Después se fue en coche hasta la Protectora de Animales de Kansas City, un edificio de un solo piso lleno hasta el fondo de hileras de perreras delimitadas con rejas. Las paredes de ladrillo de la recepción estaban pintadas de verde y, a juzgar por el olor, los suelos de linóleo habían sido recientemente blanqueados con lejía. Tras la puerta abatible que daba a la parte trasera, se oía un operístico aullido canino.
– Parece un wookiee -dijo John.
– Acaba de llegar -dijo la mujer que estaba sentada detrás de la mesa-. No está muy contento. Pero mejor aquí que donde estaba, desde luego.
– Soy John Thigpen, del Philadelphia Inquirer. Me preguntaba si…
Ella levantó una mano para detenerlo.
– Los primates no están aquí.
– ¿Y dónde están?
– Resumiendo: un camión vino en plena noche, unos tipos les administraron tranquilizantes y se los llevaron -respondió, después de evaluarlo durante unos segundos.
– ¿Les volvieron a disparar?
– Dijeron que era la única solución. Aquí no tenemos jaulas de contención, sobre todo trabajamos con perros y gatos. Lo más raro que hemos tenido ha sido un cocodrilo. Un tío lo compró en Florida cuando aún era una cría y en el momento en que quiso reaccionar ya medía dos metros de largo, tenía que tirarle muslos de pavo por las escaleras del sótano y llenarle con una manguera varias piscinas hinchables para niños que había lanzado allí dentro. Todo iba bien hasta que se le estropeó la caldera y tuvieron que ir a arreglársela.
John la miró con los ojos como platos. Luego sacudió la cabeza.
– Los primates… ¿Estaba usted aquí cuando se los llevaron?
– Sí. Somos pocos empleados. Pillaron a un puñado de voluntarios en la redada de ayer. Uno de ellos era un becario del laboratorio.
– ¿En serio? ¿Me puede dar su número?
– Es una chica. No veo por qué no, total, sale en todas partes en Internet. Aunque creo que aún está bajo custodia. -Sacó un libro de un cajón y pasó varias páginas antes de copiar un nombre y un número en un trozo de papel. Se lo pasó a John deslizándolo sobre la mesa. Celia Honeycutt. La LLT la había nombrado en el vídeo, lo cual le resultó extraño, ya que, al parecer, la consideraban sospechosa. ¿La habría incluido la LLT para intentar borrar huellas? Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.
– ¿Sabe por qué la cogieron?
– Ni idea. Por cierto, ¿qué hora es? -Miró el reloj y dejó escapar un suspiro de desesperación-. Dios mío, llevo aquí dieciséis horas.
– ¿Quién se llevó a los primates?
– Ni idea -dijo, sacudiendo la cabeza-. El camión incluso llevaba cubierta la placa de la matrícula. Lo único que sé es que tenían contratos de venta, así que se los tuve que entregar.
– ¿Qué? -Cerró los ojos, como si lo hubiera entendido todo. De repente comprendió a qué se refería la universidad cuando afirmaba que había tomado medidas para asegurarse de que aquello nunca volviera a suceder. Se preguntó si Isabel lo sabría ya, y solo de pensarlo sintió dolor físico.
Ella los consideraba su familia.
Se inclinó sobre el mostrador y apoyó la frente en el antebrazo.
– Dígame que vio el nombre del comprador en el contrato.
– Era un CIF.
– Dígame que se quedó con una copia.
– Creo que no lo entiende. Estaba aquí sola. Tenía seis primates en la parte de atrás, además del resto de los animales. Venía con ellos un abogado, aparte de un representante de la universidad. ¿Qué iba a hacer? Eran suyos. -Se quedó un momento en silenció y luego añadió-: ¿Sabe? A veces, cuando estaba en un Starbucks, Celia o alguna otra persona del laboratorio entraba y pedía cafés con leche desnatada para los simios. Siempre llevaban una cámara de vídeo porque, según decían, a los primates les gustaba verlo después. Los empleados siempre hablaban a la cámara como si los simios estuvieran allí mismo. Siempre me pareció la leche. Dicen que entendían inglés.
– Es verdad. Yo los conocí -dijo John en voz baja, sacudiendo la cabeza. Suspiró y golpeó un par de veces la mesa con los nudillos-. Vale. Bueno, gracias. Me ha sido de gran ayuda.
John llamó a Celia Honeycutt desde el coche, pero, tal y como esperaba, no obtuvo respuesta. Cuando volvió al hotel, percibió el aroma del trabajo artesanal de Amanda desde la recepción.
La puerta de la habitación daba directamente a la cocina, donde una enorme olla burbujeaba frenéticamente sobre uno de los fogones eléctricos. Amanda estaba de pie delante de la encimera retirando meticulosamente la epidermis de los sombreros de los champiñones. El resto de la superficie estaba oscurecido por hojas de cilantro, mondas de cebolla, carcasas de pollo, latas de conservas, botellas de vino, trozos de bambula, restos de puerros y manojos de perejil.
Le dio un beso en la nuca.
– ¿Qué estás haciendo?
– Relleno de empanada de pollo. Supongo que, si no hay masa, podría llamarse simplemente sopa.
– Qué bien. -Y, al cabo de un rato, añadió-: Pero la masa es lo que más me gusta.
– Sé hacerla. Lo que pasa es que no hay ni molde ni rodillo -dijo, pasando la mirada por la encimera-. Supongo que puedo despegar con agua la etiqueta de una de las botellas de vino y usarla para amasar. En el supermercado debe de haber moldes de papel de aluminio.
John cogió una caja cuadrada de plástico de un enorme montón que había al lado de la nevera y la analizó. Amanda lo miró.
– Los he comprado porque tienen el tamaño de una ración y pensé que así podrías ir cogiéndolos de la nevera para calentarlos en el microondas. -A John le dio un vuelco el corazón porque se dio cuenta inmediatamente de que estaba hablando en singular-. También he hecho ternera bourguignon para que varíes un poco. Hay noodles al huevo en la alacena, o podrías hervir unas patatas para acompañar. Además he comprado algunas verduras de esas que se hacen al vapor dentro de la bolsa. Ni siquiera hay que pincharla, solo meterla en el microondas. -Amontonó los champiñones en una esquina de la tabla de cortar, los movió todos a la vez hasta el centro y los cortó con destreza. Cuando terminó, los echó en la olla, le colocó la tapa y puso el fogón al mínimo.
– Listo -dijo, secándose las manos en los muslos. Tenía la cara colorada y mechones de cabello rizado pegados a la frente y a la sien-. ¿Una copa de vino? He abierto un tinto decente para la ternera.
– Eres preciosa -dijo John.
Ella sonrió, se quitó el pelo de la cara y cogió la botella.
– ¿Eso es un sí?
Caminaron tres metros hasta la supuesta sala de estar y se sentaron en el sofá. Amanda se sentó encima de los pies y se acurrucó sobre la axila de John.
– ¿De verdad te parece bien que vaya a Los Angeles?
– Sí.
– Porque he reservado un vuelo para mañana por la mañana.
– Vaya, qué rápido.
– Sí. -Lo miró nerviosa-. Es que si lo voy a hacer tiene que ser ya; no tenía sentido volver a Filadelfia, porque está en dirección contraria, y aunque perdamos la vuelta de este último vuelo sigue saliendo más barato…
John la atrajo hacia sí y hundió la nariz en su coronilla. Olía a burdeos y a otras delicias. Le dio un beso.
– Me parece bien, en serio.