– No creo que vuelvas pronto a Filadelfia, ¿verdad? -preguntó apenada mientras doblaba la cuarta y última de las camisas.
– No lo sé -dijo John-. Todo depende de cómo vaya la historia.
– Cuando decidí venir no me preocupé mucho por la ropa. -Cerró la cremallera de la mochila y se quedó de pie, mirándola-. Supongo que podría pedirle a tu madre que me mandara algunas cosas, aunque la verdad es que no me hace ninguna gracia que se ponga a revolver en el cajón de la ropa interior.
John dejó escapar un bufido.
– Mejor que la tuya…
Ella le dio un manotazo en el pecho.
– ¡Oye! Vale, tienes razón.
John miró el reloj.
– Bueno, creo que ha llegado el momento.
Se fueron quedando en silencio a medida que se acercaban al aeropuerto y más callados aún cuando aparcaron el coche de alquiler. Cuando llegaron a las cintas de seguridad llevaban ya varios minutos sin que ninguno de ellos abriera la boca. Se cogieron de la mano mientras se acercaban cada vez más al punto en el que tendrían que separarse. De repente, Amanda se dio la vuelta y se apretujó contra el pecho de John. Él le sujetó la cara entre las manos y la levantó hacia la suya. Vio que estaba intentando no llorar.
John le secó los ojos con los pulgares.
– ¿Seguro que estarás bien? Ella sorbió por la nariz y asintió.
– Ajá -dijo con demasiada alegría-. Estaré bien. -Sacó un pañuelo de papel del bolso y se sonó la nariz-. No nos vamos a ver todos los fines de semana, ¿verdad?
John vaciló y luego sacudió la cabeza. Habría dado lo que fuera porque la respuesta fuera otra, pero se había pasado gran parte de la noche anterior en vela, analizando su nueva situación financiera. Habían estado sobreviviendo a duras penas con su sueldo y nada más. No había forma de que pudieran evitar echar mano de sus ahorros, incluso sin hacer ningún viaje.
– No, a menos que nos toque la lotería. Pero hablaremos todos los días y solo faltan dos semanas y media para la boda de Ariel.
Amanda ya era la segunda en la fila.
– Todo irá bien -dijo John para darle ánimos-. En este tiempo se me ocurrirá algo. Tal vez podamos vernos cada dos o tres semanas. No está tan mal, teniendo en cuenta que es algo temporal.
Amanda se llevó las manos a la cara y se las pasó por la frente y por las mejillas.
– ¿Estoy haciendo lo correcto? -preguntó.
– Creo que sí -dijo John-. Eso espero. De todos modos, la decisión es de los dos. Somos un equipo, ¿recuerdas?
El hombre que estaba delante de Amanda pasó por el puesto de control.
– Tarjeta de embarque y documento de identidad -dijo la empleada de la Administración para Seguridad en el Transporte.
Amanda se los dio y se volvió hacia John.
– Bueno, pues ya estoy aquí -le dijo a John, dándole un beso-. Adiós.
– Adiós, cielo -se despidió él, abrazándola con fuerza-. Llámame en cuanto llegues.
– Lo haré.
La empleada miró alternativamente a Amanda y su carné de conducir, garabateó algo con un rotulador en la tarjeta de embarque y le tendió ambas cosas mientras esta esbozaba una tensa y heroica sonrisa antes de desaparecer.
John se movió junto al tabique de cristal hasta que pudo verla de nuevo. Observó cómo se quitaba las botas y el abrigo y los dejaba, junto al portátil, en unas bandejas grises en la cinta transportadora. Vio cómo la reprendían y sacaban las botas y el bolso de las bandejas para ponerlas directamente sobre la cinta. La vio quedarse en calcetines delante del detector de metales esperando a que la dejaran pasar y, finalmente, desapareció.
– Adiós, cielo -dijo él en voz baja.
Justo cuando estaba aparcando en el Residence Inn, le sonó el móvil. Durante una décima de segundo se atrevió a albergar la esperanza de que el vuelo de Amanda hubiera sido cancelado, o al menos que tuviera retraso, aunque solo les sirviera para comer juntos por última vez.
– ¿Sí? -dijo.
– Hola, soy Elizabeth.
– Hola -dijo, intentando no parecer contrariado-. ¿Has recibido la rectificación?
