– ¡Amanda, querida! Cuánto me alegro de verte -le dijo el tío Ab, el orgulloso padre de la novia. Estaba claro que estaba desobedeciendo las órdenes, pero había bebido lo suficiente como para permanecer inmune a las miradas de reproche de su esposa y del resto de las mujeres de la familia. Fran estaba sentada muy tiesa en una mesa del otro lado de la sala, emanando una furia silenciosa bajo los destellos de una bola de discoteca. Tim jugueteaba con una varilla de cóctel con aspecto derrotado. El equipo de sonido cantó a voz en grito el tema We Are Family, de Sly & The Family Stone, mientras las personas lo suficientemente mayores como para conocerla bien se lanzaron a bailar con ebrio abandono. Los brazos flotaron en el aire, se quedaron allí un momento y luego volvieron a bajar cuando los dueños se dieron cuenta de que no tenían ni idea de qué hacer con ellos.
El tío Ab zigzagueaba un poco. Abrazó a Amanda y le plantó un húmedo beso en la mejilla. Mientras se limpiaba la cara con una servilleta de papel, él le estrechó la mano a John. Ab arrugó la nariz con repugnancia y giró hacia abajo las comisuras de los labios.
– ¿Qué es ese olor? -dijo, inclinando la cabeza de un lado a otro mientras olisqueaba los alrededores de John.
– Huele a mofeta.
– ¿A qué?
– A mofeta -dijo John con firmeza.
– ¿De dónde demonios lo has sacado?
– Ariel está maravillosa -dijo Amanda, dándole un trago a su bebida. Miró hacia la pista de baile por el rabillo del ojo.
– Ya puede -contestó el tío-. ¿Tienes idea de cuánto ha costado todo eso? Las uñas, el maquillaje, ¡la cera de las cejas! ¡La cera de las cejas! -dijo, moviendo un dedo para darle énfasis. Contuvo el aliento y asintió haciéndose cargo. Se inclinó hacia delante con aire conspirador con la papada apestando a colonia y la boca a Red Label -. ¿Sabes? Siempre he admirado eso de ti, Amanda. Nunca has necesitado hacer ninguna estupidez de ese tipo.
Amanda enarcó las cejas y rápidamente levantó una mano para ocultarlas.
«Menuda afirmación más repugnante», pensó John mientras miraba al viejo con sincero y verdadero odio.
Cuando llegaron a casa, Amanda tiró el bolso bordado sobre la mesa de la entrada y se fue corriendo al baño. Al cabo de un rato empezó a gemir.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó John. Tenía la cabeza metida en la nevera, buscando una cerveza.
– ¡Tiene razón!
John cerró la puerta del frigorífico.
– ¿Quién tiene razón? -Entró en el baño y se quedó detrás de ella. Amanda se inclinó hacia delante hasta que tuvo la cara a unos centímetros del cristal, al tiempo que se sujetaba el pelo hacia atrás con una mano y usaba la otra para señalar el entrecejo.
– Mira.
John se inclinó para ver más de cerca la zona.
– Ahí no hay nada.
– Hay pelos. Y el tío Ab los ha visto.
– Él no ha dicho eso.
– Lo ha dicho entre líneas. Ha sugerido que yo era peluda y desaliñada.
– De eso nada. Además, ¿desde cuándo aceptas consejos sobre moda de un hombre que usa Old Spice? -John le rodeó los hombros con los brazos-. Eres sexy. Y tus cejas también.
– Querrás decir mi ceja -dijo, retorciéndose para soltarse.
La siguió hasta la sala de estar, donde se dejó caer en el sofá.
– ¿Por qué dejas que esto te afecte? -dijo él-. Se trata del tío Ab, por el amor de Dios.
Amanda se inclinó hacia delante y se sujetó la cara con las manos.
– La semana pasada sucedió algo.
– ¿Qué? -preguntó John, sentándose a su lado, mientras intentaba contener la alarma.
Ella sacudió la cabeza.
– Amanda, ¿qué ha pasado?
