Al día siguiente, una caja enorme de tulipanes recién cortados apareció en el pasillo. Poco después sonó el teléfono.
– Sí, sigo aquí -dijo Celia con indiferencia, sujetando el teléfono con una mano y utilizando la otra para agarrarse el codo -. No, las he tirado a la basura. Sí, estoy segura de que eran carísimas, pero aun así sigo pensando que no creo que ella quiera un montón de decadentes bulbos procedentes de ti. No creo que eso vaya a suceder en un futuro próximo. -Y colgó-. Tengo razón, ¿no? -dijo, volviéndose hacia Isabel-. No quieres verlo, ¿verdad?
Isabel se lo pensó unos instantes mientras se mordía el labio inferior, peligrosamente cercana a las lágrimas. Miró a su alrededor el montón de cajas de tulipanes que, a pesar de las protestas de Celia, se habían salvado del cubo de la basura.
– Aún no. La verdad es que no creo que sea capaz.
Dos días después, finalmente apareció en persona. Isabel estaba entrando en la cocina con lentitud cuando empezaron a golpear la puerta de forma insistente. Celia miró rápidamente a Isabel, que se metió en la esquina que había junto a la puerta. Celia abrió la puerta, pero dejó la cadena puesta.
– Quiero ver a Isabel -exigió él.
– No está disponible -dijo Celia.
– Sé que está aquí. El coche está en el aparcamiento. Quiero verla.
– No creo que ella te quiera ver a ti.
– ¿Qué le has contado, putita? -Su voz se había vuelto fiera.
Celia dejó escapar un pequeño ladrido a modo de risa.
– ¿Putita? Qué ingenioso. Esperaba algo más, viniendo de alguien del mundo de la lingüística. De todos modos, ya le he dicho que nos acostamos juntos.
– Estaba borracho. Tú estabas disponible. No significó nada.
– Eso puedes jurarlo.
– ¡Isabel! -bramó.
Isabel, oculta junto a la pared que estaba al otro lado de la puerta, se encogió.
– ¡Isabel! ¡Necesito hablar contigo! ¡Isabel! -Voy a cerrar la puerta ahora mismo -dijo Celia tranquilamente-. Luego suspiró y sacudió la cabeza-. Qué gracia, lo de poner el pie en la puerta no parece servir de nada contra la cadena.
Isabel bajó la vista hacia la punta marrón del zapato, la única parte de Peter que era visible desde su parapeto. Casi esperaba que metiera el brazo por el hueco y agarrase a Celia. Al cabo de un par de segundos, el zapato desapareció y Celia cerró la puerta.
– Menudo gilipollas -dijo, echando el pestillo-. ¿Un trago?
– No -dijo Isabel.
– Pues yo me voy a tomar uno -dijo, desapareciendo en la cocina. Isabel se sentía utilizada, traicionada y estúpida. Ahora se daba cuenta de que todo había sucedido demasiado rápido. La atracción animal, la embriagadora mezcla de endorfinas y feromonas que hacían papilla cualquier tipo de lógica… Todo ello le había hecho sentirse protegida, le había hecho pensar que nunca más tendría que volver a enfrentarse a nada sola. Se había entregado a él demasiado pronto, demasiado abiertamente, y, a cambio, él había hecho pedazos su mundo. Aunque no le había contado toda su vida, sabía lo suficiente como para darse cuenta de que traicionarla a nivel personal era mucho más que eso. Estaba traicionando su confianza en el mundo en general, minando su fe en todas las personas. Sabía que creía que podría volver a entrar en su corazón y a meterse en su cama -tenía una gran confianza en sus habilidades en todos los aspectos, y esa confianza formaba parte de su encanto-, pero esta vez estaba equivocado.
El día que a Isabel le pusieron la prótesis dentosoportada -unos dientes postizos que iban pegados a un retenedor, porque las clavijas de titanio tenían que cicatrizar durante varios meses antes de que le pudieran implantar los nuevos dientes-, al llegar a casa descubrió que la nevera estaba virtualmente vacía. El apartamento también, ya que Celia había vuelto a irse.
