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Se inclinó hacia ella y hundió la nariz en su pelo. Inspiró profundamente y luego le mordisqueó la clavícula, que daba paso a suaves curvas y hondonadas que cortaban la respiración. Dios, cuánto la quería. Amanda había sido la única mujer de su vida. En dieciocho años, solo había estado con ella. Nunca había estado con ninguna otra chica, a menos que contara el desafortunado incidente con Ginette Pinegar, cosa que no hacía.

– Mmm -dijo Amanda, echándolo.

– Es hora de irse -susurró.

Abrió los ojos de repente. Sonrió mientras él le presionaba los labios con un dedo.

Con una reposición de El precio justo como banda sonora, Amanda amontonó la ropa doblada sobre la cama mientras John se colaba a hurtadillas en el armario del pasillo para coger una maleta. No se dijeron ni una palabra, pero sus miradas se encontraron y sofocaron sendas risitas. Se deslizaron escaleras abajo y se quedaron al lado de la puerta de entrada.

– Adiós, nos vamos -gritó John.

Un sonido de turbación ahogada llegó por el pasillo, seguido de unos rápidos pasos.

Amanda apretó el puño contra la boca para disimular una sonrisa y se enfundó los pies en unas brillantes botas negras de tacón alto que eran todo lo contrario a unas botas de pelo canadienses. John la miró con admiración, pero no durante demasiado tiempo, ya que los pesados pies de Fran hicieron acto de presencia envueltos en unas zapatillas Isotoner.

– ¿Cómo que os vais? -dijo. Se quedó allí de pie con los brazos en jarras y los ojos centelleantes-. ¿Adónde?

– A Kansas City -dijo Amanda.

– A Los Angeles -dijo John al mismo tiempo-. A buscar casa -añadió.

Amanda se detuvo un instante y luego acabó de enfundarse el abrigo rosa con cinturón. Unas enormes gafas le cubrían ya los ojos.

Tim se dirigió tranquilamente hacia ellos por el pasillo.

– Adiós, Tim. Gracias por venir -le gritó John alegremente.

– De nada -respondió el anciano desconcertado. John abrió la puerta.

– ¡Un momento! -La voz de Fran le provocó escalofríos. Era un acto reflejo, ya que su tono demandaba obediencia. Se preparó y se giró para encontrarse con su mirada de acero.

– ¿Sí?

– Nadie nos avisó de esto anoche. -Ha surgido en el último momento. No tenemos otra opción. El agente inmobiliario estaba muy ocupado…

– Pero que muy ocupado -añadió Amanda. Se ató el cinturón del abrigo mientras intentaba permanecer escondida detrás de John.

– Lo único que dijisteis era que estabais pensando en mudaros, no que lo hubierais decidido. ¿Cuándo volvéis?

– Ni idea -dijo John, empujando a Amanda a través de la puerta. Ella fue hacia el coche casi corriendo. John la siguió con la maleta.

– ¿Y qué se supone que debemos hacer nosotros? -gritó Fran desde el porche.

– Quedaos todo el tiempo que queráis -dijo John-. ¡Adiós, Fran! ¡Adiós, Tim!

– ¡Nos vemos en la boda! -gritó Amanda alegremente por encima del hombro y, dicho esto, se metió en el coche y cerró la puerta.

John miró hacia atrás. Fran avanzaba por el camino como si de un ejército de una sola mujer se tratase, su pecho una fortaleza inexpugnable descansando en una estantería en forma de barriga.

Cuando John llegó al asiento del conductor, Amanda había bajado el parasol y fingía buscar algo en la cartera.

– Dale caña, cielo -dijo sin levantar la vista.

Y eso fue lo que John hizo. Salió marcha atrás a la calle haciendo chirriar las ruedas y luego se precipitó hacia delante. Una vez en la carretera, cuando finalmente consiguió ponerse el cinturón, le preguntó a Amanda:

– ¿Qué boda? ¿A qué te referías?

– Mi prima Ariel se casa dentro de tres semanas.

– ¿No es demasiado pronto?

– Se casan de penalti, aunque oficialmente no lo sabemos. ¿De verdad vamos a Los Angeles?

