Mientras la carretilla elevadora salía, alguien del exterior cerró la puerta tras ella.
El portazo resonó en toda la casa y la hizo vibrar. Luego se hizo el silencio.
Dentro de las instalaciones, decenas de cámaras instaladas en las juntas del techo con la pared cobraron vida, los pilotos rojos empezaron a parpadear y giraron en silencio.
Isabel estaba sentada mirando el reloj de la página web embobada, mientras corrían los últimos segundos de la cuenta atrás. Cuando el contador se puso a cero, parpadeó un mensaje que decía que pusieran la televisión en un determinado canal.
Isabel tiró la silla con las prisas para llegar a la televisión. Se hizo un lío con el mando a distancia y marcó una combinación errónea de números dos veces antes de aterrizar por fin en el canal correcto.
Se topó con una imagen de vivos colores a pantalla completa de una casa que pretendía parecer dibujada por un niño: unas temblorosas líneas hechas con ceras de colores primarios formaban una estructura cuadrada con el tejado picudo, cuatro ventanas, una puerta y una chimenea. Un traqueteante monovolumen llegó dando tumbos hasta la casa y de él salieron seis sonrientes primates que empezaron a saltar arriba y abajo mientras se rascaban la cabeza y los sobacos al tiempo que una voz descaradamente humana gritaba: «¡Uh, uh, uh, aaaah, aaaah!». Los simios de dibujos animados entraron y cerraron la puerta con tal vigor que la casa entera tembló. Instantes después, empezó a salir humo por la chimenea y los primates dijeron adiós por las ventanas antes de tirar de las cortinas de cuadros para cerrarlas.
– ¡Bienvenidos a La casa de los primates -exclamó una atronadora voz de barítono-, donde los simios son los jefes y nunca se sabe lo que puede ocurrir! ¡Cincuenta y nueve cámaras! ¡Seis primates! ¡Un ordenador y saldo ilimitado! Bueno, no solo saldo… Ya saben lo que dicen de los bonobos. -La voz hizo una pausa lo suficientemente larga como para que sonara dos veces una antigua bocina de bicicleta-. ¿O no? ¡Descubra lo próximo que harán nuestros «amorosos primos» aquí, en La casa de los primates!
La casa de dibujos animados desapareció en una nube de humo de animación y de pronto aparecieron los simios reales, apiñados en la esquina de una jaula de acero, formando un amasijo negro y peludo de brazos largos, dedos de las manos largas y dedos de los pies más largos aún.
Isabel se quedó sin aliento arrodillada en el suelo con los dedos apretados contra las esquinas de la pantalla. El estómago le daba vueltas y notaba escalofríos. Intentó contar para asegurarse de que todos estaban allí, pero era imposible descifrar dónde empezaba uno y acababa el otro.
Pusieron La mañana, de Peer Gynt, como si los bonobos estuvieran a punto de despertar de un apacible sueño.
Los primates seguían pegados los unos a los otros en silencio. Sonó un largo pitido seguido de una serie de chirridos agudos que rebotaron sobre las paredes vacías. Bonzi sacó su callosa mano de oscuros nudillos del montón para darles unas palmaditas y tranquilizarlos. Levantó la cabeza y se topó con la mirada preocupada de Sam, cuyos ojos iban de una cámara parpadeante a otra, analizándolo todo.
Un áspero timbre precedió a un golpe metálico final. Los primates gritaron y de nuevo se apiñaron. La puerta de la jaula empezó a abrirse, impulsada por pistones hidráulicos, y se posó sobre una hendidura en la parte superior.
Una vez más, el silencio invadió el interior del edificio.
Durante un largo rato, la única señal de vida en el montículo de simios fue la subida y la bajada de cajas torácicas y arranques ocasionales de angustia. Finalmente, Sam y Bonzi salieron. Los otros gritaron y extendieron los brazos intentando tirar de ellos hacia atrás, pero los dos fueron retirando pacientemente los dedos de las manos y de los pies de sus peludas extremidades. Bonzi dejó a Lola con Makena, se detuvo para examinar los pistones que había al lado de la puerta de la jaula y, tras pensárselo un momento, empezó a avanzar muy, pero que muy lentamente sobre los nudillos. Sam se mantuvo a cubierto al lado de uno de los pistones mientras lo observaba concienzudamente concentrado.
