Peter tenía una mirada dura y la mandíbula apretada.
– Les dije que llevaría a cabo tareas específicas.
– Pues decidió no hacerlo. No ha hecho nada malo. De hecho, creo que estuvo brillante y que hemos tenido muchísima suerte de que lo hayan grabado en vídeo.
Peter se puso las manos en las caderas y exhaló con tal fuerza que los carrillos se le vaciaron. A continuación, se pasó una mano por el pelo. Su expresión se suavizó.
– Tienes razón. Lo siento. Tienes razón. Voy a dar un paseo para despejarme, ¿vale? Ahora vuelvo.
Isabel se centró en el arrebato de mal genio que formaba parte de aquel recuerdo. Era la única vez que había visto a Peter así, pero ahora, unido a los curiosos comentarios de Gary y Rose, hacía que se preguntara qué había hecho Peter durante el tiempo que había estado en Rockwell.
El Instituto de Estudio de los Primates tenía una reputación pésima. El dueño era un hombre autoritario de barba canosa conocido por someter a los chimpancés con pinchos para ganado e incluso con pistolas. Sin embargo, muchos de los primatólogos más reputados habían hecho la tesis en el IEP, principalmente porque había muy pocos programas en el país en los que se estuviera en contacto con primates. La mayoría de ellos salían de allí asegurando que en el IEP habían aprendido cómo no hacer las cosas, y ese siempre había sido el punto de vista de Peter.
Isabel encendió el portátil e hizo una búsqueda en Internet. La tesis de Peter apareció al instante: Por qué los simios no imitan: cómo los patrones motores y la memoria de trabajo influyen en el aprendizaje social de los chimpancés. También salía otro artículo por el que había obtenido reconocimiento a nivel nacionaclass="underline" Cooperación o acción conjunta: ¿qué hay detrás de la forma de cazar del chimpancé y de su comportamiento grupal? Hasta ahí ninguna sorpresa: los estudios cognitivos de Peter habían sido la razón principal por la que Richard Hughes lo había contratado. Desde luego, no había nada que justificara el comentario de Rose.
Isabel llamó a Celia.
– Me alegro de que estés viva -dijo esta-. ¿Has comido?
– Necesito un favor.
– No me has contestado.
– Venga ya, Celia.
– Vale. ¿Qué?
– Una vez comentaste que Joel y Jawad podían acceder a redes privadas.
– Sí. Y a ti te escandalizó bastante, si mal no recuerdo.
– Ya, bueno… -Isabel se aclaró la garganta-. ¿Puedes ver qué logran averiguar sobre Peter y sobre lo que hacía cuando trabajaba en el IEP?
– Menudo cambio de opinión.
– Por favor, Celia.
– Vale -concedió Celia desconcertada-. Luego te llamo.
Y cuarenta minutos más tarde, así lo hizo.
– Mira tu correo electrónico -le espetó sin saludar siquiera.
– ¿Por qué? ¿Qué han descubierto?
– Por favor, mira tu correo. -A Celia le temblaba la voz.
La bandeja de entrada de Isabel estaba llena: Joel le había reenviado decenas de artículos, resúmenes e informes de la época en la que Peter trabajaba como ayudante de investigación. Había participado en estudios sobre los efectos de la privación de la figura materna en los chimpancés y, más adelante, del estrés causado por la inmovilización. Les había quitado los bebés a las madres al nacer, los había metido en jaulas con una «madre» de alambre o de trapo y había registrado las diferencias en el tiempo que tardaba cada uno de los grupos en morir. Había atado chimpancés a sillas de madera por la cabeza, las manos, los pies y el pecho, y los había tenido así durante semanas para llegar a la asombrosa conclusión de que eso aumentaba su estrés.
Isabel se quedó mirando las imágenes de los chimpancés atados con una sensación de déjà vu que la puso enferma. Conocía aquellas fotos. Eran las mismas que Gary y compañía agitaban en lo alto de los palos. La llegada de los manifestantes el año anterior de repente cobraba sentido, ya que coincidía con el momento en que habían contratado a Peter.
Este nunca entraba en detalles sobre la época que había pasado en Rockwell y aseguraba que sus estudios no eran invasivos. Isabel pensó que, en teoría, él tenía razón, si considerabas que un método no invasivo consistía en no taladrarles el cerebro a los primates con tornillos ni quitarles partes de los órganos internos. Era cierto que tenía una actitud más severa con los bonobos que el resto de los investigadores del laboratorio de lenguaje, pero ella siempre lo había atribuido a un comportamiento de macho alfa. Entonces la invadió una oleada de culpabilidad, porque precisamente había sido aquella cualidad la que ella había encontrado atractiva.
Isabel se quedó paralizada: se había enamorado de un secuestrador, de un torturador, de un asesino. Se había abierto a él, había hecho el amor con él, había estado a punto de compartir la vida con él, incluso de tener hijos suyos. Le había dicho lo que ella quería oír sobre su trabajo e, ingenuamente, le había creído.
No le extrañaba que un chimpancé le hubiera arrancado un dedo casi de cuajo. Isabel deseó que hubieran sido los testículos.
Aquella noche tuvo sueños muy reales. En ellos salía Bonzi cortándose las uñas mientras Lola saltaba hasta su cabeza y Makena con una camisa del revés se miraba en un espejo, pintándose y borrándose los labios sin parar. Luego Jelani recogía ramas y las agitaba sobre la cabeza con una actitud aterradora y, de repente, se encerraba en sí mismo. A continuación, iba hacia Isabel a cuatro patas, le agarraba un pie y le desataba el cordón del zapato con cuidado para quitárselo, y luego el calcetín. Con sus enormes manos, con sus callosos nudillos y sus dedos peludos, le sujetaba el pie mientras se ponía hábilmente manos a la obra para iniciar una agradable búsqueda de liendres invisibles entre los dedos.
De pronto estaba en el otro edificio. Hombres ataviados con monos marchaban por el pasillo de hormigón bajo luces fluorescentes, dejando un rastro de primates chillando tras ellos. Uno de ellos empujaba una camilla y el otro empuñaba un arma. Cuando aminoraron el paso, los gritos se volvieron incluso más ensordecedores. Se detuvieron delante de una jaula y la hembra que estaba dentro se dio cuenta de que iban a por ella. Corrió de un lado a otro intentando escalar por las paredes, encontrar alguna manera de escapar, pero era imposible. El del arma apuntó hacia ella y le disparó en un muslo. Los hombres esperaron charlando mientras ella se tambaleaba y perdía el conocimiento. Siguieron hablando al tiempo que cargaban al primate en la camilla y le sujetaban las extremidades con gruesas cintas de goma. Se había arrancado varios dedos de los pies y de las manos a mordiscos y ahora eran pequeños muñones.
Isabel se despertó gritando. Las sábanas estaban resbaladizas y frías por el sudor y el corazón se le salía del pecho.
A la mañana siguiente, se levantó y puso solemnemente todas las fotos enmarcadas de los bonobos boca abajo. De lejos, los marcos tumbados parecían una hilera de aletas de tiburón. Empezó a dormir en el sofá bajo una colcha de ganchillo que había tejido su abuela.
Isabel dio cuenta de la comida que le quedaba, comiéndose los melocotones directamente de la lata y la lima en conserva del bote. Abrió los paquetes de noodles de ramen, puso a un lado los condimentos y rompió tiras de largos fideos crudos que hizo crujir entre sus dientes provisionales. Cuando se le acabaron todas las opciones, metió en el microondas tazas de agua e hizo caldo con los paquetes de condimentos.