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Ella sonrió, respiró hondo y lo miró.

– ¿Qué tal el día?

– ¿Sabes qué? Hay un jacuzzi abajo. Hablemos de ello allí. Después tendré que ir a buscar a Cat o hacer el reportaje yo solo.

Amanda le echó un vistazo a la cacerola, que hervía a fuego lento, dudó visiblemente durante una décima de segundo y luego desapareció en la habitación para cambiarse.

* * *

John estaba sujetando la puerta de cristal del recinto de la piscina para que Amanda entrara, cuando vislumbró el cogote de Cat. Estaba sola en el jacuzzi, con los brazos estirados sobre el borde. Amanda volvió la cabeza hacia John y susurró:

– Hablando del rey de Roma…

– Y que lo digas -respondió John, apretando los dientes sin dejar de mirar hacia delante.

Mientras Amanda iba a por toallas, John se quedó de pie al lado del jacuzzi bajando la vista hacia Cat. Esta tenía la cabeza apoyada en el borde, con los ojos cerrados; los extremos de la media melena de color castaño oscuro pulcramente cortada se apoyaban ligeramente sobre las baldosas. No estaba claro si estaba muerta o dormida. John ladeó la cabeza para contemplarla. Si no la conociera, la encontraría atractiva: la prominente clavícula, la torneada parte superior de los brazos, los dedos cincelados y aquella pequeña y bonita nariz. Pero sí la conocía, así que todo se quedaba en eso.

John se giró para echar un vistazo a la sala. En la piscina que había al lado del jacuzzi los niños de tres familias chapoteaban y chillaban en un agua artificialmente azul. Sus progenitores descansaban al lado, aunque todos los padres estaban encorvados hacia delante mirando con el ceño fruncido sus BlackBerrys, con el bañador seco y dando de vez en cuando un trago a sus latas de cerveza. Las madres estaban tumbadas sobre toallas con trajes de baño igualmente secos, las rodillas ligeramente dobladas y los brazos caídos sobre la cabeza, como si estuvieran tomando el sol. Una de ellas estaba leyendo un periódico sensacionalista, The Weekly Times, y tenía una pajita doblada dentro de la copa de vino de plástico para no tener que levantar la cabeza para beber. Las paredes de cemento estaban adornadas con imágenes de palmeras y de playas arenosas un poco despegadas al lado de los conductos de ventilación. Sobre ellas parpadeaba la luz artificial de varios plafones en forma de bandejas para cubitos de hielo.

Amanda regresó con un montón de toallas blancas, las puso sobre una mesa cercana y atrajo la atención de John para asegurarse de que estaba mirando. Levantó la vista con dramatismo hacia la sombrilla que salía del centro de la mesa y se rio. A continuación se quitó lo que llevaba puesto encima del bañador.

Dos de los tres padres de los móviles levantaron la cabeza arrugando la nariz como perros de caza. En una fracción de segundo, Amanda fue abducida por un rayo colectivo. Mientras se acercaba al jacuzzi, uno de los hombres le dio un rodillazo al que estaba distraído para ponerlo al tanto de la situación.

«Qué más quisierais», pensó John. Aquel repentino e irracional ataque de ira lo pilló desprevenido. Los hombres siempre miraban a Amanda en todas partes y, hasta aquel momento, a John incluso le gustaba.

Amanda bajó las escaleras del jacuzzi. Cuando tuvo los muslos bajo el agua, articuló silenciosamente las palabras «¡Quema, quema!», antes de lanzarse y sumergirse hasta los hombros. Se sentó pegada al borde, dejó escapar un largo suspiro y miró a John expectante.

– ¿No vienes?

John lanzó una última y feroz mirada a los padres de mediana edad. Ahora que el cuerpo de Amanda había desaparecido en las profundidades del jacuzzi, continuaron enviando correos electrónicos e ignorando a sus esposas e hijos.

John se metió con Amanda en el agua humeante llena de remolinos y se sentó al lado de Cat.

– ¿Y bien? -dijo -. ¿Dónde has estado hoy?

Cat levantó la cabeza y abrió un ojo con enorme recelo.

