Aunque Isabel intentó disuadir a Celia, en el fondo admiraba su determinación. Cuando se había enterado de los experimentos que Peter había realizado en el IEP, ella misma había fantaseado con acorralarlo en una esquina y decirle exactamente lo que opinaba de él, pero al final ni siquiera fue capaz de coger el teléfono para reprochárselo a distancia. Tenía una necesidad casi patológica de evitar las confrontaciones, lo que hacía que, al recordarlo, el incidente con Gary Hanson en Rosa's Kitchen le pareciera realmente asombroso.
Celia, sin embargo, era de una naturaleza diferente. Y no parecía que se fuera a relajar: cuanto más tardaba Peter en llamar a la policía, más desafiante se ponía ella. Su mayor logro hasta la fecha había sido conseguir que descargaran ocho metros cúbicos de turba al final del camino de acceso a su casa un día que tenía el coche en el garaje. Celia parecía tan comprometida con la causa que había convencido a Joel y a Jawad para que continuaran mientras ella estuviera ausente. Isabel esperaba que fueran un poco menos obstinados que ella. No porque creyese que Peter se merecía una tregua, sino porque aquellos estudiantes eran lo más parecido que había tenido nunca a una familia desde que se habían llevado a los primates y no quería que también los encerraran a ellos.
Francesca de Rossi llamó a Isabel para decirle que ella, Eleanor y Marty Schaeffer, un abogado que había aceptado trabajar gratuitamente para PCEGP, estaban en camino desde el aeropuerto. Decidieron quedar en el bar del hotel, ya que Marty, que era una de las pocas personas que aún no había visto La casa de los primates, quería ver a los bonobos en acción. El restaurante, a pesar de las quejas de los clientes, se consideraba un establecimiento familiar y se negaban a poner el programa.
Al cabo de unos diez minutos, Isabel bajó las escaleras para esperarlos. Para su sorpresa, se encontró a James Hamish Watson sentado en una esquina. Muchos de los clientes del bar -y de hecho muchos huéspedes del hotel- eran cámaras, reporteros, mirones y hasta cuadrillas de trabajadores de La casa de los primates. Después de haber hablado con Isabel unos minutos hacía dos días, se le había venido encima un enjambre de periodistas que estaban escuchando. Tenía la cara de color bermellón y aspecto de querer pasar desapercibido. Isabel también se había batido en retirada, aunque, como ella no había divulgado su identidad, ningún periodista intentaba seguirla.
A su llegada a Lizard, Isabel estaba preocupada por si alguien la reconocía, porque había hecho muchos documentales y había salido en muchas noticias sobre los bonobos antes de lo del ataque. Pero nadie del Mohegan Moon ni siquiera se dio la vuelta para comprobar si la conocía. Al final, acabó dándose cuenta de que, con una mandíbula nueva, una nueva nariz y prácticamente sin pelo, tenía un aspecto muy diferente al que había tenido durante aquello que, cada vez más a menudo, consideraba su vida anterior.
Aunque le sorprendió volver a verlo en el bar, tenía sentido. Ya había admitido que en casa no le dejaban ver La casa de los primates y, dijera lo que dijera su mujer sobre Ray y su participación en el negocio de la pornografía, Isabel estaba segura de que el problema eran los simios.
Los humanos se sentían a la vez fascinados y desconcertados por la sexualidad de los bonobos. Aunque los encuentros sexuales de los primates eran breves, también eran frecuentes y sus amplias sonrisas y expresiones faciales dejaban bien claro que disfrutaban de ellos. Por lo visto, a casi todas las personas del bar los frotamientos genitales entre hembras les parecían divertidísimos, pero todos coincidían en que los abultamientos propiamente dichos les parecían desagradables. ¿Cómo podían andar por ahí con esas cosas? Seguro que les molestaban. Los bultos se movían de un lado a otro cuando las hembras hacían «hoka-hoka», el término congoleño para dicha actividad interpersonal. Eran tan bulbosos y llamativos que durante los primeros días de emisión, un gran porcentaje de espectadores creía que eran testículos.
