John aparcó, salió del coche y entró en la oficina. Una campanilla que anunciaba su llegada sonó sobre la puerta de cristal.
La oficina estaba recubierta de paneles de madera oscura, como si se tratara de un estudio en un sótano. Había un árbol de Navidad artificial en una esquina adornado con mustias guirnaldas y ambientadores de cartón en forma de pino. Tras la mesa laminada, en una televisión portátil en blanco y negro, tenían sintonizado el canal de La casa de los primates. En la esquina inferior izquierda, un simio tostaba una nube sobre la cocina de gas. En el recuadro de arriba, uno de los primates pulsaba con fuerza las teclas de un órgano electrónico alegremente, mientras otro lo observaba con admiración. El lado derecho de la pantalla estaba ocupado por un simio que le estaba cortando el pelo a otro. Este último se estaba cortando a su vez las uñas de los pies.
– ¿Puedo ayudarle? -dijo un hombre gordo que estaba sentado en una silla giratoria. Apoyaba sus dedos entrelazados sobre una prominente barriga. Ni siquiera se molestó en levantarse. Sobre su cabeza calva y sudorosa giraba un ventilador del que colgaban unos cuantos trozos de espumillón. Unos ásperos rizos grises sobresalían bajo el cuello de la camiseta manchada de sudor que llevaba puesta y que, probablemente, en su día había sido blanca.
– Quiero registrarme.
– ¿Nombre? -John Thigpen.
John se quedó expectante ya que, si había alguien sobre la faz de la tierra capaz de hacer una broma con lo de Pigpen, era ese tío. Sin embargo, esta nunca llegó. El hombre levantó su considerable volumen de la silla y cogió el único juego de llaves que había en un tablero a sus espaldas. Las tiró sobre la mesa.
– Llega tarde.
– El avión se ha retrasado.
– Debería haber llamado.
– Lo siento. -John le echó un vistazo al reloj y frunció el ceño. Había hecho una paradita en el Staples que había al lado del aeropuerto para enviar una docena de paquetes a Nueva York, pero, aun así, solo era media tarde.
– Tarjeta de crédito -dijo el gordo.
– ¿Mi empresa no ha llamado para darle una?
– No.
– ¿Le importaría asegurarse?
– Nadie ha llamado para nada. Tiene suerte de que le haya guardado la habitación. -El hombre se quedó mirando a John bajo unas cejas como las de Brezhnev.
John sacó una tarjeta de crédito y se la lanzó; esta llegó deslizándose al otro lado de la mesa. En realidad, su intención era tirarla con tal displicencia que cayera directamente delante de sus narices, pero, en lugar de ello, se trasladó como un disco volador. El hombre la recogió del borde de la mesa, la comprobó, la metió en la máquina de procesado manual y pasó el deslizador sobre ella. ¡Chunchún! Le tendió a John la copia hecha con papel carbón y dejó caer un bolígrafo desde una altura de veinticinco centímetros.
– Firme ahí. Treinta y nueve dólares la noche y un extra si la camarera encuentra algo raro. ¿Capisci?
– Yo…
– La fianza de su tarjeta es de cuatrocientos pavos. No hacemos excepciones. Si se va por la noche, nos los quedamos. Ponga esto a la vista en el salpicadero -le dijo tendiéndole una ficha numerada de plástico que osciló delante del pecho de John y se cayó al suelo- o la grúa se llevará el coche. Contamos las toallas y las sábanas. Está en la habitación 142: doblando la esquina según sale.
John volvió a guardar la tarjeta de crédito en la cartera, se agachó para recoger la ficha del aparcamiento de la alfombra llena de manchas, se metió las llaves en el bolsillo y se fue en busca de la habitación.
Mientras abría la puerta, una de las mujeres que estaban al lado de la piscina, una pelirroja con cintura de avispa y algo brillante colgándole del ombligo, le sonrió antes de echar la cabeza hacia atrás dejando que su espesa mata de pelo se desparramara. Unos reflejos rojos y naranjas brillaron bajo el sol. John, alarmado por lo que debía de ser una invitación, dio media vuelta, pero no sin antes pensar en que tenía el pelo del mismo color que, hasta hacía poquísimo tiempo, había lucido Amanda.
John retiró la colcha y la dejó hecha un ovillo en una esquina bajo el aire acondicionado que traqueteaba, vibraba y escupía entre los dientes que tenía rotos. La alfombra estaba un poco húmeda debido a una limpieza reciente y la habitación estaba impregnada de olor a jabón para alfombras y de algo vagamente ácido. John aumentó la potencia del aire acondicionado para acelerar el proceso de secado. Miró hacia la cama y llamó a Topher.
– ¿Te importa si cambio de hotel?
– Por mí no habría ningún problema -dijo Topher-, pero los otros están llenos.
– ¿En serio? ¡Si estamos en Lizard! -respondió John, paseando entre la cama y la puerta-. ¿Qué hay en Lizard?
– Casinos. Y La casa de los primates. Mi ayudante se las vio y se las deseó para encontrarte una habitación.
Claro. Cat y el resto de los periodistas de los periódicos de verdad habían invadido el lugar y se habían extendido como una plaga de langostas hacía casi una semana, llenando las habitaciones de los hoteles buenos. John se hundió en el borde de la cama y se quedó mirando las tablas curvadas de las contraventanas. De pronto tuvo una idea. Buscaría unos grandes almacenes WalMart, se compraría sus propias almohadas y un ambientador Febreze.
– ¿Ya has estado allí? -preguntó Topher.
– Estoy a punto de ir.
– Bien. Envía la primera crónica mañana sobre las doce de la noche. Tenemos que mandarla a imprenta a las tres de la mañana.
– Entendido.
John cerró el móvil y lo dejó sobre la mesilla de noche. Se agachó para oler la cama y se llevó una grata sorpresa al descubrir que olía a jabón de lavandería. Necesitaba desesperadamente una ducha, así que se quitó la ropa y se metió en el baño. Era de color blanco, algo bastante desafortunado porque hacía resaltar las juntas, que estaban anaranjadas en algunas zonas y de color gris verdoso en otras. Media docena de moscas muertas estaban tendidas boca arriba sobre el alféizar de la ventana que había sobre la bañera, exactamente iguales a las alcaparras fritas crujientes que hacía Amanda, una asociación que intentó borrar de la mente de un plumazo. Y, por supuesto, la alcachofa no funcionaba. Estaba atascada con sedimentos minerales y echaba alternativamente agua helada e hirviendo en direcciones tan dispares que la cortina era incapaz de contenerla.
Iba a tener que añadir una botella de limpiador antical LimeAway y una de esas alfombras de baño de goma con ventosas a la lista de la compra, pensó mientras se agachaba para acercarse al grifo y echarse agua en los sobacos. Y una pastilla de jabón. Este ya lo habían usado, como daba fe el vello púbico que tenía incrustado.
John no había comido nada en todo el día salvo una bolsa diminuta de cacahuetes que le habían dado en el avión, así que volvió a recepción para preguntar por algún restaurante. El hombre gordo le dijo que el restaurante del Mohegan Moon -el hotel que había al lado del casino más grande- estaba bastante bien. Además, en uno de los clubes para caballeros hacían unas alitas excelentes. John le preguntó por el local que había al otro lado de la calle en el que anunciaban el combinado de pizza y caja bento. El hombre gordo sacudió la cabeza, lentamente y con firmeza.