– Si no quieres tener hijos, dímelo ahora, antes de tenerlos -respondió con la voz quebrada.
Pensar en ello a la luz del día no le daba mucho menos pánico.
– A mí me da igual -dijo él, intentando parecer tranquilo. Por el silencio glacial que se produjo a continuación, intuyó que lo había enfocado de manera errónea-. Oye, si a ti te hace feliz, a mí también. Tendremos un montón de bebés y volveremos locos de alegría a nuestros padres. ¿Vale?
– Vale -respondió ella todavía sin su tono de voz normal.
John frunció el ceño.
– ¿Estás bien? ¿Ha pasado algo más?
– Nada importante -dijo con voz cansada.
– ¿Cómo que nada importante? Ella se quedó callada.
– ¿Amanda? ¿Qué ha pasado?
– Sean se me ha insinuado un poco, eso es todo.
– ¿Que se te ha qué? ¡Creía que era gay!
– Y yo. Hasta he conocido a su novio. Supongo que le van las dos cosas.
– ¿Qué te ha hecho ese cabrón? -preguntó John en un tono glacial y monocorde.
– Nada, de verdad. Por favor, no vayas a hacer ninguna estupidez, como volver para matarlo.
– ¿Qué ha hecho? -dijo John, que no podía prometer nada, con los dientes apretados.
– Estábamos en una fiesta. Él me estaba agarrando por la cintura, lo cual, siendo gay, no significaría nada, pero luego empezó a mordisquearme la oreja. Le dije que parase, y cuando finalmente se dio cuenta de que se lo decía en serio, se detuvo. No fue gran cosa, como ya te he dicho. Estaba un poco borracho. Lo que pasa es que ahora me siento un poco rara trabajando con él. Y supongo que, si hubiera querido, me podría haber sustituido.
Cuando colgaron, a John se le revolvieron las tripas. Sabía por experiencia propia lo que los hombres cerdos eran capaces de hacer, porque él mismo lo había sido.
Era la semana de los novatos y él era uno de esos chicos guarros. De hecho, esa era su única excusa. Sus padres lo habían dejado en la residencia de estudiantes solo ocho días antes y estaba probando su recién adquirido carné de identidad falso en un ruidoso bar de suelos pegajosos llamado Nasty Hammer's Taproom, donde la gente echaba sal en las cañas aguadas de dos dólares. Él estaba haciendo lo imposible para que pareciera que sabía sostener su copa, algo de lo que, rotundamente, no tenía ni idea.
Ginette Pinegar estaba sirviendo las mesas. Tenía casi cuarenta años, lo que por aquel entonces era como si fuera una anciana, pero tenía buenas piernas y la iluminación sombría del bar la favorecía. Había sentido una afinidad inmediata hacia ella debido exclusivamente a su apellido: ¿cómo no iba a simpatizar un Thigpen con una Pinegar? («Con aceite y vinagre [3] -le había dicho con un suspiro-. Toda la vida igual. Y cada gilipollas que me viene con esas se cree que es el primero»). Luego le debió de ver mala cara y le llevó un huevo rosa en vinagre del enorme bote que tenían en la barra, porque pensaba que le asentaría el estómago. Él le dio las gracias efusivamente y lo tiró, ya que solo el olor le provocaba unas contracciones en el diafragma de siete grados en la escala Richter.
Se estremeció. A día de hoy aún no tenía ni idea de si había podido acostarse con ella. Solo recordaba algunas cosas, como haber estado haciendo el pino mientras la gente le sujetaba un embudo en la boca y gritaba para animarlo, al tiempo que él se atragantaba y le daban arcadas por el interminable torrente de cerveza. También se acordaba de otras personas que metían chupitos de whisky, con vaso y todo, dentro de jarras de cerveza y que le gritaban: «¡Dale! ¡Dale! ¡Dale!» mientras él las engullía.
Y entonces, de repente, allí estaba ella. Y vaya, allí estaba él vomitando en el autobús y luego otra vez por encima de sus propias rodillas y aferrándose al borde del retrete.
