– Vale. Lo siento. Empecemos de nuevo. Lo que les sucedió a usted y a los primates fue horrible y, obviamente, usted tendrá un punto de vista totalmente personal sobre ello. Me encantaría escuchar su opinión sobre lo que está pasando. Solo unas cuantas pregun…
– No concedo entrevistas. -Isabel giró el taburete para mirar cara a cara a Cat y añadió a voz en grito-: ¡Sobre todo a la gente que es capaz de hacer cosas como esta!
Le dio un golpe con la parte de atrás de los dedos a la BlackBerry de Cat, cogió la cartera y se marchó, dándose cuenta con rabia de que, después de aquel arrebato, había dejado de ser invisible para el resto de los clientes del bar.
21
Ken Faulks estaba sentado en la sala de juntas, hundido en su silla Aeron dibujando grasientos círculos con un dedo sobre la brillante superficie de la mesa.
Faltaba más o menos una hora para que anocheciera. Sus directivos, seis hombres y dos mujeres, estaban aletargados, agotados.
Faulks levantó el dedo de la mesa y observó el dibujo que había dejado sobre ella. Se inclinó hacia delante y le echó el aliento antes de usar el reverso de la corbata de seda para devolverle el brillo perfecto. Se quedó mirando la punta del dedo y se lo pasó por los labios de forma distraída mientras el director financiero proyectaba una serie de diapositivas en PowerPoint. La línea roja de un gráfico zigzagueaba hacia arriba y luego descendía bruscamente.
– En resumidas cuentas -dijo el director financiero-, aunque estamos ofreciendo descuentos para los abonos a largo plazo, la audiencia no pica.
– ¿Y los abonos a corto plazo?
– Bien. Genial. Hasta diría que increíble. Pero con compromisos de un solo día toda la historia podría irse al garete en un abrir y cerrar de ojos.
– Oblígales a abonarse al menos durante una semana. Haz que las suscripciones se renueven automáticamente a no ser que se den de baja.
– No podemos hacer eso. Ahora mismo nuestras ventas están aumentando prácticamente día a día. Los hombres de negocios que asisten a conferencias y todo eso cambian de hotel casi a diario.
– ¿Y qué hay de los abonos por Internet y de la gente que nos ve desde sus casas?
– No quieren comprometerse.
– ¿Por qué? -inquirió Faulks.
Todas las miradas aterrizaron sobre uno de los productores, que se dio por aludido con un suspiro y se puso en pie.
– Los primates practican mucho sexo y gastan una barbaridad, pero básicamente eso es todo. Hasta ahora no ha habido una sola pelea. No hay drama. Tenemos que darle una vuelta de tuerca.
– ¿Cómo? -preguntó Faulks con sus ojos grises clavados en el gráfico.
– Añadiendo dramatismo, diversión, cosas inesperadas. Peleas, alianzas, venganzas. El tipo de cosas que la audiencia espera de un reality show -dijo uno de los productores-. Necesitamos tensión. -Se levantó bruscamente y se alejó de la mesa. Se llevó las manos a las caderas, enseñando sin darse cuenta las axilas sudadas-. Vamos, la gente se pelea constantemente. Y las suricatas también, por el amor de Dios… En Animal Planet estuvieron echando La mansión de las suricatas durante años. ¿Qué les pasa a estos bichos?
– ¿Y si hacemos participar a la audiencia? -sugirió alguien.
– ¿Y cómo demonios vamos a conseguir eso? -preguntó Faulks-. ¿Metemos a un famoso venido a menos en la casa una semana?
Inmediatamente se produjo una exaltada reacción.
– ¡A Ron Jeremy!
– ¡A Carmen Electra!
– ¡A Vern Troyer!
– ¡A los tres!
Aquellas opciones eran magníficas. Hicieron una pausa para pensarlo. Hasta Faulks se quedó absorto.
– No -dijo finalmente-. El seguro no querría darnos cobertura. Pero está claro que tenemos que hacer algo. Burlarnos de ellos, incitarlos a que hagan algo.
– Pero ¡si el programa se basa en que los primates son los que mandan! -protestó una mujer a la que se le estaba deshaciendo el moño.
– Las cosas cambian -respondió Faulks con brusquedad.
