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Recogió la caja de pizza mientras recordaba cómo se había sentado con las piernas cruzadas delante de la mesita de centro la mañana de la explosión y se había comido el único trozo que había sobrado. Cerró los ojos y la tiró como un disco volador hacia la puerta de la entrada.

Por el rabillo del ojo vio una asimetría que la hizo detenerse en seco. El ordenador, a diferencia de la caja de pizza, no estaba exactamente donde lo había dejado. Cuando Isabel posaba un vaso, lo colocaba de manera que formara una línea perfecta con los extremos exteriores del mantel individual. Cuando doblaba las toallas, e incluso las sábanas, hacía coincidir totalmente las puntas. Y cuando dejaba el portátil sobre el escritorio, siempre lo dejaba exactamente a cinco centímetros de la parte delantera de la mesa y completamente paralelo. Vaciló, mirando la carcasa plateada. Respiró hondo varias veces, se sentó delante del escritorio y extendió los dedos helados hacia él.

El listado de documentos recientes revelaba que alguien había entrado en su correo electrónico, en la carpeta de documentos, en sus fotos y en la papelera.

¿Habría revisado el FBI el disco duro? Volvió a observar la habitación, desconcertada. ¿No habrían dejado todo lo demás descolocado, también? ¿Los cajones volcados, los cojines del sofá tirados y los armarios vacíos?

Abrió el buscador y vio que alguien había añadido una página a la lista de favoritos. Llevaba directamente al vídeo de la LLT. Aquella era la primera vez que Isabel lo veía.

Cuando acabó, Isabel dejó la amenazadora imagen final en la pantalla y se quedó petrificada, inclinada hacia delante y apretándose las mejillas con las manos. Habían estado allí. Era lo único que tenía sentido. Lo de la lista de favoritos era una tarjeta de visita.

Al cabo de un par de segundos, giró rápidamente la cabeza para asegurarse de que había puesto la cadena en la puerta. Fue de ventana en ventana bajando las persianas y cerrando las cortinas, y luego de habitación en habitación recolectando pinzas, horquillas y clips para sujetarlos con manos temblorosas en las cortinas y asegurarse de que todas estuvieran completamente cerradas. Apagó todas las luces menos la de una lámpara de sobremesa que había en una esquina de la sala y se retiró al sofá para sentarse abrazando las piernas y presionando la barbilla contra las rodillas.

Una hora después, aún no se había movido. Levantó la barbilla y dio un grito ahogado, como si hubiera vuelto en sí.

Recorrió la habitación con la mirada. Casi todas las superficies estaban adornadas con fotos enmarcadas de los bonobos. Había una de Mbongo montando un juego de canicas; de Bonzi tocando un teclado eléctrico con una estrella del rock a quien le había dicho por señas: ¡SIÉNTATE! ¡CÁLLATE! ¡COME CACAHUETES!, porque su séquito la había impacientado; de Sam usando un ordenador para jugar a Ms. Pacman; de Lola subida a hombros de Isabel mientras caminaban por el bosque, agarrándole la barbilla con una mano y usando la otra para señalar adónde quería ir; de Richard Hughes y Jelani, sentados bajo un árbol, disputándose con gran seriedad un huevo cocido en la lengua de signos americana; de Makena dándose un beso con Celia, ambas con los labios extendidos y los ojos cerrados. Se quedó mirando esta última durante un buen rato.

Isabel oyó la campanilla del ascensor y se quedó petrificada, mirando hacia la puerta. En cuestión de un segundo se abalanzó sobre la lámpara de sobremesa con tanta prisa por apagarla que casi la tira. Acabó hecha un ovillo en el suelo, al lado de la mesita auxiliar.

Oyó el frufrú de unas bolsas de plástico, la puerta del ascensor al cerrarse y luego un silencio interminable. Finalmente, comenzaron los pasos. Se dirigían hacia su puerta sin prisa pero sin pausa.

Isabel se sentó en la oscuridad, respirando tan rápido que se estaba mareando. Cerró los ojos y levantó la barbilla, intentando que el corazón le fuera más lento.

