– Lo sé -dijo Isabel, recordando sus recientes intentos de conseguir información. Le echó un vistazo al traje de protección de materiales peligrosos-. ¿De verdad esto es necesario?
– Sí. Escupen y lanzan excrementos. Muchos de ellos han sido infectados con enfermedades que se pueden transmitir a los humanos, como la malaria, la hepatitis o el VIH. Así que póntelo.
Isabel observó el edificio achaparrado con renovado horror. El comportamiento que Rose describía era típico de los primates que habían sufrido traumas psicológicos severos.
Rose la miró como si estuviera sopesando algo. Finalmente, se decidió a hablar:
– La semana pasada infectaron a tres chimpancés bebés de leucemia envenenando sus biberones. Otros son expuestos a los efectos de abonos, de productos químicos de limpieza, de cosméticos o de cualquier otra cosa que se te ocurra. Algunos son adictos a ciertas drogas y a otros los encierran en habitaciones sin ventilación llenas de humo como si fueran fumadores pasivos. A uno de los chimpancés le quitaron los dientes para probar técnicas de implantes dentales con él.
Isabel se llevó la mano a la mandíbula, aún sensible.
Si Rose se dio cuenta, no dijo nada: estaba ocupada poniéndose el traje de protección. Isabel hizo lo propio en medio de un compasivo silencio.
Tanto Isabel como Rose cogieron las linternas y se dirigieron a la entrada. Un largo pasillo de hormigón se extendía ante ellas, una extensión sin ventanas llena de jaulas que colgaban del techo. Las jaulas eran del tamaño de pequeños ascensores y en cada una había un solo chimpancé agachado o dormido sobre el suelo de rejilla metálica. No había mantas ni juguetes. No había nada, salvo cuencos de acero inoxidable que se rellenaban automáticamente. Las jaulas estaban suspendidas a unos sesenta centímetros del suelo, que estaba en cuesta hacia un canal que discurría pegado a la pared. Isabel supuso que era para las tareas de limpieza, para lo que utilizarían una manguera de gran potencia, aunque ahora, varias horas después de que el último humano se hubiera marchado, las heces y la orina se amontonaban bajo las jaulas. El hedor era casi insoportable.
La mayoría de los chimpancés estaban en silencio, acurrucados en las esquinas de las inhóspitas jaulas. Unos cuantos de ellos corrieron hacia la parte delantera y se dejaron ver mientras sacudían la reja con pies y manos y les lanzaban a Isabel y a Rose agua, orina, escupitajos y cosas peores. Sus gritos enfurecidos resonaban en el pasillo, amplificando el silencio de los otros. La mayoría de los que estaban callados tenían la cabeza girada hacia la pared, pero los que miraban hacia delante dirigían a Isabel y a Rose miradas muertas. Sus cuerpos estaban presentes, pero sus espíritus se habían ido. A un par de ellos les salían tornillos metálicos de la parte superior del cráneo y a muchos les faltaban dedos de las manos y de los pies.
Rose siguió la mirada de Isabel.
– Se los arrancan a mordiscos por el estrés.
Cuando finalmente doblaron la esquina, Isabel se apoyó contra la pared para tomar aliento.
No iba a llorar. No iba a hacerlo. Llorar no les ayudaría.
Rose esperó, pero no la consoló. ¿Creería que Isabel perdonaba aquello? Seguro que no. Si lo pensara, no habría intentado ayudarle a encontrar a los bonobos.
Cuando finalmente Isabel se recuperó, empezaron a caminar de nuevo. Por muy irracional que pareciera, Isabel pensó que estaban atravesando la lavandería, pero, tras pasar por delante de unas cuantas secadoras sumamente grandes de carga frontal, se dio cuenta de que tras las gruesas portezuelas redondas había bebés de chimpancé.
– ¡No, no! -gritó. Se agachó delante de una de ellas y apoyó la frente contra el cristal mientras arañaba los extremos de la portezuela con las manos enguantadas. El pequeño que estaba dentro, que debería haber permanecido con su madre al menos cuatro años más, no respondió. Ya tenía aquella mirada vidriosa de los que estaban perdidos. Isabel lloró abiertamente-. ¿Por qué? -exclamó volviéndose hacia Rose-. ¿Por qué?
