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Bonzi observaba pensativa la pantalla, mientras iba eligiendo cuidadosamente.

* * *

En la sala de control, Ken Faulks agitó el puño hacia la pared llena de monitores y dio un salto en el aire.

– ¡Sí! -exclamó.

La habitación prorrumpió en vítores. Los corchos de champán reventaron contra un telón de fondo de alegres chillidos.

Un hombre rechoncho con unos auriculares negros levantó una botella hacia el cielo.

– ¡Lo hemos conseguido! ¡Enhorabuena a todos! ¡La casa de los primates ha visto la luz!

– ¡Larga vida a La casa de los primates! -bramó una mujer desde el fondo.

– ¡Larga vida a La casa de los primates! -exclamó un coro de voces.

Faulks tenía la cara colorada. Permaneció inusitadamente pasivo mientras recibía apretones de manos y palmadas en la espalda. Hasta le temblaban las manos cuando alguien le cogió el vaso para rellenarlo con champán. Con las mejillas estampadas de carmín y los dedos curvados alrededor de una copa de champán llena casi por completo de burbujas, dio la espalda a su jubiloso equipo y volvió a mirar los monitores.

En estos se veía el interior de la casa desde todos los ángulos posibles: el baño y su brillante porcelana blanca, la cocina con sus alacenas de arce, la primate en cuclillas sobre el taburete delante del ordenador instalado en la pared, con las rodillas dobladas al lado de la cara seria y con el bebé posado sobre su cabeza. La banda sonora que estaban retransmitiendo, junto con el sonido real de la casa, también sonaba a la vez en el estudio.

Faulks se inclinó hacia delante para acercarse más. Una luz verde parpadeante indicaba que esa era una de las imágenes que estaban emitiendo en directo. Cualquiera que estuviera sintonizando el programa estaría viéndola en ese momento y, según Nielsen, «cualquiera» podía llegar a ser muchísima gente. Los brillantes ojos del primate se clavaban una y otra vez en la pantalla que tenía delante, mientras seguía el cursor con la mirada. Se detuvo para mirar hacia atrás y emitir una serie de chillidos enfáticos.

Faulks levantó una mano y dibujó la silueta de la mandíbula del simio sobre el cristal con la parte de atrás del dedo.

– Esa es mi chica -susurró.

– Eh, quite las manos de mi pantalla -refunfuñó el único ingeniero que no había abandonado su puesto, sino que estaba encorvado sobre las teclas de control. Al no obtener ninguna respuesta, al cabo de un rato volvió a mirar a Faulks y se topó con una mirada férrea-. Quiero decir, por favor, señor -añadió.

17

John se aflojó la corbata mientras esperaba a que se abriera la puerta del garaje, que chirrió artríticamente al elevarse. Con la mano izquierda, que llevaba colgada por la ventanilla, sujetaba el mando negro de plástico de la puerta, con el que daba golpecitos en la aleta del coche. Cuando por fin la puerta estuvo totalmente levantada, John dirigió el mando hacia ella y volvió a apretar el botón. A continuación golpeó el artilugio contra el volante acolchado para que el botón se desatascara. De abandonarla a su propio mecanismo, la puerta seguiría subiendo y bajando eternamente.

Estaba convencido de que el camino que tenía que recorrer para llegar al trabajo lo estaba matando: una hora y veinte minutos de atasco en cada sentido, estofado en asquerosas emisiones de gas, para poder pasar el día redactando anuncios para Procter & Gamble en un cubículo que temblaba cada vez que pasaba el ascensor. Acababan de ofrecerle una ampliación de contrato de tres semanas, a pesar de sentirse claramente abrumados por sus primeras creaciones, que incluían joyas del tipo «Con Head'n Shoulders, adiós a la nieve en los montes», algo que él había escrito de broma pero que un compañero había presentado en una reunión, con lo que se había sentido más que avergonzado.

