Se metió las plantas debajo de los brazos, subió en ascensor unos cuantos pisos y las dejó delante de la puerta de un vecino.
Las violetas africanas habían tenido una muerte horrible. Como Isabel no sabía que no debía regarlas desde arriba, las hojas y los tallos se habían reblandecido. Sin embargo, ella pensó que tal vez era por falta de agua, así que lo había vuelto a hacer y ahora las plantas estaban viscosas y marrones. Solo se dio cuenta de su error cuando cogió la etiqueta de plástico del suelo y leyó los cuidados que necesitaban. Isabel -que rescataba caracoles aplastados cuando era niña y los metía en hospitales hechos con cajas de zapatos llenas de hojas y ramitas, que capturaba y liberaba arañas mientras su madre le gritaba que las matara, que rescataba flores de Pascua de la acera la semana después de Navidad- se llevó las violetas al diminuto cuarto que había al lado del ascensor, donde estaba la bajante donde se tiraba la basura, y las fue dejando caer una por una. Esperó a oír cada golpe antes de tirar la siguiente. Cuando oyó que todas habían caído en el cubo de la basura, suspiró aliviada. Volvió al apartamento, se encerró y volvió a poner las pinzas en las cortinas.
El teléfono sonaba periódicamente, pero ella no contestaba. Vino Celia, pero fingió que no estaba.
– ¿Isabel? -dijo Celia, golpeando la puerta-. ¿Estás ahí?
Isabel se quedó sentada totalmente inmóvil, sujetando uno de los cojines del sofá contra el pecho.
– Sé que estás ahí. Isabel no abrió la boca.
– ¿Estás bien? Silencio.
– Por favor, ¿puedes abrir la puerta? Estoy preocupada por ti.
Isabel apretó el cojín contra la boca y se balanceó de delante atrás.
– Vale. Como quieras. Pero pienso volver -la amenazó Celia-. Seguro que ni siquiera tienes comida.
Cuando Celia se marchó, Isabel se puso a caminar de un lado a otro, intentando calmarse. Se echó en la cama, pero acabó aporreando las almohadas. Tiró todos los libros del aparador al suelo y luego estrelló una taza contra la pared, pero solo se le rompió el asa, lo cual no estaba bien, nada bien, así que se puso a gritar y tiró la televisión del tocador. Esta aterrizó de lado con un ruido sordo, pero no explotó ni se rompió nada, así que cogió el portátil y lo levantó bien alto. Se quedó en esa posición durante varios segundos, con el pecho subiendo y bajando. Luego lo bajó y lo estrechó contra el pecho.
Lo dejó en la esquina de la cama, lo abrió y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo mientras el ordenador soltaba sus alegres sonidos de arranque. Se le movió uno de los labios de forma involuntaria. Los accesos directos del escritorio se cargaron sobre la imagen del fondo de pantalla, que era una foto de Bonzi conduciendo un carrito de golf por el bosque. Bonzi nunca le había cogido el truco a aquello de conducir y, desde luego, se le daba mucho mejor hacerlo marcha atrás. Isabel contuvo el aliento y se llevó ambas manos a la cara como si estuviera rezando. Se dirigió a la carpeta que contenía archivos de vídeo, seleccionó uno e hizo doble clic.
Se quedó mirando a su antiguo yo, a la que todavía esperaba ver en el espejo cada mañana. A la de la nariz ligeramente aguileña y los orificios nasales que se abrían en la parte de abajo. «Suficiente nariz, pero no demasiada», había sido el veredicto de un novio que había tenido hacía mucho tiempo a quien había sorprendido, y hasta dolido un poco, que Isabel no hubiera considerado aquello un piropo. Llevaba el cabello largo y liso como fettuccini cocidos, con la raya al medio y sujeto detrás de las orejas. Había abandonado los flequillos y luego las capas, antes de aceptar que, al menos para ella, lo de cortarse el pelo era, como mucho, un acontecimiento semestral. Más tarde Celia, cuando se conocieron, la había comparado con Janice, la de Electric Mayhem. Isabel había esbozado una débil sonrisa, porque, por supuesto, Celia no tenía ni idea de que cualquier referencia a Los Teleñecos le recordaba el tiempo que había pasado en el sótano esperando a que se fueran sus diferentes «tíos».
