horas después, alguien entró en la casa del decano de la universidad y la destrozó. El grupo extremista defensor de los derechos de los animales Liga de Liberación de la Tierra se ha atribuido la autoría de los ataques por medio de un vídeo que han colgado en Internet, aunque las autoridades aún tienen que… ¡Dios mío!».
Se oyó un estallido y la cámara se giró hacia un hombre que llevaba un arma al hombro y luego hacia la copa del árbol. Al principio no sucedió nada. Luego uno de los bonobos comenzó a balancearse. Entre chillidos y lamentos, los otros le quitaron el dardo tranquilizante del muslo y lo lanzaron al suelo, pero ya era demasiado tarde. El bonobo al que habían alcanzado -¿era Sam o Mbongo?, estaba demasiado oscuro y se encontraban demasiado lejos para que Isabel lo supiera- se desplomó y se cayó del anillo de peludos brazos negros que intentaban mantenerlo erguido. Otro estallido, otro bonobo. Ese pareció romperse en dos a media caída y ambas partes se precipitaron girando y dando tumbos a través de las ramas del árbol. Una de ellas aterrizó en el centro de una lona redonda que los bomberos sujetaban por los extremos. La otra parte -Isabel se dio cuenta de que se trataba de Lola- chocó contra la estructura y rebotó en el aire. La multitud ahogó un grito y el equipo de las noticias se abalanzó hacia delante, como los bomberos, con los brazos extendidos.
Isabel dejó escapar un grito ahogado e intentó levantarse. Tropezó con el zumo que la enfermera tenía en la mano y lo derramó por encima de ambas. El termo marrón aislante se deslizó a través de un charco de condensación como si lo empujara una mano invisible, mientras el caldo se agitaba de un lado a otro.
– ¡Para, te vas a hacer daño! ¡Para! -exclamó Beulah, pero como Isabel no le hacía caso apretó el botón rojo de llamada, la sujetó por las muñecas y gritó pidiendo ayuda. Los refuerzos llegaron corriendo por el pasillo en forma de más figuras uniformadas y una jeringuilla que vaciaron dentro de la válvula de la vía intravenosa de Isabel.
«Al menos a mí no me han disparado para tirarme de un árbol», pensó Isabel cuando se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir. Apagaron la televisión con la lluvia de bonobos y poco después Isabel se volvió a hundir en la cama, que habían bajado de nuevo, con aquella horrible desesperación neutralizada por el bendito sopor de las drogas.
5
John acababa de reservar un vuelo para la mañana siguiente -inexplicablemente, todos los vuelos de ese mismo día estaban llenos- y observaba unas imágenes de los primates cayendo de los árboles cuando alguien empezó a aporrear la puerta. Los golpes continuaron con tal vehemencia que pensó que podía ser la policía. Estaba claro que querrían hablar con éclass="underline" había estado en el Laboratorio de Lenguaje solo unas horas antes de la explosión. Pero la intensidad y la urgencia de los golpes le preocuparon. ¿Seguro que no lo consideraban sospechoso?
Cuando abrió la puerta, todo cobró sentido, aunque se suponía que deberían encontrarse a salvo por los seis estados de distancia que los separaban de ella…
– ¿Fran?
– ¿Dónde está? -le exigió su suegra, colándose entre John y la puerta e introduciéndose en el vestíbulo de la entrada principal. De las manos y las muñecas le colgaban abultadas bolsas de supermercado. John estaba seguro de que había visto la silueta de una caja de queso Velveeta.
– Creo que está en el… -Su voz se fue apagando mientras Fran se dirigía con paso firme hacia la cocina.
John se volvió hacia la puerta. Su suegro estaba subiendo por las escaleras del porche con dos maletas pasadas de moda de esquinas duras, sin ruedas ni tiradores retráctiles. Tenían atados unos lazos rojos en las asas, presumiblemente para diferenciarlas del resto de los equipajes de hacía treinta años que pasaran por la cinta en el aeropuerto.
– Hola, John -dijo Tim, deteniéndose en la puerta.
– Hola, Tim. -John giró la cabeza hacia los gritos procedentes de la cocina.
– ¿Sabía Amanda que ibais a venir?
– No creo. A Fran se le metió en la cabeza que algo iba mal.
John suspiró y le cogió las maletas al anciano. Las llevó a la habitación de invitados, que en realidad era el despacho de Amanda, y que seguía intacto desde la prematura desaparición de Magnifigato, momento en el que ella estaba dándole los últimos toques ¿Receta del desastre y enviando cartas a los agentes literarios. Era como si hubiera explotado una fábrica de celulosa en el cuarto. Había trozos del manuscrito con anotaciones de su puño y letra tirados por la cama y esparcidos alrededor de ella. Estaban mezclados con decenas de negativas: «Difícil vender ficción literaria…», «No es mi estilo…», «En este momento no aceptamos nuevos clientes…». John recogió un pedazo de papel que estaba boca abajo. Era una de las solicitudes de Amanda, que le habían devuelto con la palabra «NO» garabateada sobre ella en diagonal en enormes letras rojas. Se la imaginó de pie, con los dedos temblorosos, esperando que aquella vez alguien hubiera escrito: «Sí, por favor envíeme el manuscrito, me encantaría leerlo», y en lugar de eso se hubiera encontrado con… aquello. Dejó caer al suelo la hoja. Experimentó un abrumador ataque de ira. Nunca se había sentido tan impotente.