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Celia e Isabel se miraron y dejaron de masticar a la vez.

– Escuchad esto -dijo Jawad -. Hace cinco meses, algunos de sus miembros entraron en un refugio de animales, los robaron todos, los mataron y los tiraron en un cubo de basura en la parte de atrás de un supermercado. Diecisiete perros y treinta y dos gatos.

– ¿Y esa gente se considera defensora de los animales? -preguntó Isabel.

– ¿De qué te sorprendes? Pusieron una bomba a los bonobos -dijo Celia-. Y a ti. -Al parecer, ya se había recuperado de la imagen del cadáver, porque se chupó el dedo y lo pasó por el fondo del cuenco vacío.

– Según el supuesto portavoz, era más humanitario para los animales estar muertos que en un refugio -dijo Jawad.

– ¿Cómo que supuesto?

– Esos tíos están organizados en células, por lo que ninguno de los grupos en realidad nunca sabe lo que va a hacer el resto. Es una forma de protegerse. Por eso se les ha acusado de responsabilizarse de cosas que no han hecho. Como a Hamas.

– ¿Qué hay de la transmisión por la Red? -dijo Isabel cansinamente-. ¿Habéis encontrado algo?

– No -dijo Jawad-, ni creo que lo vaya a hacer. He estado rastreando las direcciones IP de todos los duplicados, pero ni siquiera creo que el original siga existiendo y las copias han estado rebotando en servidores proxy de Uzbequistán, Serbia, Irlanda y Venezuela, todas vía Nigeria. No hay quien encuentre rastro electrónico de ellos.

Isabel pensó en la última frase pronunciada por el agente frustrado del FBI: «Si fuera tan fácil, ya habríamos cogido a Bin Laden».

– Disculpadme -dijo, poniéndose en pie. Por el rabillo del ojo vio cómo Celia se limpiaba los dedos en la alfombra.

Se fue a la habitación dejando a los estudiantes solos en la sala de estar y se tiró de bruces sobre la cama.

Seis grandes primates no podían desaparecer del mapa así como así. Eran capaces de obstruir los cerrojos con paja, de desmantelar los conductos de la calefacción, de quitar los tornillos de las puertas, de cargarse las paredes y de quitar los marcos de las ventanas, lo que significaba que, estuvieran donde estuvieran, era un sitio que estaba preparado para recibirlos. Y dado que no se trataba ni de un zoo ni de un refugio, tendría que ser un laboratorio biomédico.

Sintió una súbita punzada al darse cuenta de que Peter no había vuelto a aparecer desde que lo había echado. Era verdad que había apagado el móvil y desenchufado el teléfono fijo de la pared, pero si la quisiera, ¿no se habría pasado por allí?

Cuando finalmente volvió a la sala de estar, los estudiantes estaban sentados con las piernas cruzadas alrededor de la mesa de centro con una botella de tequila, unas rodajas de lima y un salero. Jawad levantó la vista. Ya se había puesto sal en la hendidura entre el índice y el pulgar y tenía una rodaja de lima preparada. Le ofreció el chupito lleno.

– No puedo -dijo, mirándolo fijamente. Sus dedos se movieron queriendo cogerlo-. No puedo -repitió con mayor convicción.

Jawad enarcó las cejas, inquisitivo. Luego se encogió de hombros, lamió la sal de la mano, se bebió el tequila de un trago y se metió la rodaja de lima entre los dientes.

Isabel volvió a la habitación y se puso a ver una serie de humor en la tele.

* * *

Una semana después, Celia llevó en coche a Isabel a la última de las cirugías, que era la más desagradable de todas: ponerse los implantes de los cinco dientes que le faltaban.

Aquella vez agradeció que la enfermera la llevara en silla de ruedas hasta la acera, porque le habían administrado una fuerte anestesia durante la operación y aún no estaba del todo despierta. Sentía las extremidades y la cabeza como sacos de cemento.

– ¿Estás bien? -dijo Celia, poniéndose a horcajadas sobre las piernas de Isabel para abrocharle el cinturón de seguridad.

Isabel asintió con los ojos cerrados mientras mordía obedientemente unos rollos de gasa.

