– ¿Te han dado el trabajo? -preguntó.
– ¡Eres una diosa! ¡Un genio! -respondió él, sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro para poder pagar al empleado.
– ¿Ah, sí?
– ¡Sí! Vuelvo a La casa de los primates.
Ella gritó tan fuerte que a punto estuvo de dejar caer el teléfono.
– ¡Dios mío, cielo! ¡Me alegro mucho por ti!
– ¿Te han hecho lo de la cara?
– Sí, pero eso no importa. Cuéntame lo de los primates.
– Pues me tengo que ir a Nuevo México casi inmediatamente, pero…
– Mierda -interrumpió Amanda-. Me está llamando Sean. Lo siento, cariño, tengo que contestar. Eso me recuerda que esta noche vamos a una fiesta. Ahora nos vemos. ¡Compra champán!
John llegó a casa con el champán en la mano y se encontró una nota de Amanda en la nevera que decía que tenía que hacer unas cosas para prepararse para la fiesta y que no sabía cuánto tardaría. Le pedía que estuviera listo a las ocho y firmaba con equis y oes.
Entró por la puerta cinco minutos antes de la hora, le echó un vistazo a John y dijo:
– No pensarás ir así, ¿verdad?
Ella llevaba el pelo recogido en un moño de rizos rubios sueltos, de esos que implican mucho trabajo, tenacillas y horquillas. Las uñas perfectas de los dedos de los pies le asomaban por la parte frontal de unos zapatos abiertos por delante cuyas suelas carmesí hicieron que un escalofrío de advertencia subiera por la espina dorsal de John. Había visto a famosas manteniendo el equilibrio sobre zapatos con las suelas rojas hacía unas horas en un artículo del Weekly Times. Iba embutida en un vestido negro ajustado de punto que solo tenía un hombro.
Ella parpadeó expectante. El recordó la pregunta.
– Ese era el plan -dijo, bajando la mirada para verse. Aún llevaba puesto el traje de la entrevista, todo salvo la corbata.
– Yo llevo unos Christian Louboutin -repuso ella a modo de explicación. John no tenía ni idea de lo que eso significaba.
– ¿Quieres que me vuelva a poner la corbata? -preguntó él.
Ella sacudió la cabeza y sonrió. Estaba claro que no tenía remedio.
– Ven aquí, deja que te vea -dijo, echándose hacia delante e inclinándole la cara hacia la luz. Ella la giró sin rechistar.
Los rasgos de su cara le parecían exactamente iguales a los de aquella mañana.
– Refréscame la memoria… ¿Qué se suponía que tenía que estar diferente?
– Tengo un poco más de relleno por aquí -dijo ella, señalando la zona entre la nariz y la boca- y aquí -añadió apuntando hacia los labios-. También me inyectó un poco bajo los ojos y las pecas han desaparecido. Y en unos cuantos días, no seré capaz de fruncir el ceño.
– ¿Y cómo sabré si estás enfadada conmigo?
– Ya te enterarás -dijo ella riéndose.
– ¿Cuánto ha costado?
– Mil cien dólares -dijo tras una breve pausa.
John palideció.
– ¿Mil cien dólares?
– Pero mirándolo por el lado bueno, si continúo haciéndolo nunca tendré arrugas -replicó con rapidez-. Los músculos se atrofiarán. Además creo que podemos desgravarlo…, a lo mejor.
En ese momento, sonó el timbre de la puerta.
Amanda se dio la vuelta y le echo otro vistazo a John.
– Oye, ¿por qué no vas sin mí y ya está? -dijo John-. De todos modos, no se me da nada bien chismorrear.
– ¿Estás seguro? -preguntó ella, cogiendo la diminuta cartera de lentejuelas de la mesa de la entrada.
– Sí -afirmó John. Esperaba al menos una ligera queja: él nunca se había opuesto a que le dijeran qué ponerse y podía haberse cambiado con rapidez y, además, sentía bastante curiosidad por ese mundo de famosos que su mujer estaba empezando a habitar.
– Nos tomaremos el champán cuando vuelva -repuso ella.
– Vale -dijo él.