Bonzi se dirigió hacia el centro de la habitación y giró sobre sí misma, abarcando todo con la mirada. Lola y Makena merodeaban cerca de la salida de la jaula. Querían ir junto a ella, pero no lo suficiente como para confiar en los pistones. Entonces empezaron a emitir agudos gemidos de advertencia.
Bonzi se dirigió hacia la puerta principal y la olisqueó, la tocó y pasó los dedos por la tira de goma de la parte de abajo. Miró por la mirilla (que resultó estar a la altura de los primates) y arrugó la cara. Probó el pomo de la puerta. Giró el cierre hacia un lado y hacia el otro con ambas manos, y luego se tumbó boca arriba y lo intentó con los pies. A continuación, recorrió el perímetro de la habitación, en la que no había nada más que la jaula.
Al fondo de la habitación, encontró otra puerta que llevaba a un cuarto de color beis. Cuando entró, la mirada se le iluminó al ver un ordenador. Dejó escapar un estridente grito y se acercó corriendo a cuatro patas. Se abalanzó sobre el taburete de acero inoxidable con los ojos brillantes. Sus dedos de anchos nudillos se deslizaron bajo la pantalla protectora de plexiglás y empezaron a manosear la pantalla táctil para buscar y seleccionar, buscar y seleccionar.
Isabel se acercó aún más a la pantalla de televisión, intentando descifrar los símbolos que Bonzi estaba marcando.
Era una burda reproducción del programa que usaban en el laboratorio. ¿Cómo diablos se había hecho Faulks con aquello? Sin embargo, mientras que los lexigramas del laboratorio permitían crear ideas complejas, allí solo había categorías de nombres abstractos que servían para desplazarse por un listado de objetos concretos. Bonzi hacía sus elecciones entre símbolos que significaban comida, aparatos electrónicos, juguetes, herramientas y ropa, navegando subcategoría tras subcategoría sin descanso. Isabel se había quedado de una pieza. Muy a su pesar, la científica que había en ella recordó con alivio que todo aquello estaba siendo grabado.
Mientras Bonzi trabajaba, el resto de los bonobos salieron de la jaula y empezaron a explorar con indecisión la casa, al estilo de los primates. Isabel los contó mentalmente. Estaban todos allí y parecían estar bien. Vio que vocalizaban, pero no los podía oír porque lo único que se escuchaba era música enlatada, efectos sonoros y risas grabadas como las que ponían en programas del estilo de Videos de primera. La pantalla de televisión se dividió de forma dinámica para mostrar las diferentes zonas de actividad de la casa. Bonzi permanecía en la pantalla central, al lado de una lista de la compra cada vez mayor que iba apareciendo en pantalla con una gruesa letra como escrita a mano con una cera blanca sobre rojo. Mbongo, en un recuadro de la parte inferior izquierda, entraba en cada uno de los tres baños y abría los grifos a la máxima potencia. Orinó en el váter y se puso a tirar de la cisterna una y otra vez. Sam, en el recuadro que estaba sobre el de Mbongo, exploraba la nevera y el congelador, en el que no había nada más que una máquina de hacer hielo. Se metió unos cubitos en la boca, uno detrás de otro, hasta que tuvo los carrillos hinchados. Entonces empezó a lanzarlos hacia varios objetivos individuales. En el lado derecho de la pantalla, Jelani cogía carrerilla, saltaba contra la pared y daba una voltereta hacia atrás cuando llegaba al techo, mientras que Makena lo observaba con expresión de adoración. De vez en cuando, uno de los otros bonobos se colaba en la sala en la que estaba Bonzi y echaba un vistazo emocionado -Isabel lo sabía por la forma en que respiraban y por cómo ponían los labios- o incluso le comunicaban por señas alguna petición, que Bonzi añadía diligentemente. Durante todo el proceso, Lola permanecía sentada sobre la cabeza de Bonzi con los ojos clavados en la pantalla y extendiendo sus diminutas manos para presionar ella misma algunos símbolos. La lista «escrita a mano» creció hasta que no cupo en la pantalla: