Se volvió a dejar caer sobre la cama. Las retinas le dolieron solo de pensar en Fran abriendo el cajón y dándose cuenta de lo que había encontrado. Se la imaginaba perfectamente: orgullosa de su descubrimiento, disfrutando de la indignación que la había invadido mientras limpiaba, embolsaba y ordenaba; su lascivo deleite al imaginarse su reacción cuando descubrieran lo que había hecho. John comprendía perfectamente cómo se había sentido Amanda. De hecho, estaba oyendo cómo se sentía. Se pasó diez minutos en el baño con arcadas. Cuando volvió a la cama, los juguetes eróticos y el lubricante estaban enterrados en el cubo de la basura de abajo y las velas estaban apagadas.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
– No -respondió ella, deslizándose en la cama y metiéndose bajo el brazo de John. Se sorbía la nariz o bien porque había estado llorando o porque estaba congestionada de tener la cabeza colgando dentro del váter-. Y aún pretenderá que se lo agradezca, como lo de los estúpidos tapetes.
John le acarició el pelo, aplastándoselo sobre la espalda.
– Seguro.
No parecía en absoluto que la boda de Ariel hubiera sido organizada en el último momento. Para ser exactos, daba la sensación de que la tía de Amanda y su prima carnal habían estado planeando aquel momento durante cada segundo de los treinta y tres años que Ariel llevaba en este mundo. John miraba atónito las montañas de flores y de lazos y los kilómetros de tul que unían los bancos del pasillo.
Él y Amanda habían llegado unos minutos antes de que la ceremonia empezara y habían aguantado la risa al pasar por delante de un cartel que ponía «Guns n' Gofres».
– Suena a acción de mamá y papá, ¿no? -dijo John.
– Sí, solo que en mi familia mamá habría sido la responsable de las pistolas.
Una vez en la iglesia, los acomodaron apresuradamente en sus asientos. Fran les echó un vistazo rápido antes de levantar la barbilla y darse la vuelta majestuosamente. Amanda suspiró ya sin rastro de alegría y John le apretó la mano.
Tras años de práctica, el patrón de las riñas entre Amanda y Fran estaba cuidadosamente coreografiado: Fran se enfurruñaba hasta que Amanda se derrumbaba y le pedía perdón entre lágrimas, punto en el cual Fran la atraía hacia el pecho y le echaba la culpa de todo a John antes de tener la deferencia de perdonarlo, porque, al fin y al cabo, eran una familia. Aquella última parte solía ir acompañada por una mirada directa a John que, hace unos cuantos siglos, podría haberla hecho arder en la hoguera.
Amanda nunca antes había aguantado tanto -habían pasado ya tres semanas desde La gran evasión-, y la cara de Fran no había perdido ni un ápice de hermetismo.
El novio de Ariel ocupó su lugar al final del pasillo, vestido de esmoquin, mientras miraba a todo el mundo como un ciervo atemorizado. John casi esperaba ver un torrente de orina cayéndole por la pierna.
Cuando la procesión comenzó, Ariel entró precedida por cuatro damas de honor que llevaban unos vestidos verdes de color aguamarina que les sentaban fatal. Comparada con ellas, Ariel era la belleza personificada. Entre el velo hasta la cintura y el ramo en cascada, casi conseguía que el bombo pasara inadvertido.
Muchas de la mujeres lloraban y se secaban los ojos con discretos toquecitos para no estropear el maquillaje cuidadosamente aplicado. Pero Amanda no: a media procesión, John vio cómo iba clavando la mirada persona por persona, con el ceño fruncido. Estaba haciendo cálculos mentales. Más tarde, mientras iban en el coche hacia el convite, John descubrió por qué.
– Ha puesto a todos en mi contra. Como no me he disculpado, ha estado reclutando a gente para su bando.
– ¿De qué hablas?
– Janet es su prima segunda. Yo soy una de sus primas carnales -dijo-. ¡No me han invitado a la despedida! Debe de haber hecho una despedida. ¡Por supuesto que la ha hecho! Soy idiota.
El engranaje mental de John se puso en funcionamiento hasta que, finalmente, consiguió escupir un perdigón de posible explicación. Miró rápidamente a su mujer.
