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– Pero, cielo… -dijo ella con aspecto afligido.

– Es verdad. Antes me encantaba ser periodista. Tenía la sensación de que estaba haciendo algo diferente. La crónica de los primates era innovadora en muchos aspectos: lenguaje, comprensión, cultura. Evolución, una redefinición fundamental de la forma en que vemos a otros animales, extremistas en ambos lados, pero en medio personas razonables. Me sentía como si formara parte de un importante debate. -Dejó escapar un profundo suspiro-. ¿Sabes cuál es la siguiente misión de La guerrera urbana?

Ella negó con la cabeza.

– Estoy haciendo un artículo sobre madres amas de casa que además son prostitutas. Venden su cuerpo mientras sus hijos se echan la siesta.

Amanda se quedó boquiabierta.

– Sí -dijo John-. El miércoles tengo una cita con una. Se llama Candy, supuestamente. No me creyó cuando le dije que me llamaba John. Dijo que eso era lo que decían todos.

– Seguro que es cierto -dijo Amanda.

– De todos modos, me pidió que aparcara en la parte de atrás del edificio y que entrara por el patio trasero para que los vecinos no me vieran. Ah, y esto es lo mejor: vive a dos manzanas de la casa de mis padres. Se supone que tengo que mirar por la ventana para ver si el niño está aún despierto. Ve Barrio Sésamo y come algo antes de acostarse, así que si la trona está vacía me presento en la puerta de atrás y punto.

– Dios mío. Es como para llorar -dijo Amanda. Y por un instante parecía que lo iba a hacer-. ¿No sabe que eres periodista? -añadió finalmente.

– No, cree que soy un cliente.

– ¿Crees que querrá hablar contigo cuando se entere?

– Eso espero. Si no tendré que encontrar a otra y empezar de nuevo.

Amanda revolvió la sopa de miso, que se había disociado, y se quedó mirando el remolino de algas y tofu. Él le agarró la mano.

– Amanda, no me has contado gran cosa sobre Los Angeles, aparte de lo del capullo ese del Ivy. ¿Va todo bien? ¿Cómo marchan las cosas?

– Bah -dijo, encogiéndose de hombros-. El trabajo va bien. Si no tenemos en cuenta que los jefes siguen cambiando el guión, lo cual es un verdadero coñazo cuando intentas crear hilos conductores.

– ¿Has hecho amigos?

– A veces salgo con Sean. No te preocupes, es gay -añadió, cuando captó la mirada alarmada de John.

– Ah. Vale.

Buscó el bolso en el banco acolchado y se levantó.

– Discúlpame un minuto.

– Claro -dijo John. Mientras ella pasaba por detrás de él se bebió de un trago el diminuto vaso de sake, aunque lo que realmente le habría gustado tomarse era un Valium.

El casero de Amanda le había pedido que firmara un contrato de seis meses, así que, además de pagar el préstamo, se veían obligados a pagar un alquiler en Los Angeles durante al menos ese periodo de tiempo. Ya habían sobrevivido a base de noodles de ramen antes y podían volver a hacerlo. Solo quería tener la certeza de que aquel cambio la estaba haciendo realmente feliz y, hasta el momento, no parecía ser el caso.

– ¡Fíjateeee, mira quién está aquí! -chilló una voz familiar. John se volvió y se topó con Li, la camarera habitual, de pie al lado de la barra. Tenía el rostro radiante y los ojos y la boca abiertos en una sonrisa exagerada. John echó un vistazo alrededor y vio que Amanda estaba volviendo del baño.

Amanda se detuvo y miró hacia atrás a derecha e izquierda para ver si se refería a ella. Decidió que no, así que siguió andando.

– Qué buen aspecto tienes -dijo Li-. ¡No te había reconocido!

Amanda se dio cuenta de que Li sí estaba hablando con ella. Se paró en seco y se le congeló la cara en una mueca de horror. Al cabo de unos instantes, dijo:

– Gracias. -E, indiferente, se dirigió a la mesa. Cuando se sentó, se inclinó hacia John con los ojos brillantes de dolor-. Me gustaría pensar que lo ha dicho como un cumplido, pero no creo que la intención haya sido buena.

– No se ha expresado demasiado bien -dijo John-, pero estoy seguro de que…

– ¡Dios mío! -dijo Li, apareciendo súbitamente al lado de ellos-. ¡Aún no me lo creo! -Aplaudió con regocijo y se sentó en el banco al lado de Amanda-. ¡Esta noche tendrás que tener mucho cuidado, porque los hombres no le quitarán ojo a tu preciosa mujercita! -dijo, señalando con un dedo a John. Acto seguido, se giró hacia Amanda-. ¿Sabes? Tenemos un proverbio chino que dice que no hay mujer fea, sino mujer vaga. Y después de verte me lo creo a pies juntillas. ¡Mírate! ¡El maquillaje! ¡El pelo! Y tan arreglada.

