En el último recuento, más de veinticinco millones de personas habían dado los datos de sus tarjetas de crédito. John era uno de ellos.
Cuando entró en la sala, John se encontró a Amanda sentada en medio de la alfombra sobre una pierna doblada como si fuera una alita de pollo y la otra estirada. Tenía el portátil delante, lo que la obligaba a encorvarse sobre él mientras escribía. A su alrededor, un montón de hojas de papel arrugadas salpicaban el suelo. La televisión bramaba ante ella.
La pantalla era un collage de pequeños cuadrados, cada uno de ellos con una perspectiva diferente del interior de La casa de los primates. Uno de los simios se miraba al espejo mientras se escarbaba los dientes. Otros se balanceaban colgados de los marcos de las puertas y se escabullían corriendo por el suelo. Otro estaba repanchigado en una piscina infantil mientras se llenaba una y otra vez la boca con una manguera y escupía chorros de agua. En el cuadrado superior derecho, dos hembras sonreían como locas y se fundían en un abrazo apasionado mientras empezaban a frotarse los abultados genitales, que parecían grandes pedazos de chicle mascado. Un claxon sonó tres veces mientras esa imagen se agrandaba y se deslizaba hacia el centro de la pantalla. Se formó el perfil de una sombra digital. «¡Hoka-hoka!», exclamó un chabacano subtítulo de color rojo chillón. Acompañaron la situación de una frenética música de circo y efectos sonoros enlatados de silbidos, «pins» y «boings».
– ¿Qué pasa? -dijo John.
Amanda levantó la vista. Se giró -se había teñido de rubio y alisado recientemente el cabello- y mostró un labio superior embadurnado por una densa pasta blanca. Tenía un aspecto cristalino, azucarado, y parecía obra de un alquimista.
– Me estoy decolorando el bigote -explicó-. No sé si tendré tiempo para hacerlo después de la cita de mañana y parece ser que es otra de mis numerosas imperfecciones.
Hacía unos días, uno de los nuevos jefes de Amanda -el que había dicho de ella que era «refrescantemente diferente»- le había dado el nombre de un dermatólogo y le había sugerido, en un tono que Amanda interpretó como orden, que se hiciera infiltraciones de Restalyne, una popular sustancia de relleno, de botox y algún tratamiento con láser para eliminar las pecas. John no entendía por qué una escritora tenía que asemejarse a una estrella de cine, pero al parecer era cierto: hacía poco se había producido un escándalo en el que estaba implicada una ingenua guionista de diecinueve años que había sido agasajada y alabada hasta que se había descubierto que en realidad tenía treinta y cinco. Desde entonces no había conseguido volver a encontrar trabajo. Aunque la última ronda de transformaciones de Amanda se debía claramente a los comentarios de ese idiota, en concreto sobre «el arquetipo hollywoodiense», en el fondo John culpaba al tío Ab. Si aquel viejo borracho como una cuba de whisky hubiera mantenido el pico cerrado en la boda…
– Me refiero a qué pasa en general -dijo John.
– Ah -dijo Amanda, poniéndose de pie-. Deberías mirar en la nevera.
– ¿Por qué? -preguntó John con los ojos clavados en la televisión. Las primates que se habían frotado los genitales se habían ido cada una por su lado y las habían vuelto a relegar a la esquina inferior izquierda.
Ahora una de ellas llevaba un cubo en la cabeza. En otro de los recuadros había un simio tendido sobre un puf con las piernas cruzadas, hojeando una revista con indiferencia.
«¡Mec, mec!». La bocina sonó mientras agrandaban otro cuadrado y lo ponían en el centro de la pantalla. Un macho que caminaba erguido le mostraba su enorme y prominente erección a otro primate.
– Yo solo digo que deberías mirar -opinó Amanda, y desapareció en el baño. John suspiró, se pasó una mano por la cara y se dirigió a la cocina. Solo le faltaba enfrentarse a una nevera estropeada.
Cuando abrió la puerta para investigar, un Post-It de color rosa fluorescente se despegó y cayó al suelo. Se encorvó para recogerlo. Lo observó un momento y salió al pasillo.
– ¿Amanda?
La puerta del baño se abrió y Amanda salió. Se había quitado los pantalones de cordón y estaba envuelta en un esponjoso albornoz blanco. Tenía el labio superior rosa, de tanto frotarlo. Se abrió camino entre John y la nevera y sacó una cerveza.
– ¿Sí? -dijo, tendiéndole la botella.
Él giró el tapón para abrirlo y se la devolvió.
– ¿Qué querían los del Times?
– Hacerte una entrevista de trabajo, supongo -dijo, esbozando una amplia sonrisa.
John se quedó mirándola un instante y luego gritó de alegría.
– Pendleton Group. ¿Con quién quiere que le pase?
John frunció el ceño. Le echó un vistazo al Post-It que tenía pegado en el dedo índice. Los Angeles Times pertenecía a Tribune Company, todo el mundo lo sabía.
– Con Topher McFadden, por favor -respondió, después de leer el nombre del Post-It. John nunca había oído hablar de él, debía de tratarse de un editor ayudante, o de un nuevo fichaje.
– ¿De qué departamento?
– Del Times. El departamento de edición -dijo John.
– Un momento, por favor. -Se oyó un clic, al que le siguió el sonido de una cascada acompañado por el canto de unos pájaros. Al cabo de unos segundos, se interrumpió de golpe.
– ¿Sí? -inquirió una lánguida voz masculina. John sujetó el teléfono entre la oreja y el hombro y se puso a desenredar las espirales del cable del teléfono.
– Hola, soy John Thigpen. ¿Me ha dejado usted un mensaje hace un rato?
– Ah, sí, he sido yo. Tengo aquí su curriculum. -Se oyó el frufrú del papel-. Bastante impresionante: prácticas en el New York Gazette, ocho años en el Philadelphia Inquirer, algunos trabajos como autónomo para el New York Times.
– Gracias.
– ¿Y qué le trae a la ciudad de Los Ángeles?
– Mi esposa está escribiendo con otra persona el guión de una serie para la NBC.
– ¿De qué trata?
– De mujeres solteras que se abren paso en la jungla de las relaciones urbanas.
– Como Sexo en Nueva York.
– Algo parecido. Supongo.
– Entonces está empezando. Es como Cashmere Mafia.
John tragó saliva de forma audible.
– En absoluto. Tiene su propios… giros.
– Claro -dijo Topher McFadden-. ¿Podría venir mañana? A las diez, por ejemplo.
– Perfecto -respondió John.
– Muy bien. Tráigame un café doble grande, largo de café, con leche desnatada y dos azucarillos.
– ¿Y con un poco de canela de Madagascar, tal vez? -preguntó John, sonriendo por su propio chiste.
Lo único que se oyó a continuación fue un abrumador y sepulcral silencio. La sonrisa de John desapareció. O aquel tipo no había visto nunca Frasier o no tenía sentido del humor. El instinto de John le decía que más bien se trataba de lo segundo.