Al cabo de unas cuantas horas, cuando la sedación y la anestesia desaparecieron, Isabel se quedó en la cama en un estado miserable. Estaba allí tirada, medio dormida y con la cabeza emparedada entre dos almohadas mientras se ponía bolsas de verduras congeladas -que Celia reemplazaba en cuanto empezaban a descongelarse- sobre la mandíbula.

La joven tenía una extraña pero agradable forma de tratar a los pacientes. Se tiraba sobre el edredón nórdico al lado de Isabel, se apropiaba de la mitad de las almohadas y empezaba a hacer zapping hasta que encontraba series cómicas para hacer olvidar a la enferma el dolor. Compraba gelatina y Gatorade y, aunque sus conocimientos culinarios no iban mucho más allá -hasta la gelatina venía ya preparada-, Isabel le estaba casi patéticamente agradecida. Recordó las infecciones de oído que tenía de niña, cuando su madre se mostraba inusitadamente solícita durante la primera parte del día y le dejaba ver la tele en la cama y le llevaba muñequitas de papel y zumo; luego cada vez estaba más ausente, a medida que el vino empezaba a hacer efecto. A mitad de la tarde, Isabel quedaba abandonada a su suerte.

La primera vez que Isabel se aventuró a salir de la habitación y vio que Celia se había llevado las plantas muertas y había comprado violetas africanas en el supermercado, se le saltaron las lágrimas. Aún tenían las pegatinas blancas con los códigos de barras descuidadamente pegados sobre el plástico de color terracota.

– ¿Qué pasa? -dijo Celia con aspecto un poco alarmado al ver a Isabel con una mano sobre la boca, llorando-. No es nada. Estaban al lado de la caja registradora.

– Es mucho -dijo Isabel-. Gracias. -E inmediatamente les quitó las pegatinas a los tiestos y las enrolló en forma de cilindro.

– Eres una auténtica friki -dijo Celia riéndose.

– Y tú una auténtica… lo contrario -respondió Isabel, también riéndose.

Aquella tarde, Celia convenció a Isabel de que volviera a conectar el móvil. A los pocos minutos, se puso a sonar. Celia saltó de la cama para cogerlo, e Isabel le quitó el volumen a la televisión para poder oír.

– Eh, ¿qué tal? -dijo alegremente-. Soy Celia -añadió tras una pausa-. C-E-L-I-A -deletreó tras otro silencio. Su voz adquirió un tono diferente-: ¿Qué quieres decir? Estoy ayudando un poco a Isabel. Ayudándola, cuidándola. ¿Qué? ¿A qué te refieres? No, no le he dicho nada. ¿Por qué iba a hacerlo? -Celia subió el tono de voz considerablemente-: Dios mío. Eres una rata inmunda. Ahora lo entiendo. Ya lo entiendo todo. -A partir de ahí empezó a gritar-: ¿Qué te hace pensar que puedes decirme lo que tengo que hacer? Haré lo que me dé la gana. ¿Intentas amenazarme? ¿En serio? ¿Qué vas a hacer? ¿Echarme del laboratorio? No, creo que voy a ser yo la que hable antes con ella.

Clic.

Celia volvió al dormitorio y se tiró en la cama. Ella e Isabel se quedaron tumbadas una al lado de la otra, viendo la televisión sin volumen.

– Bueno -dijo finalmente Celia-. Parece que me acosté con tu novio el día de Fin de Año.

– Prometido -dijo Isabel. Fue la única palabra que consiguió hacer pasar por el doloroso nudo que le había salido en la parte de atrás de la garganta.

En la televisión, un pésimo actor balanceaba con fuerza los brazos antes de caer de espaldas en un sofá.

– Lo siento -dijo Celia-. No tenía ni idea de que estuvierais juntos.

Isabel se tapó los ojos con las manos.

– ¿Me odias? -le preguntó Celia.

Isabel negó con la cabeza, incapaz de hablar.

– ¿Quieres que te deje sola? -dijo.

Isabel asintió, sin dejar de taparse los ojos. Cuando oyó que la puerta de la habitación se cerraba, se giró, apoyó la cara contra una almohada, se llevó las rodillas al pecho y lloró en silencio, ahogando los sollozos hasta mucho después de que los rayos del sol hubieran desaparecido.

* * *