Estaba considerando la posibilidad de lanzarse a por el diminuto bote de copos de colores que en su momento habían alimentado al difunto Stuart, cuando empezaron a llamar con fuerza a la puerta de al lado. Isabel dio un salto y los copos rojos, amarillos y naranjas salieron volando hacia todas partes, dibujando en el aire cascadas como si fueran nieve.
– ¿Jerry? ¡Jerry! ¡Abre la puta puerta! -gritó la amante de su vecino-. Sé que estás ahí. ¡Jerry!
Isabel echó la cabeza hacia atrás y dejó caer la mandíbula. A continuación, se escurrió apoyándose contra la pared hasta llegar al suelo. La comida de Stuart estaba tirada sobre la alfombra como si fuera confeti.
¿De verdad se le había pasado por la cabeza usarla para hacer sopa?
Finalmente, Isabel aceptó que tendría que ir a comprar comida. Antes de nada se duchó, porque no se había vestido desde la excursión a Alamogordo. Justo antes de meterse bajo el agua, se miró al espejo y se volvió para inspeccionarse.
Estaba demacrada, tenía la cara hundida y llena de sombras y los huesos de la cadera sobresalían como las cuchillas de un arado. Las arrugas que tenía entre la nariz y la boca se habían hecho más profundas y, por supuesto, seguía sin tener apenas pelo. Se llevó una mano con indecisión y ternura a su nueva nariz y al pelo delicadamente erizado y, a continuación, se introdujo en el agua humeante.
En un arrebato, Isabel giró hacia la derecha en lugar de hacia la izquierda al volver del supermercado. Llevaba la comida en el maletero -la mayoría era congelada y se estaba derritiendo-, pero de repente sintió la imperiosa necesidad de tener un nuevo Stuart. Necesitaba algo vivo en el apartamento, algo que pudiera alimentar, algo que le devolviera la mirada.
Ya casi había llegado al centro comercial, cuando vio algo por el rabillo del ojo que le llamó la atención. Se trataba de una valla publicitaria digital cuya imagen cambiaba cada pocos segundos.
Vio un trozo de una cara negra que le resultaba familiar -¿era Makena?- fundiéndose en un perfil -Dios santo, ¿aquella era Bonzi? ¡Bonzi! ¡Sí! ¡Estaba segura!-; luego aparecían dos manos peludas y oscuras unidas.
El coche de al lado le pitó aterrorizado mientras Isabel invadía su carril. Ella dio un volantazo y chocó contra el guardarraíl. La aleta lateral crujió rítmicamente aplastarse contra la valla protectora, antes de que se le fueran las ruedas de atrás. Cuando se detuvo, con el chasis aún rebotando y el motor en marcha, se encontró frente a una larga fila de coches conducidos por asombrados conductores. Varios de ellos ya estaban cogiendo los teléfonos móviles.
Les hizo gestos con las manos para indicarles que estaba bien y que no pasaba nada.
Cogió el móvil y lo señaló para que supieran que ella misma pediría ayuda.
Mientras esperaba a la grúa, observó la valla publicitaria. En ella aparecían cíclicamente fotos de los bonobos, pero, aparte de eso, solo salía una fecha y una hora, y lo que parecía ser la dirección de una página web: www.apehouse.tv.
Isabel había oído hablar del.com, del.org y del.net, pero ¿qué era eso del.tv?
Cuando llegó a casa, encendió inmediatamente el ordenador y tecleó la dirección: la página web resultó ser idéntica a la valla publicitaria, solo que en ella había además un reloj que marcaba la cuenta atrás de algo. Faltaba solo una semana. Isabel analizó cuidadosamente las fotos de los bonobos: parecían estar en condiciones físicas decentes, pero el desnudo fondo blanco no daba ninguna pista sobre dónde se encontraban ni sobre las características del lugar en el que se alojaban. Mbongo sonreía estresado, pero al menos Bonzi llevaba encima a Lola.