Le dio un beso de despedida y abrió la puerta durante el tiempo suficiente para que pudiera ver a Sean, que parecía haber puesto todo su empeño en simular ser un adicto grasiento y sin afeitar. Este le murmuró algo a John y alzó una mano a modo de saludo mientras Amanda salía tambaleándose sobre los tacones, que debían de medir al menos doce centímetros. La puerta se cerró de un portazo.
John se quedó mirando la parte de dentro durante unos segundos.
¿Mil cien dólares?
Al final se llevó el portátil a la cama para investigar todo lo que pudiera sobre los primates. Hasta ese momento, nadie había logrado entrevistar a Ken Faulks, a ninguno de los directivos de la universidad ni a ninguno de los científicos involucrados en el proyecto. Peter Benton ponía todo su empeño en esquivar a los medios de comunicación, invocando con aire de suficiencia los tópicos habituales como si fuera algún personaje famoso. «No voy a comentar nada», decía ocultándose tras unas gafas oscuras, o mientras levantaba la mano para tapar el objetivo de la cámara. En cuanto a Isabel Duncan, parecía que se la hubiera tragado la tierra. Ni había concedido ninguna entrevista ni había vuelto a la universidad. Recordó su críptico comentario sobre la familia y esperó que, estuviera donde estuviera, se encontrara bien.
Amanda llegó a casa tres horas más tarde y se deslizó en la cama como una sombra negra.
– ¿La fiesta ya ha terminado? -preguntó John. Estaba medio dormido y tenía los ojos vidriosos clavados en el programa nocturno. Había estado viendo La casa de los primates hasta que los bonobos se habían ido a dormir.
– ¡No! -le espetó ella, tirando la cartera contra la pared y haciendo volar por los aires su contenido: una barra de labios, maquillaje compacto, la tarjeta de crédito y el carné de conducir.
John saltó de la cama.
– ¡Para! ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
– No, no estoy bien. -Lanzó los zapatos a la esquina por encima de la cabeza, uno detrás de otro.
Plaf.
Plaf.
La diminuta punta negra de uno de los tacones de aguja hizo una muesca en la pared.
– ¿Cielo? -dijo John, acercándose como si ella fuera un caballo desbocado. Extendió la mano con cautela para tocarle el brazo. Cuando vio que no arremetía contra él, empezó a acariciarla-. Amanda, cielo, cuéntame qué ha pasado.
– Para empezar, estuvimos haciendo cola durante una hora detrás de unas cuerdas de terciopelo mientras dejaban pasar a otras personas. Más importantes que nosotros, supongo. Luego empezó a llover y se me rizó el pelo de tal forma que parecía Medusa y los pies me estaban matando. ¿Has probado a caminar alguna vez sobre un tacón de doce centímetros? Esos zapatos cuestan setecientos sesenta dólares y los he destrozado por quedarme allí de pie sobre un charco grasiento. Y los pies también los tengo destrozados.
– ¿Has dicho setecientos sesenta dólares?
– ¡Y luego, cuando al fin conseguimos entrar, el local estaba abarrotado de famosos de nueva generación como Kim Kardashian y Paris Hilton! Y Paris andaba por allí pavoneándose como si hubiera nacido sobre unos tacones de doce centímetros. ¿Habrán hecho algo alguna vez en su vida? De verdad, ¿qué han aportado a la cultura, al mundo o a la industria del entretenimiento, además tal vez de acumular multas por conducir borrachos y estancias simbólicas en la cárcel? Eso sí, al menos Kim y Paris tienen vídeos practicando sexo. -Amanda imitó a Paris Hilton echando las caderas hacia delante y los hombros hacia atrás, con los brazos en jarras y ladeando la cabeza para que le cayera el pelo sobre un ojo-. ¡Hola, espejito! ¡Estoy caliente!
John se hundió en el borde de la cama.
– ¿Has visto el vídeo de Paris Hilton practicando sexo? ¿Cuándo?
– Y luego nos unimos a nuestro grupo y todo el mundo me analizaba la cara, porque supongo que no era ningún secreto que me la había arreglado esta mañana, y un tío calvo de ojos saltones que llevaba alzas va y me dice: «¿Sabes? Tengo a la persona perfecta para tu nariz».