– ¿Quién diablos es usted?
ÉCHALA DE AQUÍ, ÉCHALA, ÉCHALA, le dijo Isabel desesperada en la lengua de signos. Las lágrimas le rodaron por la cara.
Peter agarró a Cat por la parte superior del brazo y la giró hacia él.
– ¡Quíteme las manos de encima! -gritó Cat-. ¡Esto es una agresión!
Peter la acercó a él y le puso la boca junto a la oreja.
– Pues denúncieme -dijo-. Le brillaban los ojos y esbozó una dura sonrisa. Ella levantó la barbilla y le devolvió la mirada. Él le dio un empujón lo suficientemente fuerte como para que diera un traspié, pero como la tenía agarrada del brazo se mantuvo erguida-. Llame a la policía -le dijo a Beulah.
– Vale, vale, ya me voy -dijo Cat. Se tomó un momento para recomponerse y bajó la vista para mirar los dedos que le rodeaban el brazo. Parpadeó al ver que le faltaban las falanges del dedo índice.
– Puede apostar la cabeza -dijo Peter-. Vamos -dijo arrastrándola hacia la puerta.
8
Fuera de las oficinas de administración, media docena de equipos de noticias y un puñado de reporteros permanecían a la espera. John conocía a varios de ellos. Uno era un compañero de clase de Columbia que se había casado con una chica poco agraciada de una familia adinerada con una casa de veraneo en los Hamptons. Evidentemente, había conseguido un empleo en The New York Times. Philip Underwood. Había estado presente la noche del incidente de Ginette Pinegar y era el que le levantaba las piernas a John hacia el techo mientras otra persona le sujetaba el embudo en la boca. Todo estaba muy confuso y nunca se aclararía. Tras todos aquellos años, John seguía sintiéndose tan avergonzado que no quería encontrarse con nadie que hubiera estado presente. Otra cara familiar era la de un veterano con el que había trabajado en el New York Gazette, un hombre conocido por escribir mensajes de advertencia en cinta de carrocero y pegarlos en sus almuerzos en la nevera común por si a alguien se le ocurría robarlos, y también famoso por aliñar su discurso con términos obsoletos como «esconder la entradilla» y «recapitulación». Estaba demacrado, pero tenía una panza prominente y un aspecto gris, tanto por el cabello y la ropa como por la actitud. Hacía unos años había pasado por un divorcio que le había consumido la vida, el color y posiblemente una década. Llevaba una gabardina gastada y tenía los hombros encorvados para protegerse del viento. John se acercó a él.
– Hola, Cecil.
Cecil levantó la vista hacia John, le dio una última calada al cigarrillo y lo tiró al suelo. Este se alejó rodando de él con la punta aún encendida. Se frotó las manos enrojecidas y sopló para calentárselas.
– Hola, John.
– Espero que lleves un jersey debajo de eso.
– La verdad es que no. -Cecil se encogió de hombros y lo miró a los ojos-. ¿Sigues en el Inky?
– Sí. ¿Y tú en el Gazette?
– Sí.
Las bromas que vinieron después eran tan rituales como una danza de apareamiento: los dos intentaban imaginarse qué sabía el otro sin soltar prenda.
Finalmente, Cecil se metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones.
– No tienes nada, ¿verdad?
– No -dijo John sacudiendo la cabeza-. ¿Y tú?
– Nada de nada.
Asintieron lentamente, compadeciéndose el uno al otro. John no vio la necesidad de contarle a Cecil que había estado con Isabel y con los primates el día de la explosión y se preguntó qué le estaría ocultando Cecil a él.
Se produjo un murmullo de emoción y dos hombres enormes abrieron las puertas dobles de cristal del edificio. Una mujer menuda vestida de traje y con unos tacones kilométricos se abrió paso escaleras abajo hasta el micrófono de pie. Los hombres se acercaron a ella y se pusieron uno a cada lado.
Se subió las gafas sobre la nariz y se atusó el cabello. Sus cuidadas manos temblaban de frío.
– Gracias por venir -dijo, mirando a su alrededor. Los equipos de noticias empezaron a empujarse para situar los micrófonos de pértiga en el sitio adecuado y los periodistas empezaron a gritar preguntas:
– ¿Estaba la familia Bradshaw en casa en el momento del ataque?
