– ¿Sabe dónde estamos? -dijo finalmente McFadden.
– Sí, claro. En la Primera Oeste.
– ¿Eh? ¿Dónde? -Se produjo una pausa, y luego continuó-: Un momento, ¿me está tomando el pelo?
Con Simon Bell al mando ¿piensa que están contratando gente? Me toma el pelo, ¿no?
– No -respondió John-. Me temo que no.
John bajó las escaleras lentamente. Amanda había desplegado una serie de cacerolas y sartenes sobre la encimera y estaba machacando dientes de ajo con la hoja de un cuchillo. Detrás de ella había una olla de cobre en el fuego en la que se estaba fundiendo un generoso trozo de mantequilla. Levantó la vista hacia John.
– ¿Eran del Times?
– Sí.
Ella se volvió y movió el cazo con ambas manos para que se cubriera bien todo el fondo.
– ¿Y qué tal?
– Quieren hacerme una entrevista. -Hizo una pausa mientras observaba cómo inclinaba la sartén de un lado a otro.
– ¡Eso es fantástico!
– El único problema es que no eran de Los Angeles Times.
Amanda cogió una cuchara de palo de un recipiente que había sobre la encimera.
– ¿Qué quieres decir?
– Eran del Weekly Times -explicó John-. Yo no envié el curriculum al Weekly Times. Es un periódico sensacionalista -dijo al cabo de unos instantes-. ¿Amanda?
– ¿Sí? -respondió ella con tono cauteloso. La tarea de distribución de la mantequilla se había convertido de pronto en algo completamente absorbente.
– ¿Hay algo que quieras contarme?
Golpeó la cuchara contra el borde del cazo y la dejó sobre la encimera.
– ¿Cómo han conseguido mi curriculum? -insistió John.
Ella cerró los ojos unos instantes y se apoyó en la encimera.
– Puede que se lo haya enviado yo.
– ¿Cómo que puede que se lo hayas enviado tú?
– Vale. Lo hice -dijo, girándose para ponerse frente a él-. Uno de los productores dijo que conocía a un editor del Times y que le podía hablar de ti, así que le envié tu curriculum por correo electrónico.
Él la miró boquiabierto.
– ¿Qué? -inquirió ella-. No entiendo por qué estás enfadado.
– ¡Porque es una publicación sensacionalista! ¿Cómo voy a escribir sobre estrellas que se están desintoxicando, sobre rubias esqueléticas e idiotas y sobre quién se las está tirando?
– No lo sabía -dijo ella. Su voz había adquirido un tono nervioso-. Yo también pensaba que se refería a Los Ángeles Times.
John abrió la boca y la volvió a cerrar. A continuación, cogió las llaves del coche, que estaban sobre la encimera.
– ¡John, espera! -De pronto estaba detrás de él, sujetándole la muñeca-. ¿Qué está pasando aquí? Si no quieres el trabajo, no vayas a la entrevista. Nadie te está obligando. Yo solo pretendía ayudar.
– ¿Crees que no soy capaz de buscarme un trabajo yo solito? ¿Eso es lo que crees?
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.
Finalmente, le soltó la muñeca. Él volvió al garaje, consiguió convencer al motor del Jetta para que se encendiera y se fue haciendo chirriar las ruedas calle abajo, cambiando directamente a tercera y dejando la puerta del garaje subida.
John no tenía ni idea de adónde iba. Se dirigió hacia la autovía de Santa Mónica con la idea imprecisa de dejarse llevar hasta que su ira se disipara. Pero cuando entró en la rampa de acceso y vio que el tráfico estaba colapsado, ya era demasiado tarde. Ya no le quedaba más remedio que ahumarse con los gases tóxicos e ir a paso de tortuga hasta la siguiente salida.
El Weekly Times era de esos periodicuchos que la gente hojeaba a escondidas en la caja registradora mientras la compra reptaba por la cinta. John intentó recordar si alguna vez había visto a alguien leyéndolo abiertamente. Tal vez en un aeropuerto o en algún hotel, amparado por el anonimato. Quizá en el dentista, pero incluso en ese caso era solo porque las alternativas eran Forbes o Golf Illustrated.
