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Cuando John le contó a Amanda lo que había hecho, se produjo un silencio tan largo que se preguntó si se habría cortado la línea. Lo que se oyó a continuación fue: «Dios mío, ¿que has hecho qué?». Solo entonces se dio cuenta realmente de las consecuencias de su decisión. Había mandado al traste su única fuente de ingresos. Lamentarse era inúticlass="underline" el hecho de haber salido del Inky escoltado por guardias de seguridad descartaba casi con absoluta certeza cualquier posibilidad de volver sigilosamente con el rabo entre las piernas para rogar que aceptaran su reincorporación.

Empezó a farfullar, intentando convencer a Amanda -y convencerse a sí mismo- de que todo iría bien. Pondría inmediatamente la casa a la venta y se iría a Los Angeles. Su finiquito equivalía solo a un mes de salario, pero si se apretaban el cinturón podrían sobrevivir hasta que encontrara otro trabajo, algo que haría inmediatamente aunque fuera preparando hamburguesas. Tendrían que echar mano de los ahorros, pero no durante mucho tiempo, y acabarían saliendo adelante. Siempre lo habían hecho, hasta en los años de escasez de su época de estudiantes.

Después de colgar, John se abrazó las rodillas y empezó a balancearse.

Durante los días siguientes la situación mejoró, o al menos eso le pareció a John. Amanda parecía más alegre por teléfono, aunque al final se dio cuenta de que todo era puro teatro. Le contaba anécdotas divertidas del estudio (¡ja, ja, ja!), aunque pensándolo bien, no tenían ni pizca de gracia. Al parecer, ahora les pedían a los actores que fueran de aquí para allá a todas horas con botellas de Vitamin Water sin etiquetas, porque los estudios habían demostrado que la nueva tendencia de la audiencia consistía en grabar las series para verlas más tarde y así poder saltarse los anuncios, de modo que habían encontrado nuevas formas de integrar la publicidad dentro de las propias series. Cuando finalmente John se dio cuenta de lo indignante que aquello le parecía a Amanda, deseó que se lo tragara la tierra. Solo llevaban separados unas cuantas semanas y ya tenía problemas para entenderla.

Cuando John comenzó a embalar, encontró el manuscrito corregido de Receta del desastre en el armario del cuarto de invitados. Fran lo había ordenado, había colocado todas las cartas de rechazo encima del todo y había sujetado el montón con dos gomas, una en horizontal y otra en vertical. La carta de rechazo que tenía el enorme «no» garabateado en rojo estaba la primera: aquello era lo que quería que viera su hija la próxima vez que abriera el armario de la habitación de invitados.

John se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, quitó las gomas y empezó a leer.

Una hora después seguía en la misma postura, y pasaron más de dos horas hasta que leyó la última página. Era bueno, realmente bueno. Y con eso se refería a que había hecho saltar las cosas por los aires, o al menos les había prendido fuego. Había incorporado una serie de aspectos de su vida real, como su amor por la cocina y un gato. Por extraño que resultara, no había sentido la necesidad de vengarse de ciertos miembros de su familia incluyéndolos como personajes de su novela. John no estaba seguro de que él pudiera haber resistido la tentación, dada la riqueza y la abundancia del material disponible; pero aun así se sintió aliviado. Puede ser que se hubiera sentido tentada a hacerlo, ya que se había librado de la madre antes de empezar la historia, y luego del padre al cabo de un par de páginas.

John cogió el montón de negativas y las hojeó, maravillado por la cantidad de formas diferentes que la gente encontraba para decir que no. No, no podían molestarse en echarle un vistazo, ni siquiera a las primeras páginas. No, no estaban interesados. No, no aceptaban nuevos clientes sin referencias.

No, no, no, no, no.

John tiró las cartas al suelo. No las contó, pero no tenía ninguna razón para no creer a Amanda cuando decía que eran ciento veintinueve. El montón era casi la mitad de gordo que el propio manuscrito. No le extrañaba que aquello la hubiera postrado en la cama.