– Ah, eres tú -dijo, volviendo a dejar caer la cabeza.

– No has respondido a mis llamadas. -Me quedé sin batería. Lo siento.

– Se supone que tenemos que trabajar juntos.

– Ya te he dicho que lo siento.

– ¡Pues haz el favor de cargarlo, por el amor de Dios!

– Lo haré -respondió irritada. Removió el agua con las yemas de los dedos de una mano-. Por supuesto.

Un nuevo juego comenzó en la piscina que tenían detrás, y las voces de los niños resonaron en el cemento.

– ¡Marco! -¡Polo!

– ¡Marco! -¡Polo!

Se oyó un «chof, chof, chof» de pies mojados sobre el cemento, seguido de un lastimero grito:

– ¡No vale! ¡Pez fuera del agua!

– Por Dios -dijo Cat, incorporándose enfadada. Puso las manos en forma de bocina alrededor de la boca y gritó a los padres-: ¿Podrían hacer un poco más de ruido? -Se volvió a dejar caer hacia atrás y una vez más reposó la cabeza sobre el borde-. Su prole se colará aquí antes de que te des cuenta, chapoteando y haciéndose pis, y los padres seguirán sin mover un dedo. Genial -dijo, girando los ojos mientras otra familia con niños pequeños entraba en la sala-. Eh -les dijo a John y a Amanda, sacudiendo el dorso de las manos-, dispersaos para ocupar todo el sitio.

– Solo se están divirtiendo -dijo Amanda, aunque se fue moviendo lentamente en la dirección que Cat indicaba.

John se quedó en su sitio y se acomodó contra un chorro.

– Dime, ¿qué has hecho hoy? -le preguntó, levantando el brazo para apoyarlo en el borde.

Cat se encogió de hombros.

– He entrevistado a Peter Benton y he visto a Isabel Duncan. ¿Y tú?

John se enderezó y le echó un vistazo rápido a Amanda.

– ¿Has visto a Isabel?

– Sí.

– ¿Cómo está?

– De muy mal humor. Y tiene la mandíbula llena de hierros, así que no le he sacado mucho. Excepto, claro, la presentación de Peter.

– ¿Cómo entraste?

Cat agitó una mano para restarle importancia.

– Bah, fue fácil.

Mientras la miraba, John cayó en la cuenta.

– ¡No habrá sido capaz!

– Por supuesto que sí. ¿Cómo iba a entrar si no? Una niña pequeña de tripa redondeada pasó como un rayo a su lado, chillando de alegría, mientras su padre la seguía de cerca.

– ¿Es eso un bañador pañal? -dijo Cat arrugando la cara-. Esas cosas no son resistentes al agua. ¿Para qué sirven?

– A mí me parece una monada -dijo Amanda-. ¿Has visto las margaritas del bañador? John la miró, alarmado.

– ¿Y qué tenía que decir Benton? -preguntó después de dejar de mirar a Amanda, que había vuelto la cabeza para seguir la trayectoria del bebé.

– Creo que los científicos necesitan que les dé más el sol. Son una panda de desabridos.

– En resumen, que no conseguiste nada. Cat se encogió de hombros.

– Le pregunté por el dedo que le faltaba y se puso como una fiera conmigo. Y eso que no intenta ocultarlo ni nada. Está claro que ahí hay una historia.

John suspiró y se frotó la frente.

– Vale, escucha. Tenemos que redactar juntos un informe, sea como sea. ¿Prefieres hacerlo ahora o después de cenar?

– Ya lo he hecho.

– ¿Qué?

– Que ya está hecho. Lo he enviado hace una hora. Relájate.

John se echó hacia delante, enfadado.

– ¿Has dado por hecho que no conseguiría nada?

– ¿Tienes algo?

– La universidad vendió a los primates. ¿Lo sabías? Cat alzó una ceja.

– Y uno de los becarios del laboratorio está bajo custodia. ¿Qué te parece?

Cat lo miró irritada, y luego se dio la vuelta.

– Enviaré una corrección.

– No -dijo John-. Yo lo haré. Supongo que me habrás enviado una copia.

Cat empezó a remover de nuevo el agua mientras se miraba los dedos.