El director de marketing empezó a tamborilear en la mesa con el bolígrafo. Todas las miradas de la sala se volvieron hacia él. De pronto se detuvo y se inclinó hacia delante.
– ¿Y si…? -empezó a decir, pero se quedó a medias. Se llevó una mano a la barbilla y miró hacia el techo. Tenía un brillo soñador en los ojos.
Faulks se echó hacia delante.
– ¿Qué? ¿Y si qué?
– ¿Y si -repitió más despacio- hacemos La casa de los primates en horario de máxima audiencia? -Les dio un momento para que echaran a volar la imaginación-. Los primates llevan la batuta veintitrés horas al día. Pero una vez al día hacemos algo que altere su entorno. Algo -dijo, inclinándose hacia delante- que la audiencia haya decidido por votación. La audiencia que paga. Solo podrá votar la gente que haya comprado el paquete mensual. Veintitrés horas hacen lo que quieren y una hora al día hacen lo que los abonados mensuales han decidido.
– Veintitrés contra una.
– Aparentemente.
– ¿Aparentemente?
– Es de suponer que las repercusiones continuarían hasta la siguiente… intervención. Les hacemos alguna faena y retransmitimos gratis el programa durante la siguiente hora. Enganchamos a la audiencia y luego tienen que abonarse para saber qué pasa después. Un paquete de veinticuatro horas les permitirá ver el siguiente segmento de Máxima audiencia, pero si quieren votar qué quieren que pase en él tendrán que abonarse al paquete mensual.
– Necesitamos algo para empezar -dijo el director financiero, chascando los dedos-. Porno, pistolas de fogueo, lo que sea.
– Imágenes de guerra y pistolas de fogueo. Porno y juguetes eróticos.
Una de las comisuras de los labios de Faulks se elevó de manera casi imperceptible y se quedó allí moviéndose nerviosamente.
– Adelante -dijo.
22
A John le dio un vuelco el corazón cuando vio la estatua del lagarto en el aparcamiento del Buccaneer Motor Inn: medía casi cinco metros, llevaba puesto un peto y un sombrero de paja e iba descalzo, dejando a la vista unos pies inquietantemente humanos con unos dedos verdes y bulbosos. En la mano llevaba un cartel de lona que decía:
CAMAS DOBLES
TV COLOR, RADIO
AIRE ACOND.
HBO CASA PRIMATES
ECONÓMICO
«No hay plazas libres», ponía debajo. El «no» parpadeaba.
El edificio propiamente dicho era una construcción de cemento de dos pisos pintado de color rosa chicle. Los aparatos de aire acondicionado de las ventanas estaban sujetos con placas de contrachapado y láminas de metal y zumbaban mientras derramaban el agua sobre el cemento que había debajo de ellos. El aparcamiento de gravilla estaba salpicado de latas de cerveza y envoltorios de comida rápida. Había una máquina expendedora pegada a la pared, al lado de un contenedor de basura. Al otro lado de la calle había una pequeña construcción de un solo piso que albergaba dos locales comerciales: uno de ellos claramente había cerrado, como evidenciaba un letrero de neón apagado en el que ponía: «Clínica quiropráctica», que colgaba casi vertical en la ventana. El otro, un restaurante llamado Jimmy's, publicitaba una combinación de pizza y caja bento. John vio algunos pares de zapatos colgando de unos cables. Sabía que las bandas que vendían droga hacían aquello para marcar su territorio en las zonas urbanas, pero ¿allí? ¿En Lizard? Mientras recorría el cable con la vista, vio un par de zapatos de aguja que habían atado cuidadosamente entre sí antes de lanzarlos.
También había una piscina, cuya agua estaba sospechosamente azul. Cuatro atractivas mujeres en bikini estaban tendidas sobre unas tumbonas de plástico blanco. Tenían el pelo largo y la piel color miel. No había ni un hoyuelo a la vista, salvo en los brazos de la mujer que se dirigía hacia la puerta del segundo piso con una brillante y florida túnica. Al parecer se había tomado como algo personal la presencia de las chicas que tomaban el sol, ya que les lanzaba miradas fulminantes cada pocos metros. Aún más personalmente se tomó el interés de su anciano marido por ellas y lo empujó dentro de la habitación con la palma de la mano en cuanto abrieron la puerta.