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Era imposible no ver el casino, ya que tenía la forma del Taj Mahal y estaba cubierto de arriba abajo de luces parpadeantes. El vestíbulo del Mohegan Moon estaba fresco y era espacioso, tenía el suelo de mármol, lujosas alfombras orientales y botones con trajes rojos que empujaban dorados carritos de equipajes. Una enorme mesa de caoba con patas en forma de garras servía de soporte para un arreglo floral que fácilmente tendría la altura de John. Aves del Paraíso y hojas de palmera se entremezclaban con ramitas artísticamente dobladas y otras flores variadas, acerca de las cuales John no sabía nada, salvo que olían bien. Una mujer mayor con el pelo rubio platino pasó por delante hablándole a un enorme bolso rosa. Mientras John analizaba aquello, apareció una diminuta cabeza de perrito blanca y esponjosa. Llevaba un collar del mismo estampado que el bolso, recubierto de strass. El perro tenía los ojos brillantes y negros y las orejas triangulares. Con la punta de la rosada lengua fuera, tenía un aspecto encantador.

Aunque Topher ya había dicho que no había habitaciones libres en ningún otro sitio, aquel aroma a lujo y limpieza hizo que John se postrara desesperado ante el director y le preguntara si no tenían habitaciones reservadas para emergencias porque de verdad que la suya podría calificarse como tal. El director lamentó no poder serle útil. Estaba todo lleno.

John se volvió desde el mostrador justo a tiempo para ver a Cat Douglas salir del bar y dirigirse hacia los ascensores de cristal.

En el bar solo había sitio para estar de pie y los camareros corrían de un lado a otro girándose hacia los lados y levantando las bandejas sobre la cabeza para moverse entre la gente. El agobiado empleado de la barra servía bebidas lo más rápido que podía, la mayoría de las veces dejando que un reguero de espuma se deslizara por los laterales de los vasos de las pintas. John fue hasta el final del mostrador y se quedó al lado del sitio en el que los camareros dejaban los vasos y los platos sucios, donde pidió una cerveza mientras esperaba a que se quedara alguna silla libre.

Cuando uno de los clientes señaló que en la televisión de los bonobos estaban poniendo porno humano, el empleado de la barra cambió de canal. La sala se llenó de protestas airadas y tuvo que volver a ponerlo.

Uno de los bonobos estaba intentando cambiar de cadena, pero parecía que el mando a distancia no funcionaba. El resto de los primates entraban y salían del jardín y hojeaban revistas. Había una muñeca hinchable en una esquina que una de las hembras había tapado con una manta. De vez en cuando, levantaba una esquina en busca de signos de vida, pero luego se cansó y se pasó a los videojuegos. John volvió a la realidad y se dio cuenta de que se trataba de Bonzi, la que había intentado darle un beso.

Aunque el empleado de la barra había dejado la televisión puesta, le había quitado el sonido. Eso le permitió a John escuchar las conversaciones de su alrededor. Dos periodistas bebían bourbon y comparaban sus notas. Ninguno de ellos había conseguido nada del otro mundo, pero John se quedó con los datos por si acaso. Algunos observadores de agencias de protección de animales debatían la falta de opciones, claramente frustrados.

En una mesa cercana, tres mujeres le dejaban claro a la camarera que eran ecofeministas. Dos de ellas eran flacas, tenían el pelo largo y llevaban faldas que tenían aspecto de necesitar un buen lavado. La tercera estaba rellenita y llevaba puestos unos pantalones chinos oscuros. Estaban sentadas con un chico delgaducho, con granos y el pelo verde. John pensó que haría bien huyendo. Eran veganos -militantes, por lo tanto- y se aseguraban de que todos se enteraran. ¿Había estado aquello alguna vez en la misma superficie que un producto animal?, preguntaban. ¿Estaba completamente segura de que aquello estaba hecho con aceite vegetal? Sí, importaba mucho, le decían a la camarera, que empezaba a mirar desesperada porque la reclamaban otros clientes. La opresión de las mujeres y de los animales estaban históricamente vinculadas. ¿No se daba cuenta de que trabajar de camarera -o tener cualquier otro empleo que implicara un salario mínimo y trabajar por propinas- era una forma de opresión femenina?

La pareja que estaba sentada en la mesa de al lado de ellos se fue y John se lanzó a por una de las sillas. Le ganó por poco a una mujer que tenía la desventaja de los tacones y que intentaba no derramar su martini. Inmediatamente, John se sintió mal y le dijo que podía sentarse a su lado, si quería, pero ella puso los ojos en blanco y se alejó. Aquel episodio captó el interés de las ecofeministas. Miraron un momento a John y luego se giraron, murmurando palabras como «asqueroso» y «cerdo». John se imaginó lo que serían capaces de hacer con su apellido. Uno de los camareros, presumiblemente no oprimido, se acercó a la mesa de John y tomó nota de su pedido: un sándwich Reuben y otra cerveza. John escuchó nuevos cuchicheos sobre asesinatos y ganadería intensiva procedentes de la mesa de al lado.