– Sí. Oye, necesito que vuelvas a Filadelfia cuanto antes. ¿Cuándo podría ser?
– ¿Cómo? ¿Por qué?
– Necesito que cubras una cosa.
– Ya estoy cubriendo una cosa.
– Sí, pero lo de los primates se está convirtiendo en algo más del estilo de Cat…
– ¡Y una mierda!
– … Y, la verdad, parece que no trabajáis demasiado bien juntos…
– ¿Qué te ha dicho?
– ¿Qué más da? Necesito que vuelvas.
– ¿Qué… te… ha… dicho?
– ¿Qué más da? Sinceramente, de todos modos no me puedo permitir teneros a los dos ahí, y ella está más que capacitada para hacerlo sola. Además, necesito a alguien que se haga cargo de una columna. Así que vuelve aquí lo más rápido posible -dijo, y colgó.
John cerró el móvil y lo lanzó al asiento del copiloto. Aparcó el coche y se quedó sentado aferrándose al volante con ambas manos y rechinando los dientes mientras miraba el retrete para perros que había justo en la entrada del hotel.
«Ella está más que capacitada».
Y usted, caballero, no. John se sintió más cerca de matar a alguien de lo que lo había estado en toda su vida. Era su serie de artículos, su historia, su idea, y Cat se la había robado con tanta pericia como un payaso tirando del mantel de un banquete de Acción de Gracias.
– ¡Tachán!
El coche de alquiler de Fran y Tim no estaba a la puerta, aunque tal vez hubieran ido de compras. Hasta que John no comprobó que el cuarto de invitados estaba vacío, no estuvo seguro de que se habían ido.
Había pruebas por todas partes de que Fran había estado allí: tapetes de ganchillo, estanterías recubiertas de papel, cajones reorganizados, toallas y paños vueltos a doblar y todo estaba planchado. A John le hizo gracia que le hubiera planchado los vaqueros y las camisetas interiores. Cuando descubrió que también le había planchado los calzoncillos, ya no le hizo tanta gracia.
En la mesa había puesto un mantel bueno, así que John se llevó su cena congelada de Hungry-Man al sofá, encendió la televisión y puso los pies sobre la mesita. Mientras se llevaba cucharadas de patatas gomosas a la boca no pudo evitar pensar en la versión de Amanda, que las hacía trituradas con ríos de mantequilla. Entonces le vino a la cabeza toda aquella maravillosa comida que había preparado para él y que en aquel preciso instante se estaba pudriendo en un contenedor de Kansas City. Tirarla había sido un acto de traición -fue una sensación casi dolorosa-, pero ni loco se la hubiera regalado a Cat. Si se estuviera ahogando no le lanzaría ni una pajita, y eso que aún no había visto la foto. Lo que tenía que haber hecho era llevársela a Cecil, que probablemente hacía años que no comía nada hecho en casa, pero se le ocurrió cuando ya estaba en el avión.
Hizo zapping saltándose automáticamente los canales deportivos, hasta que recordó que Amanda no estaba en casa para protestar. Dios, cómo la echaba de menos. La casa estaba vacía y parecía enorme sin ella. Lo había compadecido por teléfono por la nueva misión que le habían asignado, pero le gustaría rodearla con los brazos, recibir consuelo de su presencia física.
Elizabeth le había pedido a John que se encargara de una columna semanal llamada La guerrera urbana. La verdadera guerrera urbana acababa de tener gemelos, que, al parecer, padecían cólicos, por lo que dormía poquísimo y, por consiguiente, había decidido coger vacaciones. Algo nada apropiado para una guerrera, desde el punto de vista de John: que se colgara a un niño de cada teta en uno de esos artilugios con pinta de bolsas marsupiales y se fuera a medir sus malditos baches. No era solo una forma de hablar fruto de la rabia, sino que era en eso en lo que consistía aquel encargo: en describir a un loco que había patentado un aparato para medir y comparar los baches de toda la ciudad; el tipo en cuestión había sido el primero de su promoción, en el instituto más problemático, el portero más adorado de Filadelfia. En otras ocasiones consistiría en contar el número de coches abandonados en la autopista o en ir a echar un vistazo a la calle más llena de basura de la ciudad. Además, se suponía que esa semana tenía que idear y poner en marcha una investigación secreta sobre los dueños de los perros que no recogían los excrementos de sus chuchos en Fairmount Park y Rittenhouse Square.