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Isabel se asomó a la puerta y miró los carritos de la cena. Solo Lola, de dos años, reaccionó ante su presencia echando un vistazo hacia donde ella se encontraba. Era diminuta, como todos los bebés bonobo, y se aferraba al pecho y al cuello de Bonzi turnándose para chupar el pezón de su madre y para dejar que se le resbalara entre los labios.
Los bonobos estaban repanchingados por el suelo en nidos hechos con mantas cuidadosamente colocadas mientras veían Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos.
Bonzi era más minuciosa con el nido que el resto: usaba siempre exactamente seis mantas y las retorcía unas sobre otras doblando las esquinas hacia abajo para hacer un suave cerco alrededor. A Isabel, que también era bastante fanática de la minuciosidad, le encantaba ver a Bonzi golpear y arreglar el nido. Este tenía que estar perfecto antes de invitar a Lola a entrar dándose palmadas en el pecho y exclamando BEBÉ VENIR en la lengua de signos.
Jelani y Makena estaban echados cabeza, con cabeza sobre las mantas, extendiendo las perezosas manos de largos dedos para examinarse las caras y pechos y librarse entre sí de parásitos imaginarios. Cuando John Clayton, séptimo conde de Greystoke, hizo resbalar el vaporoso camisón de los hombros de la señorita Jane Porter, alzaron la barbilla e intercambiaron un lánguido beso.
Sam se tumbó boca arriba con un brazo detrás de la nuca y una pierna cruzada sobre la otra. Balanceaba la cabeza mientras aprovechaba la corteza de una sandía, arañando los restos de la dulce carne con los dientes. Mbongo había hecho el nido al otro lado de la sala y había envuelto firmemente en una manta la mochila nueva para evitar que Sam se percatara de su sospechoso tamaño. Él había pinchado la pelota de goma casi instantáneamente, así que había «tomado prestada» la de Sam. Mbongo dejó entrever unos impresionantes caninos mientras dirigía miradas nerviosas alternativamente a Sam y al precioso bulto cubierto por la manta. Levantó una esquina del cobertor, atisbo por debajo y volvió a poner la manta alrededor apresuradamente. Estaba disfrutando de su secreto demasiado descaradamente: Sam no tardaría en darse cuenta.
Para no molestarles mientras veían la película, Isabel no abrió la boca cuando retiró los carritos vacíos. Se los llevó rodando uno por uno y se los fue pasando a Celia, una becaria de diecinueve años y cabello de color magenta. Cuando todos los carritos estuvieron en la cocina, ambas empezaron a limpiar los restos de la cena. Celia amontonó los boles de plástico de la sopa, mientras Isabel recogía las mondas y los tallos y tiraba los restos de fruta y verdura a la basura antes de lavarse las manos. Finalmente, Celia rompió el silencio:
– ¿Qué tal la visita de hoy?
– Bien -dijo Isabel-. Mucha conversación, muchas fotos maravillosas. La cámara del fotógrafo era digital, así que he podido ver unas cuantas.
– ¿Los conocíamos?
– Son del Philadelphia Inquirer. Cat Douglas y John Thigpen. Están escribiendo una serie de artículos sobre grandes primates.
Celia bufó.
– ¡Catwoman y Pigpen [1]! Me encanta. ¿Y qué les parecieron a los primates?
– Ella tenía un virus, así que no la dejé entrar. La mandé al Departamento de Lingüística.
– ¿David y Eric estaban allí? ¿El día de Año Nuevo? -Tienen un nuevo analizador de espectro último modelo. No hay quien los despegue de él.
– ¿Y cómo fue la cosa?
Isabel sonrió mirando hacia el plato que tenía en la mano.
– Digamos que les debo una. Esa mujer es una buena pieza.
– ¡Vaya! ¿Y Pigpen habla en la lengua de signos?
– Se llama John. Y no, le traduje las respuestas. -Tras una pausa, añadió-: Más o menos.
Celia arqueó una de las cejas llenas de piercings.
– Hubo un momento en que Mbongo le llamó «retrete asqueroso» -explicó Isabel-. Puede que eso lo parafraseara un poco.
Celia se rio.
– ¿Qué hizo para merecer que le llamara así?
– Jugar pésimamente a «La caza del monstruo».
Celia cogió un plato de plástico y lo miró desde diferentes ángulos, intentando deducir si estaba lavado o si lo habían lamido hasta dejarlo limpio.
– En defensa de Pigpen he de decir que jugar a «La caza del monstruo» a través de un cristal no es nada fácil, desde luego.
– El problema fue algo más que eso. Pero le enseñamos cómo se hacía -dijo Isabel-. Jugamos a «La caza del monstruo», a «Hacer cosquillas al monstruo», a «La caza de la manzana», a todos, para deleite del fotógrafo.
– ¿Ya ha llegado Peter?
Vaya, a eso se le llamaba cambiar bruscamente de tema, pensó Isabel mirando a hurtadillas a Celia. La chica tenía la vista clavada en el fregadero y las comisuras de los labios curvadas en una sonrisilla. Al parecer, en algún momento de las últimas veinticuatro horas, para la becaria, el doctor Benton se había convertido en Peter.
– No, aún no lo he visto -repuso Isabel con prudencia.
En la fiesta de Fin de Año de la noche anterior, Isabel había perdido inusitadamente los papeles por culpa de una cena atroz (cuatro pedazos diminutos de queso) y tres cócteles bien cargados. «¡Tómate un Glenda Bendah!», había exclamado el anfitrión y marido de Glenda mientras le ponía un vaso de aquel brebaje helado de color azul en la mano. Isabel no solía beber, de hecho acababa de comprar su primera botella de vodka para tener algo a mano que ofrecerles a los invitados, pero aquella era la primera reunión social de las personas relacionadas con el Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates desde que Richard Hughes había fallecido y todos se estaban esforzando al máximo para parecer felices y contentos. Era agotador. Isabel intentó seguir el ritmo, pero cuando entró zigzagueando en el baño y se topó con su propia cara ruborizada y ebria en el espejo, lo que vio la asustó aún más de lo que se suponía que tenía que hacerlo la máscara de gorila en «La caza del monstruo»: una versión precoz de su madre, tambaleante y pálida. Isabel no estaba acostumbrada a maquillarse y no sabía cómo había acabado en una de sus mejillas parte del carmín de los labios. Además tenía mechones de cabello, que se le habían soltado del pelo recogido, pegoteados como si fueran ramitas. Tiró lo que le quedaba del tercer Glenda Bendah por el lavabo, disolvió los cubitos de hielo teñidos de azul con agua corriente e intentó escabullirse antes de avergonzarse más de sí misma. Peter, que no solo era el sucesor del doctor Hughes sino también el prometido de Isabel, la encontró en el vestíbulo descalza, desplomada contra la pared y con los zapatos de tacón colgando del pulgar. Cuando levantó la vista y lo vio, rompió a llorar.