– ¿Cómo está Isabel Duncan?
– ¿Están heridos los primates?
– ¿Han detenido a alguien?
La mujer escrutó las caras que tenía delante. Los flashes esporádicos de las cámaras se le reflejaban en los cristales de las gafas. Las peludas fundas negras de los micrófonos le rodeaban la cara como orugas monstruosas suspendidas del cielo. Cerró un momento los ojos y tomó aliento.
– La policía ha interrogado a varias personas de interés, aunque hasta ahora no las han declarado sospechosas. También nos han dicho que esta mañana la situación de Isabel Duncan se ha estabilizado y los médicos esperan que se recupere totalmente. El asalto a la casa del rector de la universidad también está relacionado con este incidente y, aunque él y su familia están bien, el FBI ha declarado a la Liga de Liberación de la Tierra como uno de los principales grupos terroristas del país y, por lo tanto, todas y cada una de las amenazas se están tomando sumamente en serio. Los primates no están heridos, pero por su propia seguridad han sido trasladados a otro emplazamiento.
La interrumpió una nueva ráfaga.
– ¿Quiénes son las personas de interés?
– ¿En qué tipo de instalaciones se encuentran los primates?
– ¿Siguen en el campus?
Levantó una mano para hacerles callar.
– Lo siento, pero no puedo responder de forma explícita a esas preguntas. Tenemos plena confianza en que encontrarán a los culpables y en que todo el peso de la ley caerá sobre ellos, y alentamos a cualquier persona que pueda tener algún dato sobre este incidente a que se ponga en contacto con las autoridades. Mientras tanto, estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para garantizar la seguridad de nuestros estudiantes y de nuestra facultad y seguiremos haciéndolo. Gracias.
Dobló las tarjetas de notas por los extremos sin alzar la vista. Estaba claro que estaba a punto de irse. Los gritos se hicieron más audibles:
– El asalto a la casa de Bradshaw tuvo lugar casi veinticuatro horas después de la explosión. ¿Qué medidas ha tomado la universidad para evitar más ataques en el futuro?
Al cabo de un rato, ella apoyó la mano en el micrófono de pie y añadió:
– Hemos tomado medidas drásticas para asegurarnos de que no vuelva a suceder nada parecido. Por favor, si tienen más preguntas diríjanse a la oficina de prensa. Gracias. -Y, dicho esto, dio media vuelta y volvió a subir la escalera de piedra.
– Pero ¿la maldita oficina de prensa no es ella? -murmuró Cecil.
De allí, John se fue al laboratorio. Un par de policías con aspecto aburrido recorrían el perímetro para vigilar a los fotógrafos y asegurarse de que no se colaban por debajo de la cinta amarilla. ¿Dónde estaba Osgood, por cierto? John supuso que Elizabeth había decidido utilizar las fotos de Associated Press para no tener que pagarle el billete de avión.
John creía que estaba preparado para ver el laboratorio, pero fue como recibir un cañonazo en la barriga. Hacía dos días había subido por aquellas escaleras y tocado aquel pasamanos que entonces estaba pintado de un azul grisáceo y ahora se encontraba lleno de burbujas y ennegrecido. Había seguido a Isabel Duncan a través de aquella puerta y le habían dejado entrar en las salas donde estaban los primates. La puerta había desaparecido y su ausencia dejaba un hueco enorme señalando un epicentro de color negro. En la pared exterior había feroces aguijones chamuscados.
Solo se veían unos cuantos metros del pasillo, pero el aislante y el cableado colgaban de paneles del techo cubiertos de hollín y el asqueroso olor a plástico quemado aún no había desaparecido.
John echó un vistazo al aparcamiento: allí, donde John, Cat y Osgood habían subido al taxi, los guijarros estaban mezclados con fragmentos de cristal. Casi seguro que también había sido allí donde habían subido a Isabel Duncan en la ambulancia. Y detrás del árbol donde los primates habían buscado refugio yacían ramas rotas que parecían salidas de un enorme y desaliñado nido de pájaro, prueba de que los bonobos habían fracasado en su empeño de quedarse arriba. John dio media vuelta para intentar en vano borrarse de la cabeza los cuerpos inconscientes que se precipitaban al vacío en plena noche.