Aceptar trabajar para ellos significaría el fin de su credibilidad como periodista. O bien tendría que fingir un paréntesis en el curriculum cuando se fuera de Los Angeles, si se iba, lo cual sería casi tan malo como admitir que había trabajado en el Weekly Times.
John parpadeó con rapidez para volver al presente. Los coches empezaron a moverse de nuevo, por lo que tuvo que cambiar de primera a segunda y luego a primera otra vez, mientras mantenía un pie sobre el embrague. Subió la ventanilla y puso el aire acondicionado.
El móvil zumbó al lado de su muslo. Lo desenterró y lo abrió. Amanda le había enviado un mensaje: «Tas ahí?».
John levantó el teléfono sobre el volante para poder ver los coches de delante y tecleó: «No».
Volvió a cerrar el teléfono bruscamente y lo lanzó sobre el asiento del copiloto. Miró de nuevo hacia la autovía, aunque el tráfico no se movía. Se concentró en la fina espiral de gases azules procedentes del tubo de escape del descapotable que iba delante de él.
El teléfono volvió a zumbar.
«Tas loco? X favor di algo».
No contestó, porque no tenía ninguna respuesta que darle.
Alguien tocó el claxon detrás de él. John levantó la vista y descubrió que tenía un hueco delante en el que cabían tres coches. Por el retrovisor vio cómo el conductor que estaba detrás de él gesticulaba como un loco. John levantó una mano en señal de disculpa y avanzó.
Miró el teléfono esperando que le enviara otro mensaje y luego se dio cuenta de que no, de que por supuesto que no lo iba a hacer, porque él se estaba comportando como un auténtico gilipollas. Entonces también le quedó clarísimo que no estaba enfadado con ella. Estaba muerto de miedo. Había acometido la búsqueda de empleo de forma metódica e incesante, dedicándole dos horas cada noche y guardando hojas de cálculo y notas en carpetas de anillas. Sin embargo, hasta ese momento no había recibido noticias de nadie con quien realmente quisiera trabajar. Y, por supuesto, el primer sitio al que había enviado el curriculum había sido a Los Angeles Times.
¿De verdad trabajar para el Weekly Times era peor que escribir anuncios de champú? Ciertamente era más seguro que un trabajo temporal, eso suponiendo que lo contrataran. Si Amanda decía en serio lo de tener hijos -y eso parecía-, necesitarían tener ingresos fijos.
Volvieron a tocar el claxon. John soltó el embrague y el Jetta se puso en movimiento antes de que pudiera levantar la vista y darse cuenta de que el coche que tenía delante no se había movido. Pisó el freno con tal violencia que el motor se ahogó y el teléfono se cayó al suelo. Con las atronadoras bocinas de fondo, apoyó la cabeza sobre el volante y extendió la mano hacia abajo para coger el teléfono de la alfombrilla, que aún estaba llena de sal de las calles de Filadelfia.
Era más de medianoche cuando apagó el motor y se deslizó dentro del garaje silenciosamente. Todas las luces estaban apagadas.
Amanda se había quedado dormida en el centro de la cama con los brazos sobre la cabeza. La tele estaba encendida: una guitarra eléctrica daba vida a una básica banda sonora, al tiempo que unos guardias de seguridad calvos se llevaban a dos mujeres increíblemente obesas mientras una nube de nieve carbónica flotaba a su alrededor. Los puños volaron y las piernas se retorcieron como batidores de huevos. Las dejaron a las dos en sujetador y quedaron a la vista unos micrófonos ocultos, aunque una de ellas aún llevaba los restos hechos jirones de la camisa colgando de la cintura sobre los estrechos pantalones de Patachún [2]. Le arrancó la peluca de la cabeza a su rival y soltó una sarta de obscenidades que en la tele se convirtieron en un prolongado pitido. La aparente razón de la disputa era un hombre desgarbado que estaba encorvado en una silla detrás de ellas. Estaba sentado con las rodillas abiertas y las cejas arqueadas y tenía cara de entre fastidio y aburrimiento. «Lo que hay que aguantar», parecía decir su expresión. La cara de Jerry Springer se transformó con una mirada de tristeza atroz y este negó con la cabeza mientras la cámara hacía un barrido.