En el vídeo, Isabel y Bonzi estaban en la cocina. Celia las había grabado con el móvil sin que se dieran cuenta.
BEBER BUENO. ISABEL DAR MÍ.
– ¿Quieres beber algo? ¿Qué te parece un poco de zumo? -dijo Isabel.
Bonzi abrió y cerró el puño delante del pecho y luego se frotó la barbilla con el dedo índice y el anular: LECHE, AZÚCAR.
– No, Bonzi. No puedo darte leche con azúcar, ya lo sabes. -Hacía poco, Peter había valorado que Bonzi padecía sobrepeso y la habían puesto a dieta.
DAME LECHE, AZÚCAR.
– No puedo, lo siento. Me metería en un lío.
QUERER LECHE, AZÚCAR.
– No puedo, Bonzi. Sabes que no puedo. Toma, un poco de leche.
ISABEL DAR LECHE, AZÚCAR, SECRETO.
Isabel echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada antes de echar un poquito de azúcar en la leche de Bonzi. Miró hacia la cámara y se llevó el dedo a los labios, convirtiendo a Celia en cómplice. El vídeo acababa de repente.
Isabel abrió otro archivo.
En ese, ella se estaba riendo mientras guiaba a un equipo de Primetime Live hasta la sala de observación. Caminaba por un pasillo, volviéndose de vez en cuando para quedarse unos cuantos pasos por detrás, sonriendo a la cámara.
Mientras su «yo» de la pantalla se giraba, Isabel se fijó en su perfil y pensó que aquella nariz estaba bien. No era perfecta, pero estaba bien. Y los dientes también. Nunca había tenido acceso al lujo de los brackets, pero, en un mundo de oclusiones perfectas, sus dientes tenían personalidad. El pelo, que le llegaba bastante más abajo de los omóplatos, había tardado años en crecer.
Corten.
Ahora estaba sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo de cemento, enfrente de Sam. El cámara estaba tras el panel de policarbonato, pero, a juzgar por las imágenes, nadie lo diría. La cámara se acercó, primero a la cara de Sam y luego a la suya.
– Sam, quiero que abras la ventana. ¿Podrías hacer eso por mí? -dijo con dulzura mientras se lo comunicaba también a través de gestos.
Las manos de Sam se movieron.
SAM QUERER ISABEL DAR HUEVO RTCO.
– Pero Isabel quiere que Sam abra la ventana. Por favor, ¿lo harás?
No. SAM QUERER ISABEL DAR HUEVO RICO.
– Por favor, abre la ventana.
No.
Le echó un vistazo rápido a la cámara. Estaba claro que se estaba esforzando por contener una sonrisa.
– Ya -dijo con empatía-. Sam, por favor, abre la ventana.
Tú.
– Sam, por favor, abre la ventana -atajó Isabel. Sí.
Isabel suspiró visiblemente aliviada, pero Sam no hizo nada. Se quedó allí sentado hoscamente, mirando a las personas que había alrededor, jugueteando con las manos y los dedos de los pies, antes de acabar apartando la mirada.
– Sam, por favor, abre la ventana -repitió ella.
SAM QUERER ZUMO.
– No. Isabel quiere que Sam abra la ventana.
NO. SAM QUERER ISABEL ABRIR VENTANA.
Llegados a aquel punto, Isabel soltó una carcajada y Sam consiguió el zumo y el huevo. El equipo de grabación estaba emocionado con aquel intercambio, pero, cuando se marcharon, Peter se giró hacia Isabel, furioso.
– Cualquier otro día abriría la maldita ventana. Y esta vez, con un equipo de la televisión nacional presente, ¿no puede hacerlo? Y encima tú vas y le das un premio.
Isabel nunca había visto a Peter así y estaba asombrada.
– Pues claro que le he dado un premio. Se ha negado a hacer algo y ha defendido su postura. En todo caso, será una demostración aún más válida del uso y la comprensión del lenguaje que el hecho de acatar órdenes. Por no hablar de que eso demuestra definitivamente que no es una cuestión de adiestramiento.