Faulks Enterprises enmendaron por los pelos aquel desastre de relaciones públicas etiquetando la actividad con un subtítulo intermitente y, para que quedara bien claro, con un toque de bocina. Y al público objetivo -machos humanos, adultos, heterosexuales, de clase trabajadora- les pareció bien lo del «hoka-hoka» una vez supieron qué era. El contacto entre machos, no tanto. En el bar, el «hoka-hoka» solía desencadenar una serie de ovaciones. El frotamiento menos común de caderas y escrotos entre machos, sin embargo, generaba gruñidos de repugnancia, acompañados por avergonzados tragos a las cervezas y rubor de mejillas. Pero era la copulación entre dos bonobos, el sexo en grupo, el sexo oral y la masturbación lo que generaba mayor bochorno, porque recordaba demasiado a la sexualidad humana. En público, incluso los espectadores más desvergonzados empezaban a emitir risillas nerviosas o se quedaban en silencio y apartaban la mirada. Muy a menudo, en las mejillas de los científicos de butaca brotaban pequeños puntos rojos, por mucho que estos se empecinaran en poner cara de «No vamos a apartar la mirada, porque no nos sorprende».
Era este último grupo el que más le interesaba a Isabel. Alguien de los medios de comunicación se había dado cuenta, por fin, del hecho de que, aunque los bonobos ya no se encontraban en un entorno de especies bípedas, continuaban aliñando las conversaciones con la lengua de signos, lo cual -junto con la extraordinaria destreza de Bonzi para la informática, que hacía pausas frecuentes en medio de las compras para echar una partidita o seis al Ms. Pacman- había tenido como consecuencia un aumento del segmento de espectadores que estaban más fascinados por las habilidades cognitivas de los primates que por su actividad sexual. Faulks Enterprises, que nunca perdía una oportunidad, contrató a intérpretes de la lengua de signos para cubrir las veinticuatro horas del día y empezó a poner subtítulos que aparecían en bocadillos sobre las cabezas de los correspondientes bonobos.
Isabel se dirigió hacia James Hamish, que miraba fijamente el monitor que tenía delante mientras tomaba una cerveza. Cuando Makena rodeó a Bonzi con el brazo y se la llevó a una esquina para hacer un poco de «hoka-hoka», la bocina sonó y el subtítulo parpadeó. James Hamish metió la mano en el bolsillo, sacó algunas monedas que puso sobre el mostrador y se fue hacia la puerta. Isabel aún no estaba ni a seis metros de él.
Se planteó seguirlo hasta el aparcamiento, pero el instinto le dijo que no lo hiciera. En lugar de eso, se sentó en la barra, pidió un té helado y esperó a Francesca, Eleanor y Marty.
No tardaron mucho en llegar y estaban saludándose cuando Isabel escuchó las primeras notas de Splish, Splash, I Was Taking a Bath.
– Mira -le dijo a Marty.
Se hizo el silencio en toda la sala y las caras se giraron hacia las pantallas.
En La casa de los primates, varios grifos situados en diferentes sitios cerca de los zócalos cobraron vida. Algunos de los bonobos buscaron un lugar más alto; Bonzi y Lola eligieron la estructura de juego del jardín, mientras que Sam permanecía simplemente colgado por un brazo del marco de una puerta. Mbongo y Jelani se agacharon al lado de uno de los chorros, inclinándose hacia abajo para coger agua con la boca y lanzársela el uno al otro entre los ojos antes de caer de espaldas en una algarabía muda de jubilosas risas. Makena se puso delante de uno de los grifos y se situó de forma que le diera en los genitales. Se movía hacia delante y hacia atrás, ajustando el ángulo y dirigiendo el chorro con el dedo.