Ella suspiró y cerró los ojos. Parecía que habían pasado años antes de que se decidiera a hablar.
– Los ejecutivos de la NBC nos llevaron al Ivy a comer. Está lleno de famosos. Hay paparazzi por todas partes.
John la miró, expectante.
– Y yo pedí quiche.
– No lo pillo -dijo John, tras un largo silencio.
– Las mujeres en Hollywood no piden quiche. Piden ensaladas sin aliñar, o platos de fresas.
– Sigo sin pillarlo.
– Al principio nadie dijo nada, pero fue como si alguien se hubiera tirado un pedo. El ambiente se enrareció mucho y finalmente el productor ejecutivo abrió la boca y me dijo que era refrescantemente diferente a las de Hollywood.
John hizo una pausa.
– Y lo eres. Eso está bien.
– No. Al parecer, no. Arqueó una de las cejas. Lo que en realidad quería decir era que no me parezco lo suficiente a las mujeres de Hollywood.
John no sabía qué decir. Ella empezó a llorar y él la atrajo hacia sí.
A la mañana siguiente, Amanda fue a su peluquería de siempre y volvió con una cabeza diferente. El estilista le cortó el pelo y se lo alisó antes de pasarla a la esteticista, que le depiló las cejas y la instruyó en la aplicación del maquillaje. Cuando Amanda volvió a casa tenía los ojos ahumados, los labios en forma de corazón y una piel perfecta. También llevaba bolsas brillantes de color rosa con letras doradas y resbaladizas asas de cuerda.
– Me ha dicho que siempre había querido alisarme el pelo -declaró Amanda tímidamente cuando John tuvo que mirarla de nuevo para cerciorarse de que era ella. La diferencia era increíble y sintió un inesperado ataque de placer, algo por lo que inmediatamente se sintió culpable, ya que era la novedad lo que le parecía excitante.
– Volverá a ser como antes, ¿no? -dijo, pasándole los dedos por el pelo. Tenía una textura completamente diferente, era como seda, o como agua.
Ella se rio.
– Sí. Cuando vuelva a lavarlo, por desgracia. John curioseó entre las capas de fino papel verde claro que sobresalían de las bolsas y descubrió misteriosos elixires en cajas selladas con pegatinas doradas.
– ¿Cuánto ha costado todo eso?
– Será mejor que no lo sepas -contestó ella. Le dirigió una mirada culpable, y añadió-: De todos modos, necesitaba cortarme el pelo y lo de las cejas cuesta quince pavos. Pero ahora que me las han hecho las puedo mantener yo. Y el maquillaje durará al menos un año.
– Ya -dijo John, admirando la destreza con la que había evitado confesar la cantidad total.
Ella se pasó la mano por el pelo.
– Ya que hoy tengo el pelo bonito y solo durará hasta la próxima ducha, ¿me invitas a cenar?
– Si lo hago, ¿después puedo portarme mal? -preguntó él.
– Por supuesto. Y prometo no hablar de procreación.
No se daba cuenta de que al mencionarlo en aquel momento estaba condenando a John a pensar en ello más tarde. Él ya había estado reflexionando sobre eso, y mucho además. Siempre había supuesto que acabarían teniendo hijos, pero dadas sus circunstancias actuales le costaba creer que ese fuera el momento apropiado.
Fueron a su restaurante de sushi favorito. Era carísimo, pero Amanda regresaba a Los Angeles a la mañana siguiente y era muy posible que no se volvieran a ver en otras tres semanas. Amanda se puso el vestido que se había comprado para la boda de Ariel con los zapatos nuevos. John tenía a la derecha la barra del bar, muy bien aprovisionada y retroiluminada con luces que cambiaban de color cada quince minutos.
– ¿Todo bien? -dijo Amanda-. Estás muy callado.
John se dio cuenta de que estaba removiendo el vaso de sake.
– Lo siento. Es que no soporto pensar que te tienes que volver a ir. Te echo de menos. -Hizo una pausa, levantó rápidamente la mirada antes de volver a bajarla y añadió-: Y odio mi trabajo.