Sabía que debía sentirse agradecido por no estar haciendo hamburguesas. Ni contabilizando basura, midiendo baches o contando armazones de coches desmontados en los arcenes de la autovía. Pero tampoco estaba en Lizard (Nuevo México) cubriendo La casa de los primates.

Al día siguiente de su llegada a Los Angeles, John tenía los ojos clavados en el parabrisas y había tenido que mirar dos veces. A unos cuatrocientos metros de distancia, sobre unos postes de nueve metros de altura, había una valla publicitaria digital en la que estaban pasando fotograbas de los bonobos: una mano peluda por aquí, una quijada barbuda por allá. En la parte inferior había un texto fijo en letras rojas en el que ponía el nombre de una página web y una fecha. No facilitaban ningún dato más. No le costó mucho imaginarse (y tampoco a Cat y a algunos de los otros reporteros de los principales periódicos que aún cubrían la historia) que Ken Faulks, el antiguo jefe de John del New York Gazette, estaba detrás de aquello. Ahora John seguía obsesivamente las noticias al respecto.

Por lo visto, Faulks había comprado los primates y les había construido una casa a prueba de simios con jardín en una zona remota de Nuevo México conocida por sus casinos de tercera y sus «clubes para caballeros». En la casa había cámaras pensadas para mostrar todos los recovecos de todas las habitaciones, pero, por lo demás, estaba completamente vacía. Lo único que había era un ordenador y un taburete para que los primates pudieran llegar hasta él. Faulks había metido dentro a los simios, había encendido las cámaras y, desde entonces, había estado retransmitiendo los resultados en directo.

Un puñado de activistas defensores de los derechos de los animales permanecía delante de la casa desde el principio, aunque ninguno de ellos creía realmente que aquel experimento fuera a durar más de un par de días. Estaba claro que ni siquiera el tristemente célebre Ken Faulks -que había amasado su fortuna con series porno como Pechugonas exuberantes, Picaronas excitantes y Tigresas alocadas- permitiría que unos grandes primates en peligro de extinción murieran de hambre en directo, en la televisión, dentro de una casa vacía.

Pero resultó que Ken Faulks fue el único que no subestimó a los bonobos, que utilizaron el ordenador para pedir comida. También pidieron mantas, piscinas infantiles, estructuras para jugar y pufs. Hasta pidieron televisores. Técnicamente no incluyeron en la petición a un electricista, pero le dejaron hacer su trabajo antes de enseñarle la puerta. John había visto en las noticies el momento de su salida de la casa: lívido y tembloroso, el hombre había cruzado tambaleándose la puerta principal y se había desmayado en brazos del manifestante más cercano. Aquello había tenido algo que ver con un besuqueo en la intimidad, aunque el beso en sí mismo no había sido retransmitido en La casa de los primates debido a «dificultades técnicas».

Durante los cinco días que habían pasado desde entonces, todo parecía indicar que el programa se estaba convirtiendo en el mayor fenómeno de la historia de los medios de comunicación modernos, y no solo por el asombroso dominio del lenguaje y de los ordenadores por parte de los bonobos, sino por el sexo. Tras haber sido testigo en primera persona, a John no le sorprendía, pero al parecer al resto del mundo sí. Los bonobos incorporaban el sexo a todos los aspectos de su vida y, como resultado, la audiencia humana estaba enganchada. Los bonobos practicaban sexo para saludarse. Practicaban sexo antes de comer. Practicaban sexo para aliviar la tensión. Practicaban sexo de tantas maneras diferentes, con tanta frecuencia y en tantas posturas que, al cabo de tres días, la Comisión Federal de Medios de Comunicación (CFMC) les obligó a retirar el programa. Pero Ken Faulks tenía experiencia con la CFMC: tenía un plan B preparado y listo para entrar en funcionamiento y, sin que ello implicara ni un segundo de interrupción de la emisión, La casa de los primates pasó a emitirse vía satélite y por Internet, quedando así fuera del alcance de la CFMC y, no por casualidad, disponible solo para abonados.