John miraba consternado a su mujer y a Li, devanándose los sesos para intentar comprender por qué la camarera de su restaurante japonés favorito estaba citando proverbios chinos y cómo demonios se las iba a apañar para levantarle la moral a Amanda cuando todo aquello acabara.

– Me he cortado el pelo -dijo ella, mirando fijamente los palillos.

– ¡Y te lo has alisado! -Li extendió la mano y se lo acarició, dejándolo resbalar entre los dedos-. ¡Y te has maquillado! Ahora que él sabe cuál es tu verdadero aspecto, vas a tener que ir siempre así.

– ¡Li! -aulló el jefe tras la barra mientras iba hacia unos clientes que acababan de entrar.

– ¡Mira a Amanda! ¡Mira qué guapa está! ¿A que es increíble? -le gritó ella.

– ¡Li! -bramó el jefe.

– Tengo que irme. ¡Hasta luego! -Li se inclinó para abrazarla solo con un brazo y desapareció.

Amanda pasó un largo rato mirando hacia abajo.

– Vale -dijo finalmente-. Vale -repitió, asintiendo a toda velocidad. Cogió la servilleta de la mesa y se la alisó sobre el regazo, todo ello sin levantar la vista-. Está bien saberlo: no soy fea, solo vaga.

13

Celia llegó con una mochila y un petate.

– Santo Dios. Vaya cara -dijo, poniéndose delante de Isabel. Luego se volvió y tiró las bolsas al suelo. Se inclinó hacia delante y empezó a revolver dentro de ellas y a sacar zapatos, montones de ropa y bolsas de plástico llenas de artículos de higiene, que pronto acabaron esparcidos sobre la alfombra alrededor de ella. Los pantalones militares le dejaban al descubierto una parte de la espalda, mostrando un tatuaje de caracteres asiáticos que le recorría la columna y desaparecía bajo la camiseta.

– Creía que no querías hablar conmigo, como me echaron del hospital…

– No fui yo -dijo Isabel-. Creo que fue porque te habían arrestado. -Observó a Celia detenidamente, sintiendo la persistente semilla de la duda. ¿Habría invitado a su casa a un miembro de la LLT?

– No me arrestaron, me retuvieron. Además, ¿de qué coño va eso? A mí también me podían haber matado.

No es que nadie haya muerto, pero ya sabes a qué me refiero. Yo estaba allí unos minutos antes de que sucediera. Pues no, al parecer mi delito es ser vegetariana y voluntaria en un refugio de animales. ¡Por favor, si han detenido a personas solo por pertenecer a la Protectora de Animales! Por cierto, tú también eres vegetariana. ¿Por qué no te han detenido? -Fue hacia el acuario y se quedó mirándolo. Arrugó la nariz y retrocedió -. Puaj. ¿Qué ha pasado aquí?

– No preguntes.

Celia fue a la cocina y volvió con una cuchara, que usó para retirar el cadáver de Stuart. La cubrió con una mano y le pidió a Isabel que no mirara mientras pasaba por delante de ella de camino al baño. Instantes después, se oyó el ruido de la cisterna.

A Isabel le dieron ganas de reír. Celia era tan transparente que no parecía capaz de ocultar ni un instinto asesino, ni ninguna otra cosa.

Cuando se percató de que el contenido de las bolsas de Celia continuaba esparcido por el suelo, Isabel se dio cuenta de que estaba invadiendo la sala de estar. Daba por hecho que Celia tenía un apartamento o una habitación en algún lado, pero ella no daba muchos detalles e Isabel no quería presionarla, porque, a medida que pasaban los días, había llegado a la conclusión de que quería que Celia se quedara. De hecho, le estaba tan agradecida por la compañía que no le importaban todas esas cosas que hacía y que, en circunstancias normales, la habrían sacado de sus casillas, como dejar las toallas mojadas tiradas por el suelo o apretar el tubo de la pasta de dientes por el medio. Isabel hasta había pillado a Celia usando su desodorante. Había estado a punto de llamarle la atención, pero entonces se dio cuenta de que había aparecido un segundo cepillo de dientes en la taza que había al lado del lavabo y había decidido que, mientras su cepillo de dientes estuviera a salvo, podía soportar compartir el desodorante.