La voz de su suegra llegó flotando desde algún otro rincón de la casa, y John se calmó. No había mucho que pudiera hacer -aunque la habitación estuviera limpia, para Fran nunca sería suficiente-, pero recogió los montones de papel, los metió en el armario donde estaba la impresora y cogió la papelera para vaciarla. Como toque final, alisó el edredón, que aún estaba cubierto por una fina capa de caspa gatuna.
No había manera de rescatar a Amanda de Fran y añadir su propia presencia al cóctel solo conseguiría empeorar las cosas, así que John se quedó en la sala con Tim, la televisión y una botella de Bushmills. Al cabo de un rato, Fran entró a cuatro patas fregando la pared y el zócalo y quejándose a partes iguales de sus chirriantes rodillas y de las labores domésticas de Amanda. Esta llegó tras ella, limpiando con poco entusiasmo con una bola de papel de cocina húmedo. Las acusaciones eran graves: ¿qué tipo de mujer no tenía la habitación de invitados a punto? ¿Y por qué no tenía papel para forrar los estantes de la cocina? Fran le prometió traerle un poco, ya que estaba claro que a Amanda no le importaba. Dios sabía de dónde le vendría aquello, ya que ella era una meticulosa ama de casa. Cuando John estuvo absolutamente seguro de que Fran estaba de espaldas, hizo un gesto con la mano que imitaba un ladrido. Amanda respondió dándole a la suya forma de pistola, poniéndosela en la sien y apretando el gatillo.
Entre la neblina provocada por el whisky, John soportó las patatas gratinadas ribeteadas con queso Velveeta, una montaña de guisantes insípidos y carne de cerdo troceada y adobada con Shake'n Bake. A la ensalada César, ahogada en aliño Kraft, la habían despojado cuidadosamente de todos los trozos blancos crujientes de la lechuga romana, que era lo que más le gustaba a John. La propia Fran se comió tres cuartas partes de un cesto de panecillos mientras seguía sermoneando a Amanda, que, según ella, debía analizar a fondo su vida. Ya no era una niña. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta y aún no tenía ni un trabajo decente ni una familia de la que hablar y, aunque tener solo lo uno o lo otro tampoco estaría mal, Amanda no tenía ninguna de las dos cosas, por si no se había dado cuenta. Le había dado una oportunidad a lo del libro, pero era el momento de pensar en el futuro. ¿Cómo se le ocurría siquiera plantearse abandonar a su marido para irse a Los Angeles? Acabaría de camarera, sí, señor, y ya era demasiado mayor para pasar tanto tiempo de pie. ¿O es que no sabía que su familia era propensa a las varices?
John observaba sorprendido mientras Amanda respondía con una retahíla de suaves «sí, mamá» a aquel rapapolvos.
Cuando Fran se levantó para limpiar la mesa, Amanda se puso de pie y recogió tranquilamente los platos. Tim Matthews se dio unas palmadas en el estómago, se levantó y se dirigió renqueando a la sala de la tele. «Bendito sea», pensó John mientras lo seguía con tanta prisa que a punto estuvo de tirar la silla.
En la intimidad de su habitación, la fachada impasible de Amanda se rompió como un cartón de huevos.
– Esto es increíble -dijo, dejándose caer sobre la cama-. «Pasaban por aquí», dice. ¿Desde Fort Myers? ¿A quién le queda esto de camino desde Fort Myers?
– ¿Ha dicho cuánto tiempo se van a quedar?
– No. -Percibió en su voz un tono de pánico. -Me voy a Kansas City a primera hora de la mañana. ¿Te las arreglarás?
– No lo sé.
– Esta noche has estado brillante -dijo él-. ¿Cómo lo has hecho? Aunque de todos modos acabó apañándoselas para discutir contigo a pesar de que solo hablaba ella.
– He desconectado. O al menos lo he intentado. No es fácil. No sé cuánto tiempo podré aguantar. Ella… -Amanda estaba forzando demasiado la voz al susurrar y tuvo que incorporarse presa de un ataque de tos.
John se irguió apoyándose sobre un codo y le frotó la espalda.
– ¿Estás bien?
– Mmm -logró decir-. Se me ha ido por el lado que no era. Estoy bien. -Se aclaró la garganta y se acurrucó de nuevo contra él.
Al fondo del pasillo, la puerta del cuarto de invitados chirrió al abrirse. Se oyeron unos pasos por delante del baño que bajaron las escaleras y entraron rápidamente en la cocina. Escucharon un sonido que parecía el cajón de los cubiertos, pero eso no tenía sentido a menos que alguien tuviera un antojo nocturno repentino de patatas gratinadas. Pero no, ese no podía ser el caso porque no había pasado el tiempo suficiente como para prepararse un plato y estaba claro que alguien estaba subiendo las escaleras.
Ahora iba por el pasillo.
Se dirigía a su habitación.
La puerta se abrió de golpe y chocó contra la pared que tenía detrás. John se subió las mantas hasta la barbilla. Amanda dio un respingo mientras intentaba hacer lo mismo.
Fran se detuvo a los pies de la cama, entrecerrando los ojos para distinguir la figura de su hija entre las sombras. «Estás ahí», dijo dirigiéndose hacia el lado de la cama de Amanda.
Bajo la luz casi incolora de la luna, John vio el destello de una cuchara. Amanda se incorporó obediente, sujetando las sábanas contra su cuerpo desnudo con ambas manos. La madre vertió jarabe para la tos en la cuchara y Amanda abrió la boca como un polluelo.
– Con esto se te pasará -dijo Fran, asintiendo. Dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta tras ella.
John y Amanda se quedaron allí tumbados, mudos de asombro.
– ¿Esto ha pasado de verdad? -preguntó John.
– Eso creo.
John miraba fijamente el techo. Pasó un coche y los faros iluminaron de pasada la pared de la habitación y desaparecieron.
– Vente conmigo mañana por la mañana -dijo John-. Conseguiremos un billete en lista de espera.
Amanda se dejó caer de nuevo sobre él y colocó las mantas para que solo se les vieran el cuello y la cabeza.
– Gracias -dijo, aferrándose a John como un mono araña y echándole el cálido aliento de eucalipto en la cara-. Porque si me dejas aquí con ella sería capaz de matarla.
A la mañana siguiente, John se quedó tumbado e inmóvil hasta que oyó el sonido de la televisión abajo. Aquello era un indicador fiable de cuándo sus suegros empezaban el día.
Amanda estaba dormida con los brazos sobre la cabeza. Su cabello de cerrados rizos se esparcía sobre la almohada y más allá de sus pálidas muñecas. Aquello era lo que le más le había impresionado la primera vez que la había visto en un pasillo de Columbia, de pie entre él y la luz del sol, envuelta en una brillante aura de rizos. Siempre estaban fuera de control, incluso cuando los llevaba recogidos en el moño que solía hacerse. Nunca usaba gomas del pelo, sino palillos chinos, lápices, cubiertos de plástico o cualquier otra cosa que pudiera clavar en él. John pronto había aprendido a mirar qué había allí antes de dejarle apoyar la cabeza en su hombro, para no perder un ojo. Pero daba igual lo apretado o reciente que fuera el moño, siempre tenía mechones de pelo sueltos.