Al cabo de varios minutos se levantó y volvió a encender la lámpara. Cogió el teléfono. Posó los dedos sobre el teclado mientras contemplaba los números. Finalmente, tomó una decisión.

– ¿Sí? -dijo una voz al otro extremo.

– ¿Celia? -susurró en el receptor-. Soy yo. Te necesito. ¿Puedes pasarte por aquí, por favor?

12

Cuando Amanda atravesó la puerta de seguridad corrió hacia John, que la levantó y la hizo girar en el aire. La gente los miraba, pero a John le daba igual. El olor de su piel, el tacto de su pelo: probablemente no la dejaría marchar nunca más.

– Ay, John -le dijo, apoyando la cabeza en la curva de su cuello en un gesto de confianza tan absoluto que lo mató-. Dios mío, cuánto te he echado de menos.

– Yo también, cielo. Yo también.

Cuando finalmente la bajó, Amanda miró a su alrededor y se colocó la ropa con timidez. Tenía las mejillas coloradas.

John le cogió la mochila.

– ¿Solo has traído esto?

– Solo me quedo tres días.

– No me lo recuerdes.

– ¿Seguro que no te puedes coger mañana el día libre?

– No puedo. La columna sale el domingo.

Cuando llegaron a casa, juntaron sus labios antes incluso de haber echado el pestillo a la puerta. John dejó caer la bolsa al suelo.

– ¡Cuidado! -dijo ella sin aliento, entre beso y beso-. ¡El ordenador!

– ¡Lo siento! -jadeó él, intentando quitarse el abrigo mientras ella le desabrochaba la camisa.

Minutos más tarde, en el momento crítico, Amanda se tumbó y susurró:

– Hagamos un bebé.

El efecto fue inmediato y devastador. A pesar de las mejores ayudas de Amanda -y eso que se le daba muy bien-, John no logró recuperarse. Finalmente ella abandonó y se hizo a un lado.

– ¿Qué pasa? -le preguntó tras varios minutos de silencio. Las velas que había encendido en una breve pausa brillaban contra la pared con las mechas cada vez más largas y las sombras más profundas.

– No lo sé -respondió él-. A veces pasa. -Deseó que el colchón se lo tragase: ñam. Como si fuera un diminuto sumidero cósmico. ¿Era eso tanto pedir?

– Es la primera vez que te pasa -dijo Amanda-. ¿Es por lo que he dicho?

– No, claro que no -le aseguró. «Pues claro que sí», gritaba la voz de su cabeza.

– ¿Quieres que vaya… a por un poco de ayuda? -dijo juguetona.

Cuando John era pequeño, su madre solía ir a reuniones de Tupperware y de Avon. Luego llegaron las de Top Chef y las de velas. Y a las que asistía Amanda invitada por sus amigas en Nueva York eran de lencería y juguetes eróticos. Aquella noche las anfitrionas no habían dejado de servirle vino barato y luego se la habían llevado a una «sala de consulta», con lo cual Amanda había llegado a casa un poco achispada y, entre risitas tontas, le había enseñado a John una bolsa de objetos que lo habían dejado sin palabras, un poco asustado y absolutamente intrigado. Muy pronto había empezado a darse cuenta de su utilidad. Tras dieciocho años juntos, un poco de innovación podía venir bien.

– Mmm -dijo-. Claro.

– ¿Alguna petición especial?

– No. Sorpréndeme -dijo. Estiró los brazos sobre la cabeza mientras Amanda abría el cajón de arriba. Estiró el brazo y tanteó el interior. Al cabo de un rato, su expresión se volvió inquisitiva y el tanteo más insistente. Finalmente, tocó algo con la mano que se arrugó. Lo sacó para ver qué era y dio un grito. Empezó a emitir una retahíla de sonidos como los que hacía Magnifigato justo antes de expulsar una bola de pelo y salió de la habitación.

John se incorporó sobre el codo y miró en el cajón. Todo lo que había dentro estaba metido en bolsitas de plástico individuales con autocierre colocadas por tamaños y pegadas al fondo.