– ¿Querías ser dama de honor?
– ¡Claro que no! Nadie quiere ser dama de honor, pero me habría gustado que me lo hubiera preguntado -dijo al tiempo que golpeaba el asiento del coche con el puño-. Sé perfectamente lo que ha pasado. Mamá le ha contado a la tía Agnes que yo había ignorado sus consejos, que la había abandonado en casa y que ni siquiera le había dado las gracias por toda las mierdas que había hecho, así que ahora nadie habla conmigo. Aunque puedes tener la certeza de que todos estarán hablando sobre mí. -Se dio una palmada en la boca para ahogar un grito-. ¡Dios mío, los juguetes eróticos! Como les haya contado lo de los juguetes eróticos, me muero.
John deseaba poder tranquilizarla, pero hacía demasiado tiempo que formaba parte de aquella familia.
Ella se volvió para mirarlo con los ojos brillantes y los dedos abiertos sobre el asiento.
– ¿Y si nos lo saltamos?
– ¿Qué? -John agarró con fuerza el volante y la miró varias veces, intentando descifrar su expresión.
– El convite. Nos lo saltamos y nos vamos a casa.
– ¿Lo dices en serio?
– Sí. De todos modos, nadie va a hablar con nosotros. ¿Y cómo voy a mirar a la cara a todos mis parientes sabiendo lo que saben?
– No sabes lo que saben.
– Yo creo que sí. ¿Qué te apuestas a que la tía Agnes me da una tarjeta de agradecimiento para que se la dé a mamá?
Una vez más, a John le gustaría poder tranquilizarla, pero eso mismo había sucedido hacía dos años cuando, al parecer, Amanda no le había agradecido lo suficientemente a Fran algún otro «favor» que esta le había hecho.
– Hagámoslo -dijo, cada vez más animada-. Da la vuelta ahí. ¡Ahí! -dijo, apuntando con el dedo hacia la ventanilla-. Les mandaremos el regalo por correo.
John se sentía tentado por aquella propuesta. Hasta tal punto que le costó hacer que las palabras que siguieron le salieran de la boca:
– Tenemos que ir. Si no lo hacemos, eso le dará a tu madre más munición y pasará aún más tiempo antes de que os reconciliéis.
Cuando volvió a mirar a Amanda, esta tenía la mirada ferozmente clavada en el parabrisas.
– No quiero que nos reconciliemos -dijo.
– Ya, pero sabes que al final será así.
Amanda dejó caer la cabeza contra la ventanilla lateral.
– Cielo, si de verdad no quieres ir, nos marcharemos. Pero no es algo que puedas rectificar y creo que te arrepentirás de haberlo hecho.
Ella siguió apoyada en la ventanilla. Suspiró cansinamente.
– Bueno, vale. Iremos. Pero no pienso disculparme.
– Yo no he dicho que tuvieras que hacerlo.
– Vale.
Él la miró con la esperanza de que aquello no se convirtiera en una discusión. Ambos estaban al límite: el reencuentro de la noche anterior no se había parecido en nada a lo que esperaban y John tenía la sensación de que no estaba demasiado contenta en Los Angeles, aunque no le había dicho nada en concreto al respecto. En cuanto a él, cada vez estaba más amargado por haber perdido la historia de los primates en beneficio de Cat. Sus informes sobre la investigación que estaba llevando a cabo aparecían con regularidad en primera plana, mientras que el último encargo que le habían hecho a John de La guerrera urbana consistía en experimentar en sus propias carnes el nuevo intento del ayuntamiento de echar a los vagabundos, drogadictos y otros indeseables de sus lugares de reunión pulverizándolos con aceite de mofeta. Él no había puesto ninguna objeción a acompañar a la policía y a los empleados municipales mientras usaban dicha técnica, pero Elizabeth había decidido que eso sería aburrido y predecible. «No, sería mucho más eficaz si estuviera escrito desde el punto de vista de un vagabundo», había dicho. Así que John se había disfrazado y lo habían echado con aquella cosa apestosa de una puerta el día anterior. Tres botes de zumo de tomate después, el aroma aún persistía.