15

Isabel se encontraba en una calle residencial de Alamogordo (Nuevo México) detrás de una furgoneta, con una mujer que se hacía llamar Rose. Esta era técnica de laboratorio de la Fundación Corston, un centro de investigación de primates, aunque, en realidad, colaboraba de forma encubierta con una asociación de defensa de los derechos de los animales. Se habían detenido nada más pasar el aparcamiento escasamente iluminado del centro. La Fundación Corston acababa de adquirir seis nuevos chimpancés. Mucha gente, incluidos algunos de los científicos que se dedicaban a la investigación, tenía problemas para distinguir a los bonobos de los chimpancés. Aquello a Isabel le daba esperanzas y la desesperaba a partes iguales, ya que la Fundación Corston era tristemente conocida por saltarse a la torera las normas USDA y NIH de cuidado de los primates. Solo en el último año les habían llamado ocho veces la atención por incumplir el tamaño mínimo de las jaulas y no administrarles los cuidados básicos a los simios, y hacía dos años los habían multado por dejar a tres chimpancés ancianos al aire libre, en jaulas sin ventilación bajo el sol del verano, con el predecible resultado de muerte por golpe de calor. Como eran unos chimpancés que pertenecían al Ejército del Aire, que se había deshecho de ellos, sus muertes causaron un pequeño revuelo entre los medios de comunicación y cierta indignación pública. Buddy, Ivan y Donald habían sido famosos en su época. Eran personajes mimados por los medios de comunicación cuyas enormes sonrisas -mientras los sacaban de las cápsulas espaciales tras caer en el mar- salían en las portadas de las revistas de todo el país. Lo que el público estadounidense no sabía es que las sonrisas eran en realidad muecas de terror. Tampoco sabían que Buddy, Ivan y Donald habían sido «capturados en libertad», lo que quería decir que los habían arrancado del cuerpo de sus madres asesinadas o que habían pasado los primeros cinco años de su vida en cautividad en enormes centrifugadoras y en cámaras de descompresión diseñadas para comprobar los efectos de los rigores de los viajes espaciales en el cuerpo humano. Tampoco sabían que los chimpancés eran utilizados como muñecos para pruebas de choques y lanzados repetidas veces contra paredes a grandes velocidades para diseñar cinturones de seguridad que sujetaran eficazmente a los astronautas cuando volvían a entrar en la atmósfera.

De hecho, hasta que los dejaron morir bajo el sol, la gente no sabía que mientras felicitaban a los astronautas humanos con desfiles triunfales y confeti, como si fueran héroes, el Ejército del Aire decidía que Buddy, Ivan y Donald ya no eran útiles y se los vendía a la Fundación Corston, donde los rebautizaron como 17.489, 17.490 y 17.491, respectivamente, los infectaron de hepatitis, los metieron en jaulas individuales y los sometieron a biopsias de hígado periódicas. Ferdinand Corston probablemente suspirara aliviado cuando la aparición de un rumor sobre las infidelidades maritales de un importante famoso hizo que su propio escándalo dejara de estar en el punto de mira de los medios de comunicación. La Fundación Corston era el último sitio adonde Isabel habría querido que los bonobos hubieran ido a parar. Aunque, por otra parte, saber dónde estaban era el primer paso para rescatarlos.

Isabel se quedó con Rose en la parte de atrás de la furgoneta. El enorme y amenazador edificio de hormigón estaba rodeado de gravilla, rejas y alambre de espino. Intentó imaginarse a los más de cuatrocientos chimpancés que estaban encerrados dentro.

– No sé cómo lo soportas -dijo.

– No me queda más remedio -respondió Rose, dejando caer un par de botas de goma que acababa de sacar del maletero a los pies de Isabel antes de extender un mono, unos guantes de goma y una mascarilla de cirujano que cubría toda la cara-. Si no tenemos a nadie dentro, no sabemos lo que sucede. No les gusta demasiado dar explicaciones sobre lo que hacen ahí.