Llamó a Celia y esta consultó a Joel y Jawad, que rastrearon a los propietarios de la URL hasta dar con el cuartel general corporativo de Faulks Enterprises. Llegados a ese punto, no sabía qué esperar. Al parecer, Faulks se dedicaba a la pornografía. Isabel conocía los hábitos sexuales de los bonobos mejor que nadie y se preguntaba cada vez más alarmada cómo pretendía Faulks incorporar su comportamiento en su obra. La información relacionada con el proyecto era un secreto muy bien guardado, pero la misteriosa campaña estaba en todas partes -era casi como un virus-, y no solo la ponían en vallas publicitarias, también en spots publicitarios en la televisión y en anuncios automáticamente generados en Internet que conducían a la misma página misteriosa. Los foros de activistas defensores de los animales rebosaban especulaciones acerca del paradero de los bonobos y sobre lo que Faulks estaba a punto de hacer. Como nadie tenía pruebas de nada, la información colgada en dichas páginas no solía ser la mejor y para la fecha que daban las vallas publicitarias oficiales, los anuncios y la página web faltaba solo una semana, Isabel decidió esperar. No tenía sentido desperdiciar recursos valiosos por una falsa alarma.
Desde el momento en que vio la valla publicitaria, lo más hondo de su ser se fortaleció, fruto de la determinación. Donde antes era débil, ahora era fuerte. De alguna manera, fuera como fuera, ella y los bonobos volverían a estar juntos.
16
Lo único que quería James Hamish Watson era que pararan los gritos.
Llevaba treinta y pico años conduciendo carretillas elevadoras y nunca se había sentido tan desesperado. Estaba deseando aparcar y saltar del asiento.
Según su cuñado, se suponía que aquello iba a ser un trabajo fácil y rápido: coser y cantar. Lo único que tenía que hacer era descargar una jaula de acero de un camión, meterla en un almacén, dejarla allí y cobrar el sueldo de una jornada. Sin embargo, cuando había hecho el ensayo (lo cual en el momento le había parecido una idiotez, pero Ray le había aconsejado que no discutiera con el jefe), no había ni manifestantes entre los que abrirse paso ni primates dentro de la jaula.
Los que más pena le daban eran los simios, no los manifestantes. Había descubierto que, si conseguía avanzar sin detenerse unos cuantos metros, los manifestantes se apartaban. Sin embargo, los monos chillaban y gritaban, lanzándose de un lado a otro de la jaula y colgándose de los barrotes hasta que esta empezó a tambalearse peligrosamente sobre las horquillas para levantar palés. Intentó solucionarlo moviéndolas hacia los lados, pero se equivocó y le dio a la palanca de inclinación. En treinta y dos años, era la primera vez que le pasaba.
Después de haber estado a punto de tirar la jaula de la horquilla, se limitó a posar en el suelo la caótica caja atiborrada de bichos que chillaban. No la dejó apoyada contra la pared y sabía que le echarían una bronca monumental, pero le dolía la cabeza y quería irse a casa. Había ignorado la preocupación de su mujer por aquel trabajo, pero ahora creía que tenía razón: tal vez solo fueran animales, pero aquello era obra del demonio y sentía haberse involucrado.
Examinó la jaula y a sus ocupantes con una sensación casi de pánico e inspiró bruscamente. Alrededor de la base de su nariz aparecieron serpenteantes y finas venas de color púrpura que la anclaban a la rojiza cara como si fueran las nudosas raíces de un baniano. El sudor se le filtraba entre las patas de gallo, lo que hacía que le escocieran los ojos.
Ya era suficiente. Había acabado.
Dio media vuelta para ponerse de frente a la puerta, arrancó y atravesó la habitación dando tumbos con aquel vehículo que parecía un tanque. Se detuvo delante de la puerta abierta y de la franja de colores en movimiento que conformaban el mundo exterior, apretó los dientes, maniobró hacia él e inmediatamente fue absorbido por el vórtice de gritos coléricos, las estocadas de los carteles, las cámaras de televisión que se balanceaban y los cegadores flashes.