– No, vamos a Kansas City.

– Vaya.

– Pero después puedes ir a Los Ángeles, si de verdad es eso lo que quieres.

– ¡Dios! -Amanda dejó caer la cabeza hacia atrás y se quedó mirando por el parabrisas. Se pararon en un semáforo y ella guardó silencio mientras estuvo en rojo-. ¿Estás seguro? -le dijo cuando cambió.

– Siempre que tú estés realmente segura de que es lo que quieres.

John la miró un par de veces y la segunda de ellas se alarmó, porque las lágrimas le rodaban por la cara. Pero cuando ella extendió el brazo y le puso la mano en la parte de atrás del cuello, adquirió una expresión casi beatífica.

– Sí. Estoy segurísima. Pero ¿tú estás seguro de que no te importa?

– Sí.

Ambos reflexionaron durante un momento. Luego John extendió el brazo y le dio unas palmaditas en el muslo.

– Lo estoy.

6

Aunque John había reservado el primer asiento libre para volver a Kansas City, Cat Douglas se las arregló para llegar antes que él. Informó inmediatamente a Elizabeth de su golpe maestro y envió a John copia del correo electrónico: «Ya estoy aquí. Iré haciendo contactos mientras espero a John». Debía de haber conseguido un billete en lista de espera. John se imaginó a algún pobre representante, atado y amordazado en un armario de la limpieza del aeropuerto, que habría sido despojado de su tarjeta de embarque. Cat estaba apoyada en la pared de ladrillo al lado de la acogedora chimenea de la recepción del Residence Inn cuando John y Amanda llegaron. Era la «hora social» del hotel y Cat se estaba aprovechando del vino gratis mientras rezumaba riadas de inaccesibilidad. Era como si estuviera cubierta por algún tipo de dispositivo invisible: cuando el resto de los clientes se acercaban demasiado, salían huyendo con cara de sorpresa.

– Cat.

– John.

– ¿Te acuerdas de Amanda?

– Claro -dijo Cat, mirándola de arriba abajo mientras le tendía una mano lánguida-. Me alegro mucho de verte. ¿Tienes familia aquí? -Inclinó ligeramente la cabeza y sonrió.

– No -repuso Amanda.

Cat parpadeó unas cuantas veces, invitando a Amanda a dar más explicaciones. Amanda le devolvió el parpadeo. Cat acabó apartando la vista.

– Bueno, será mejor que os deje registraros -dijo, alejándose para rellenar la copa.

John suspiró. Sin duda Elizabeth se enteraría de la presencia de Amanda antes de la noche y su informe de gastos sería analizado en consecuencia.

Tras un rápido debate sobre si invitar a Cat o no, se fueron en busca de algún sitio de precio razonable para comer. Elizabeth había dejado claro que, como las habitaciones del hotel tenían cocina, el periódico no cubriría las comidas en restaurantes.

– ¿Sabes qué me dijo mi madre anoche? -le preguntó Amanda entre margaritas y alitas de pollo.

– ¿Que soy un patán inútil y que deberías dejarme? -respondió John, cortando su filete demasiado hecho.

– Todo lo contrario. Me dijo que debía seguir contigo porque se me estaba pasando el arroz. ¿Te parece normal?

– Sí.

– ¿Qué? -Amanda abrió unos ojos como platos. John se dio cuenta al momento del error.

– No -dijo con vehemencia-. No, claro que no. Me refería a que tu madre dijera eso. Es típico de ella, ¿no?

Amanda suspiró indicando que estaba de acuerdo y estiró el brazo hacia el cesto de alitas. Cogió una entre dos dedos como si de una diminuta mazorca de maíz se tratase. La analizó cuidadosamente y le dio un mordisco.

– Entonces ¿no crees que se me esté pasando?

– ¿El arroz? En absoluto.

Ella masticó durante un segundo, miró hacia el infinito y acercó el vaso. Era absurdamente enorme, del tamaño de una pecera. Movió la pajita roja alrededor de los cubitos de hielo.

– Cuando tengamos hijos, ¿crees que me volveré como mi madre?