Rose respondió con una mirada que hablaba por sí sola y dijo:
– No quedan muchos más.
Isabel la siguió. La mascarilla de cirujano le impedía secarse la nariz y los ojos, aunque tenía los guantes tan llenos de heces y escupitajos que, de todos modos, no podría haberlo hecho. Fue dejando atrás una tras otra todas las cabinas de aislamiento, y en todas ellas había un bebé infectado y solo.
Al final del pasillo, Rose introdujo una combinación en el teclado que había al lado de una puerta. Entró ella primero y sujetó la puerta para que pasara Isabel.
– Aquí es donde tienen en cuarentena a los nuevos. Esos seis acaban de llegar.
Isabel se adelantó con el corazón a mil y la sangre rugiéndole en los oídos. Se detuvo en el centro y fue girando poco a poco hasta que vio a los ocupantes de todas las jaulas. A medida que les apuntaba con la linterna iban levantando los brazos para protegerse los cansados rostros. Estaban en cuclillas, incómodamente posados sobre los suelos de rejilla. Una hembra apretó a su bebé contra ella y les dio la espalda.
– No -dijo Isabel realmente decepcionada-. No, estos son Pan troglodita. Chimpancés comunes. Los bonobos son más delgados, tienen rasgos más planos y la cara negra.
– Vale. -Rose dio media vuelta para marcharse. -Un momento -dijo Isabel-. Si acaban de llegar, ¿de dónde vienen?
Rose se encogió de hombros.
– Puede que de un criadero, pero no lo sabemos. Ni siquiera es seguro que vengan todos del mismo sitio, así que puede que alguno fuera una mascota, o que proceda del mundo del espectáculo. Aunque aún tienen todos los dientes y los machos no están castrados, así que no es muy probable.
Isabel miró a los chimpancés uno a uno. ¿Los habrían criado como a personas solo para deshacerse de ellos cuando les había quedado claro que no eran simples sustitutos divertidos y peludos de bebés humanos? ¿Les habrían puesto tutús rosa o los habrían subido a diminutas bicicletas para hacer reír a la gente? ¿O estarían en criaderos, sufriendo la angustia constante de que, uno tras otro, les fueran arrebatando a sus bebés inmediatamente después del nacimiento?
– ¿No hay nada que podamos hacer por ellos? Me refiero a que aún están aquí. Me refiero a aquí -repitió, golpeando la mano enguantada contra la sien-. Se les ve en la mirada.
– No. Esta noche no -respondió Rose-. Algún día, espero, pero no hoy.
De vuelta en el aparcamiento, se quitaron el atuendo protector y lo tiraron en un cubo en la parte de atrás de la furgoneta. Rose le tendió a Isabel una caja de toallitas antibacterianas y, aunque ambas se habían puesto guantes, solo después de usar varias de ellas se atrevió a secarse los ojos.
Rose le puso la tapa al cubo y cerró de golpe las puertas traseras de la furgoneta.
– Te llevaré otra vez hasta el coche -dijo.
– Rose… -¿Sí?
– No lo sabía.
Rose le dirigió una mirada cáustica.
– ¿De verdad?
– Tenía una idea general, pero no. Nunca me había imaginado…
– Deberías preguntarle a tu director científico (¿o debería decir novio?) por su estancia en Rockwell.
Isabel arqueó las cejas mientras Rose desaparecía rodeando la furgoneta. Cuando esta saltó al asiento del conductor y dio un portazo, Isabel se apresuró a rodearla hacia el otro lado. Se derrumbó sobre el asiento delantero y nadie dijo ni una palabra más hasta que llegaron al coche de alquiler que llevaría a Isabel de vuelta al aeropuerto.
– Gracias -dijo Isabel, agachándose para recoger sus escasas pertenencias del suelo.
– Ajá -dijo Rose, sin apartar la vista del parabrisas.
Cuando Isabel llegó a casa, se encontró un pino de Norfolk delante de la puerta junto con un oxalis y una pasionaria morada. Todas estaban adornadas con lazos de terciopelo. Reconoció la letra del sobre, así que ni se molestó en leer la tarjeta.