Y luego nada, hasta que varias horas después se había despertado y ella había empezado a contarle historias de Pinegar mientras él le rogaba al techo con todas sus fuerzas, pero en silencio, que dejara de dar vueltas.
Mientras retrocedía poco a poco recogiendo su ropa, que estaba tirada por el suelo de la habitación, le dijo que la llamaría. No debería haberlo hecho porque sabía que no era cierto, pero supuso que no estaba bien irse de la habitación de una mujer así, sin más ni más, y lo que estaba claro era que no le iba a decir lo que se le estaba pasando por la cabeza -además de una docena de martillos-, porque su más ferviente deseo era no volver a verla en toda su vida.
De vuelta al campus, sus amigos se había reído como si hubiera hecho algo admirable. Y se rieron aún más cuando les rogó que no se lo contaran a Amanda, a la que conoció unos días después. John estaba saliendo de clase, levantó la vista y allí estaba, una silueta al final del pasillo brillando en un halo de cabello cobrizo. Llevaba pantalones vaqueros, botas de cowboy y una ligera camiseta de algodón de color ciruela apagado. Caminaba despacio, con tranquilidad, moviendo las piernas desde las caderas como si fuera una modelo de pasarela. Su cabello botaba cada vez que daba una zancada. John cayó en sus redes antes incluso de saber cómo se llamaba.
Dos semanas después, un día que iban a cenar fuera, John divisó a Ginette al otro lado de la calle. Ella lo vio en el mismo instante, salió disparada hacia él y cruzó entre los coches. Cuando lo alcanzó, se puso de puntillas, se inclinó hacia delante sobre sus sucias zapatillas de lona y le soltó una abrasadora sarta de insultos mientras le apuntaba con el dedo. Tenía una mirada feroz y salpicaba saliva. Cuando hubo terminado con John, se volvió hacia Amanda y le dijo que era un cabrón asqueroso y que, si ella sabía lo que le convenía, ya podía salir corriendo.
Cuando Ginette se fue echando humo por las orejas, apartando a la gente de su camino con el hombro y dejando a Amanda mirándolo horrorizada, John se vio obligado a confesar lo que había sucedido. Era de lo último que quería hablar en la tercera cita, pero Ginette no le había dado más opción. Por qué Amanda no lo había dejado plantado era algo que John nunca llegó a entender.
El asesinato de Sean tendría que esperar, porque John tenía trabajo que hacer. En primer lugar, necesitaba ir a buscar un café, y bien grande. Luego, iría a la casa de los primates para hacerse una idea del tipo de manifestantes que había y de por qué, exactamente, estaban allí, ya que tenía la impresión de que en algunos de los casos la relación no acababa de estar demasiado clara. Sus principales objetivos eran descubrir si había alguien de la LLT -era posible que, después de haber «liberado» a los primates, estuvieran observando con interés cómo se desarrollaba la historia y, muy probablemente, con mucha atención- y conseguir una entrevista con Ken Faulks. Esperaba hacer un par de contactos sobre el terreno, pero, si no era así, tampoco pasaba nada. Volvería al Mohegan Moon y lo intentaría en el bar. Si allí no había ningún esbirro de Faulks, simplemente llamaría a Faulks Enterprises y pediría una entrevista. Nadie había conseguido ninguna aún, aunque Faulks aparecía de vez en cuando ante las cámaras, apartaba a los presentadores para vender sin pudor alguno su programa y después desaparecía sin responder a una sola pregunta. Faulks se pitorreaba de todos los medios de comunicación, pero como, en teoría, John había abandonado como él los medios legítimos, tal vez tuviera una oportunidad. Quizá si se presentaba ante Faulks como un compañero disidente o si le prometía un artículo que lo promocionara…
John fue en coche a una gasolinera para comprar un café y el desayuno. Después de pensárselo un poco, compró un perrito caliente seco que había en la parrilla bajo la lámpara de calor, lo empapó en kétchup y se dirigió hacia la casa de los primates.