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John se enderezó al momento.

– ¿Qué?

– Lo que oyes. Y entonces empezaron a hablar de mi nariz. Según ellos, tengo las ventanas de la nariz «prominentes». Alguien usó exactamente esa palabra. Y a todos les pareció muy gracioso, ja, ja, ja.

– Joder.

Ella sacudió la cabeza con violencia y se tiró sobre la cama a su lado. Sus ojos echaban chispas.

– No pienso hacerlo, John. No pienso hacerlo. No pienso convertirme en un robot de Hollywood.

Respiró hondo y cerró los ojos. John tuvo la sensación de que aún había algo más.

– Y luego me dijeron que cabía la posibilidad de que cambiaran la edad de los actores de nuestra serie para que tuvieran menos de veinte años en lugar de cuarenta y tantos, lo que básicamente significa que estaremos haciendo Gossip Girl en lugar de Sexo en Nueva York. Y que tendré que empezar de nuevo con los guiones. Tendré que seguir incluyendo Vitamin Water en todas las escenas, solo que ahora habrá que añadir también una mención a Macy's. Al menos eso es solo una vez por capítulo, pero probablemente también tendrá que haber un plano en el que se vea claramente una bolsa de los almacenes, aunque eso es cosa del director de escena. -Abrió los ojos y se quedó mirando al techo. John estaba tumbado a su lado, incorporado sobre un codo, mirándola-. Odio este sitio -dijo-. Odio este trabajo. Hasta me odio a mí misma. No me puedo creer que nos haya hecho esto. He arruinado nuestra vida por completo.

Se levantó y se fue al baño, cerrando la puerta tras ella.

John se quedó tendido en la cama escuchando atentamente, preguntándose si debía preocuparse. No la había visto tan enfadada desde que Fran había desterrado para siempre los juguetes eróticos de nuestras vidas.

Se levantó y pegó la oreja a la puerta del baño. Oyó un sonido de agua corriendo.

– ¿Estás bien?

– Sí -dijo-, solo estoy poniendo a remojo los puñeteros pies. ¿Puedes mirar si me he cargado los zapatos?

John rescató los zapatos de la esquina. Tenían una muesca en medio de la parte roja del interior de uno de los tacones, una diminuta onda en la piel. John la alisó con el pulgar.

– Bueno, no están exactamente para poderlos devolver, pero tampoco están hechos polvo.

– Me alegro. Los voy a vender por eBay. Y el vestido también.

– ¿Quieres una copa de vino o algo?

– No.

– ¿Y un masaje en los pies?

Cuando finalmente se fue a la cama, él estaba dormitando, pero no duró mucho. Ella se daba la vuelta y volvía a ahuecar las almohadas cada vez que John empezaba a quedarse dormido.

– Estás haciendo ruidos con la garganta -dijo ella.

– Lo siento. -Se cambió de postura sin rechistar para ponerse de lado en lugar de boca arriba.

– En realidad, son más como ronquidos y silbidos -añadió al cabo de unos segundos.

– Mmmm.

Afortunadamente, se calló y, una vez más, John notó cómo se iba quedando dormido.

– Ahora estás gruñendo y resoplando y cuando exhalas parece que murmuras.

– Amanda… -John abrió los ojos de par en par.

– ¿Sí?

– Solo un escritor podría describir los ronquidos como tú lo haces.

– Lo siento. Ya paro. John se levantó.

– No hace falta que te vayas -dijo ella, rodando hacia su lado de la cama y hundiendo la cabeza en sus almohadas. Él observó su forma inerte.

– ¿Amanda?

– ¿Mmmm?

– No sé si me has oído antes cuando te lo conté por teléfono, pero me voy a Nuevo México.

Amanda se irguió sobre los codos con cara afligida y lo miró unos segundos.

– Dios mío. De verdad, soy un ser humano horrible. -Y tras otra pausa, añadió-: No puedo creer que no te haya preguntado aún por eso. Soy la persona más egocéntrica del planeta. Ya me estoy convirtiendo en uno de ellos.

– Estabas distraída. Y con razón.

– ¿Quieres hablar de ello ahora? ¿Abrimos el champán?