Durante su estancia, los detalles de la vida de Celia se habían aclarado un poco. Celia, Joel, Jawad y otros tres estudiantes tenían alquilada una casa destartalada cerca de la universidad. Cuando se descubrió que Celia se acostaba con tres de ellos (con Joel, con Jawad y con una chica sin nombre), se había producido una breve lucha de poderes, durante la que Celia anunció que si no podían asumirlo pasaría de todos y se iría una temporada a dormir por ahí en algún sofá. El ultimátum de Celia había dado lugar a una perfecta simbiosis. Desde entonces, los compañeros de casa habían hecho las paces y Celia había vuelto. Isabel no le había pedido detalles. Aquel no era más de otro de los misterios de Celia, que a veces parecía más un bonobo que un humano. Isabel la echaba de menos, así que se tomó la ausencia de cualquier cosa comestible, salvo lima en conserva, melocotones en almíbar y noodles de ramen, como excusa para invitar a Celia, a Joel y a Jawad a cenar.
Fueron a un pequeño restaurante vegano llamado Rosa's Kitchen. Isabel estaba poniendo a prueba el retenedor, aunque el dentista le había advertido que tardaría unos cuantos días en acostumbrarse a él y hablar con claridad. Los estudiantes conspiraban para hacerle decir cosas con la letra ese y luego se reían a carcajadas del consiguiente ceceo.
Isabel iba aproximadamente por la mitad del curry verde con berenjena, cuando vio a una persona en una mesa situada en una esquina oscura del restaurante. Lo reconoció al momento: era el mayor de los manifestantes, al que Celia llamaba Larry-Harry-Gary. Estaba sentado con dos hombres más y tenía los codos apoyados sobre la mesa, la chaqueta del traje negro azulado colgada en la silla y la corbata floja. Estaba enfrascado en la conversación, ajeno a la presencia de Isabel.
A esta se le borró la sonrisa de la cara y su mirada se endureció.
– Peddonad -dijo, inclinándose para escupir la prótesis en la mano.
Isabel se levantó, empujando la silla hacia atrás con un chirrido. Caminó hacia la mesa y se quedó de pie delante de ella.
Larry-Harry-Gary dejó de reírse y levantó la vista.
– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó con los restos de una sonrisa en las comisuras de los labios.
– ¿Es feliz? -preguntó Isabel, entornando los ojos. Él sacudió la cabeza, confundido.
– ¿Perdón?
Ella se inclinó hacia delante y se lo repitió gritando:
– ¿Es feliz? -Un trozo perdido de arroz basmati salió disparado de su boca.
Él se recostó en la silla, alarmado.
– ¿De qué está hablando?
Observó cómo la miraba fijamente, hasta que le notó en la cara que empezaba a caer en la cuenta. Aunque había estado agitando carteles delante de sus narices cada vez que entraba conduciendo en el aparcamiento durante al menos un año, no la había reconocido.
– ¡Dios mío! -exclamó en voz baja.
– Mi Dios está bien -dijo ella, bajando el tono para igualarlo al suyo mientras asentía con rapidez.
– ¿Está usted bien?
– ¿Usted qué cree? -preguntó, señalándose la cara y la cabeza, levantando la voz al nivel de una sirena. Se volvió para dirigirse al resto de los asombrados comensales, algunos de los cuales tenían el tenedor suspendido en el aire, delante de la boca abierta-. ¡Están cenando con un terrorista, por si les interesa saberlo!
– Isabel -dijo Celia, y a continuación se levantó tras ella y le puso una mano en el brazo-, no creo que…
Isabel la apartó y se volvió de nuevo hacia Larry-Harry-Gary.
– ¡Enhorabuena! ¡Han «liberado» a los primates! Qué inmenso favor les han hecho. Están muchísimo mejor en un laboratorio biomédico. ¡Qué buen trabajo ha hecho su gente!
Un puñado de camareros se habían arracimado. El gerente se abrió paso a codazos entre ellos.
– Lo siento, señora, pero voy a tener que pedirle que baje la voz.
– Yo no he tenido nada que ver con eso -aseguró Larry-Harry-Gary-. Le juro por mi madre, que está muerta, que no he tenido nada que ver. Ni yo, ni ninguno de nosotros.