Media hora después, el Reuben aún no había aparecido, así que pidió otra cerveza, y al cabo de otros veinte minutos, después de que el agobiado camarero le contara lo saturada que estaba la cocina, otra más. Después de media hora y otra cerveza, renunció al sándwich y le pidió al camarero que le trajera la cuenta.

Estaba oscureciendo, así que abandonó la idea de ir a echar un vistazo a la casa de los primates. Volver al Buccaneer resultó realmente difícil, ya que la acera parecía alejarse en direcciones inesperadas y provocaba que las piernas se le hicieran un nudo. Volvió a la habitación del hotel y llamó a Amanda.

* * *

Cuando John se despertó, estaba cubierto de gotas de sudor. Se puso bruscamente de lado para mirar el reloj: las cuatro y inedia. Al otro lado de la puerta, oyó crujir la gravilla bajo los neumáticos de un vehículo que se acercaba. El golpeteo de fondo insoportablemente grave de algún tipo de música disco le retumbaba en el pecho. Las puertas del vehículo se abrieron y el ruido se cuadruplicó. Unas personas gritaban y reían por encima de la música. ¿Hablaban ruso? ¿Ucraniano? O tal vez letón. John no tenía ni idea. Lo único que sabía era que estaban borrachas. Las puertas del coche se cerraron de golpe y se oyó un corto pitido, seguido del golpe de un puño, un zapato o un bolso contra una de las aletas laterales. Cuando el coche se fue, unas voces femeninas prorrumpieron en unas estridentes risas. Empezaron a andar y John notó con alivio que el repiqueteo de los tacones se alejaba de su habitación. Los oyó resonar en la distancia mientras subían por las escaleras de cemento y luego, para su desesperación, volvieron y entraron en la habitación que estaba justo encima de la suya.

Pusieron música -una especie de tecno-pop extranjero con sintetizadores- y se oyeron golpes, pisadas y el ruido de la ducha mientras hablaban sin parar. El suelo y la cama crujían. La conversación era animada y en voz muy alta, y estaba salpicada de carcajadas.

Llamaría al encargado del turno de noche, eso haría. Y si no estaba, llamaría…

John se quedó mirando el techo con los ojos como platos. Acababa de recordar su conversación con Amanda.

Le había dicho que se había comprado un artilugio que le diría cuándo estaba ovulando. Él estaba un poco achispado y había hecho un chiste diciéndole que sería mejor que se compraran un perro, que así no tendrían que cambiarle los pañales ni pagarle la universidad.

Amanda había colgado y desconectado el teléfono.

Analizó el pánico que sentía, intentando identificar la causa. Él siempre había dado por hecho que tendrían hijos. Hasta se imaginaba a Amanda sentada al lado de la ventana con un bebé envuelto en una mantita, ambos bañados en rayos de sol dorados. Pero ahora que la cosa iba viento en popa, esa imagen se veía sustituida por otra muy distinta. Esta tenía que ver con la salud de Amanda en peligro, con mutilaciones y contratiempos con el cordón umbilical, con noches en vela y pañales y con el hecho de saber que aquello no acababa a los dieciocho, ya que después venían la universidad, las bodas y los préstamos para las entradas de las casas, que los padres siempre perdonaban. Y eso con suerte, porque a veces los hijos se quedaban en el sótano para siempre. Y en ocasiones, aunque sí lo abandonaran, volvían. Y si tenían éxito en la vida, se iban y tenían sus propios hijos y todo volvía a empezar, con el mismo nivel de responsabilidad. ¿Y lo que aumentaría la presencia de Fran en sus vidas si tenían un bebé? Podía imaginárselo… Los consejos, el agua hirviendo, la esterilización. Él llenaría la nevera de comida inapropiada para una madre lactante. Usaría el tipo y la cantidad equivocada de detergente para la ropa del bebé. Lo haría todo mal y requetemal. Y luego, cuando el bebé creciera un poco, vendrían los suspiros al ver los cochecitos de otros bebés y cuentas furtivas en calendarios y seducciones en días específicos. Sabía que en cuanto pusiera un solo dedo en esa pendiente especialmente resbaladiza, desaparecería para siempre en la enorme y revuelta piscina genética, se convertiría en esclavo de los pañales sucios, de las clases de fútbol y de la ortodoncia, y luego de las preocupaciones por el consumo de drogas, de las charlas sobre condones y de interminables noches de tortura preguntándose dónde, con quién y hasta qué hora.