– Creo que es un poco tarde para eso -dijo, mirando el reloj-. Puede que me vaya ya mañana. ¿Estarás bien sola?

Ella se volvió a hundir en la almohada.

– Estaré bien -dijo con un hilo de voz.

– Porque ahora estoy un poco preocupado por ti.

– Lo superaré. De verdad. Es solo que… aquí nada es como me lo esperaba. No hay más que plástico, botox, operaciones de nariz y gente que te juzga constantemente por cosas que no tienen nada que ver con tu trabajo. Por favor, vuelve a la cama. Te prometo que te dejaré dormir.

Él bajó la vista hacia ella un momento.

– No. Duérmete -le dijo, inclinándose para darle un beso en la frente.

John bajó las escaleras, se sirvió una copa de vino de una botella que estaba abierta, encendió el ordenador de Amanda y se descargó Receta del desastre en un pen drive. En el mismo fichero encontró una hoja de cálculo con una lista de agentes, presumiblemente por orden de preferencia, ya que los había puntuado con diferente número de estrellas. El archivo reflejaba cuándo se había puesto en contacto con ellos y qué respuesta le habían dado. Alrededor de un tercio ni siquiera se habían molestado en contestar. Guardó también una copia de ese archivo en el pen drive.

Eran más de las dos cuando volvió sigilosamente arriba. Ella seguía en su lado de la cama, roncando suavemente. Aquella imagen le produjo una punzada de ternura tan desmesurada que se le hizo un nudo en la garganta.

20

Dado que las listas y el orden ayudaban a Isabel a darle sentido al mundo, diseccionó el problema en tres obstáculos principales: el primero era lograr que Faulks liberase a los primates y para ello había reclutado a Francesca de Rossi y Eleanor Mansfield, primatólogas de fama mundial y fundadoras del grupo Personas Contra la Explotación de los Grandes Primates (PCEGP). PCEGP había jugado un papel decisivo para lograr garantizar los derechos humanos básicos a los grandes primates en España el año anterior, y continuaban ejerciendo presión en nombre de los simios que estaban atrapados en la industria del entretenimiento y en los laboratorios biomédicos. En aquel preciso instante iban de camino a Lizard.

El segundo obstáculo era encontrar alojamiento temporal para los primates una vez que Faulks se los entregase. Los avances que Isabel estaba haciendo en relación con ello -estaba en negociaciones con el zoo de San Diego- la llevaban directamente al tercer obstáculo, el más preocupante de todos: encontrar un hogar permanente para ellos. Construir unas instalaciones apropiadas costaría millones de dólares y, aunque Isabel lograra encontrar una universidad dispuesta a financiar el proyecto, en ningún caso permitiría que los bonobos volvieran a correr el riesgo de ser vendidos, aunque esto significara que tuviera que ser ella la dueña de los bonobos, un concepto que le parecía repugnante.

Celia estaba también de camino a Lizard, a pesar de las protestas de Isabel basadas en que se perdería los exámenes y echaría por la borda el semestre. Pero a Celia eso no parecía importarle: le preocupaban más las repercusiones que tendría que se fuera de Kansas City sobre el prolongado tormento al que estaba sometiendo a Peter, que había comenzado en cuanto se había enterado de los pormenores de las investigaciones que este había llevado a cabo en el Instituto de Estudio de los Primates. Isabel casi se sintió aliviada cuando Celia decidió hacerle la vida imposible. En cierto modo, había temido que hubiera preferido cargárselo de un plumazo.

Isabel no le pedía detalles, pero Celia estaba orgullosa de sus progresos y la mantenía informada. Por eso Isabel sabía, por ejemplo, que Peter últimamente pisaba más cacas de perro de lo normal. «Es un servicio comunitario -le explicó Celia-. Recojo mierdas de perro de los parques y las vuelvo a dejar en zonas que merecen más la pena. Podría considerarse una redistribución de la riqueza». También le había dado a entender que a Peter le habían llevado a casa tantas pizzas, chow meins y burritos que él no había pedido que habían incluido su nombre en las listas de personas non gratas que pegaban en la pared al lado del teléfono en prácticamente todos los restaurantes de comida para llevar y de servicio a domicilio de la ciudad.