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El día después de que Celia se mudara, Isabel llamó a Thomas Bradshaw y le pidió que le dijera dónde estaban los primates.

Él insistió en que no lo sabía y, aún más, tampoco quería saberlo. Tenía una familia que debía proteger, una vida que reconstruir. Él y su familia estaban fuera el fin de semana que la LLT había roto las ventanas de su casa y las tuberías del salón y la cocina. ¿Sabía Isabel que él, su mujer y sus tres hijos se habían encontrado con casi quince centímetros de agua al volver a casa y que habían tenido que levantar no solo los suelos sino también las paredes de mampostería de arriba abajo? ¿Que los daños ascendían a cientos de miles de dólares? No conocía el paradero de los bonobos ni de su benefactor privado y le sugirió a Isabel que, si sabía lo que le convenía, no intentara averiguar nada.

Isabel se pasó los siguientes días poniéndose en contacto con los principales zoológicos y refugios de primates, pero en ninguno habían adoptado a ningún bonobo. Llamó a los sitios en los que anunciaban «animales actores» haciéndose pasar por un cliente. Le ofrecieron los servicios de macacos, de mandriles y de un chimpancé de dos años, aunque ella insistió en que necesitaba varios primates maduros para su campaña de publicidad. El agente le dijo que tal vez pudiera conseguir algunos chimpancés más, aunque serían todos jóvenes, y se lamentó de la trágica pérdida de los dos últimos orangutanes de la industria del cine hacía poco más de dos años. Isabel sabía que estos habían sido trasladados a la Fundación de Grandes Primates de Des Moines para que vivieran en un vanguardista complejo con otros orangutanes, pero el agente hablaba como si les hubiera pasado algo terrible.

Se metió en páginas de Internet llenas de mensajes que dejaban personas dispuestas a pagar decenas de miles de dólares por un bebé de chimpancé. Había aún más anuncios de gente que los vendía, todos ellos en la pubertad, lo que significaba que estaban empezando a imponerse y que sus dueños intentaban librarse de ellos antes de que los mataran. «Por favor, adopta a mi bebé» era el texto típico de los anuncios y alegaban problemas de salud como razón por la que «el bebé» se tenía que ir, cuando lo más probable era que el chimpancé hubiera empezado a derribar neveras, romper estanterías empotradas y dar mordiscos. Pero no había ni rastro de nadie que buscara varios grandes primates, y menos aún adultos.

Llamó a todos los centros de biomedicina en los que utilizaban monos y en todos ellos se negaron a darle ningún tipo de información. Entonces llamó a un abogado al que le costó siete horas y media de tiempo facturable llegar a la conclusión de que Isabel no disponía de bases legales sobre las que indagar el paradero de los bonobos, porque eran propiedad privada. Hasta se rascó los bolsillos para pagar los honorarios de un investigador privado, que cobró el cheque y nunca más volvió a llamar.

Llamó al FBI y un agente cada vez más exasperado le habló de los servidores proxy anónimos y de por qué era posible colgar algo en Internet sin que hubiera forma de seguirle la pista. Ella no lo creyó. Si eran capaces de hacerlo con la tinta o la letra de una carta de una máquina de escribir en concreto, ¿cómo no iban a poder seguir un rastro electrónico?

Celia permaneció en segundo plano, escuchando aquella última llamada con interés.

– Tengo unos amigos que podrían ayudarnos -dijo cuando Isabel colgó.

Isabel le dirigió una mirada de indignación.

– ¿Qué? -dijo Celia.

– Si ni el FBI puede hacer nada, ¿qué te hace pensar que tus amigos podrán?

– Se pasan todo el día entrando en las redes informáticas de las empresas. Una vez hasta entraron en un banco.

– ¡Dios mío! ¿Con qué tipo de personas te relacionas?

– No crean virus, ni nada -dijo Celia un tanto indignada.

Intercambiaron una mirada y, finalmente, Isabel levantó las manos claudicando y apartó la vista.

– Venga, vale. Pídeles ayuda.

Joel era un chico desgarbado de nariz larga y con una piel pálida que debería estar llena de pecas, pero no lo estaba. Jawad era pequeño, tenía el pelo negro con unos rizos muy cerrados y los ojos del color de las almendras tostadas. Eran estudiantes de Informática y se consideraban «piratas informáticos de fin de semana».

Se plantaron en el sofá de Isabel con los portátiles y empezaron a teclear a todo trapo. Además, se mensajeaban simultáneamente, porque de vez en cuando resoplaban y se propinaban puñetazos en las costillas sin razón aparente. Celia se hartó, colgó la cabeza por la ventana y encendió un cigarro.

– Ni se te ocurra -dijo bruscamente, al sentir la mirada de Isabel clavada en la espalda-. Con una madre me basta.

Isabel suspiró y se dio la vuelta. Si había alguien sobre la faz de la tierra consciente de que con una madre bastaba, esa era ella. Optó por ponerse a pasear, nerviosa. Cogió una por una todas las fotos de los bonobos. Observó sus caras, sus manos y la forma de sus orejas, recordando detalles característicos para mantenerlos frescos en la memoria. Tomó una foto de Bonzi y la miró a los ojos.

«Os encontraré. Lo prometo».

De lo que no tenía ni idea era de adónde se los iba a llevar, pero ya se preocuparía de eso más tarde.

Dejó la fotografía en su sitio y las alineó todas de manera que los marcos estuvieran en el mismo ángulo en relación al borde de la mesa. Empezó a pasear por la sala balanceando las manos adelante y atrás y dejándolas entrechocar delante de ella, hasta que Joel levantó la vista con aire molesto. Entonces desapareció en la cocina y se puso a fregar el cajón de las verduras de la nevera. Hizo una infusión y, cuando dejó las tazas sobre la mesita de centro, intentó echar un vistazo furtivo a los portátiles de Joel y Jawad para ver qué estaban haciendo, pero ellos se encorvaron hacia delante para protegerlos, inclinando los monitores hacia abajo.

– Estos tíos son gilipollas -dijo Joel media hora después de que hubiera terminado toda conversación anterior.

– Creo que eso ya lo sabemos -dijo Celia. Ella e Isabel estaban tumbadas boca arriba sobre el suelo de la sala con un cuenco de nachos de maíz azul entre las dos-. Volaron el laboratorio por los aires.

– No, me refiero a gilipollas de verdad. Había una familia que criaba conejillos de indias. Tenían un montón de conejillos. Bueno, el caso es que la LLT la tomó con esta familia porque pensaban que algunas de las cobayas iban a parar a laboratorios biomédicos.

– ¿Y era verdad? -preguntó Celia. Se metió un nacho en la boca, lo hizo crujir y se chupó la sal de los dedos.

– No lo sé. Puede ser, pero ese no es el tema. El tema es que estuvieron atemorizando a la familia durante años. Cuando la abuela murió, la LLT desenterró el cadáver y lo retuvo como rehén durante tres meses hasta que la familia accedió a dejar de criar conejillos de indias.

– ¿Robaron un cadáver? -preguntó Isabel con la boca llena de nachos.

– Y se lo quedaron tres meses -repitió Joel -. La familia dejó lo de las cobayas y a la abuela la dejaron tirada en el bosque y pudieron recuperarla. Os podéis imaginar el estado en el que estaba.