Aunque John había visto en las noticias que la gente se estaba congregando alrededor de edificio, no se esperaba aquello: estaba aún a unos ochocientos metros, cuando la estrecha hilera de gente que peregrinaba a lo largo de la carretera empezó a aumentar. No pasó mucho tiempo hasta que se convirtió en una masa compacta que permanecía imperturbable ante la presencia de los coches. Acabó conduciendo entre ella a velocidad de peatón hasta que, finalmente, decidió que era hora de aparcar cuando estuvo a punto de atropellar a un hombre huesudo que llevaba una desaliñada cola de caballo y sandalias anatómicas. Lo único que lo evitó fue que el hombre se volvió y golpeó con el puño el capó del coche de John.
– Pero, tío, ¿qué estás haciendo? -le gritó, pegando una cara barbuda de pocos amigos contra el parabrisas. John levantó la mano para disculparse dócilmente.
Unos vendedores improvisados habían montado un tenderete al lado de la carretera, en el que vendían botellas de agua y de soda que sacaban de barreños llenos de hielo. Había gente con barbacoas portátiles que vendía hamburguesas, salchichas alemanas y polacas, kebabs de pollo, restos de comida casera sin identificar y, para los amantes de las verduras, champiñones Portobello a la brasa. El avituallamiento de cerveza se llevaba a cabo en lugares discretos situados entre los capós de los coches. La servían en vasos de plástico azul para que pudiera pasar por cualquier otra cosa. A base de tocar el claxon con insistencia, John consiguió salir de la carretera y embutir el coche entre un par de aquellos vendedores improvisados. Estos lo miraron recelosos hasta que se dieron cuenta de que no pretendía montar otro tenderete. Les compró una lata de Coca-Cola para que quedara clara su buena voluntad y se puso en marcha.
John calculó que habría unas cuatro mil personas. Era de cajón que muchos de ellos se desplazaban a diario desde otros sitios para pasar el día allí, ya que era imposible que el Buccaneer y el puñado de hoteles que había alrededor de los casinos albergaran a tanta gente. Además, había autobuses aparcados por doquier. Desde los más lujosos, elegantes y con aire acondicionado, hasta los típicos autobuses escolares modernizados que usaban las bandas musicales y los grupos religiosos.
Era una auténtica muchedumbre y transmitía la peligrosa sensación de estar casi fuera de control. Como John sospechaba, la mayor parte de los grupos que se daban empujones para salir en la tele parecían tener una exigua relación con los primates. Las ecofeministas y el chico del pelo verde habían elegido a un equipo de noticias de la NBC y le estaban contando cómo los simios representaban la opresión de la mujer en el mundo. Un miembro de la Iglesia Baptista de Eastborough -una mujer con la cara angulosa y pelo de ratón- explicaba con seriedad a Fox News por qué los soldados muertos en la guerra eran la manera que Dios tenía de castigar a Estados Unidos por permitir que hubiera «maricones» y aseguraba que aquello solo finalizaría cuando Estados Unidos les impusiera la pena de muerte, a ellos y a sus obscenidades que condenaban a las almas y destruían a la nación. Cuando el presentador le preguntó por qué se manifestaban delante de la casa de los primates, la mujer le explicó que los bonobos practicaban sexo bisexual y homosexual y que, por lo tanto, eran maricones. Esbozó una amplia sonrisa. Por el tono que había usado, parecía que les estaba ofreciendo un vaso de limonada. Detrás de ella, había unos niños con los brazos como ramitas que agitaban pancartas que decían: «Vais a ir al infierno» y «Dios os odia».
En un ambiente tan cargado, lo que atrajo la atención de John fue la gente que estaba callada. Había tres personas que se dedicaban a analizar el exterior del edificio mientras tomaban notas. Al principio, John se planteó si estarían relacionadas con la LLT, pero cuando se giraron y pudo verles las caras reconoció a dos de ellas al instante: eran Francesca de Rossi y Eleanor Mansfield, unas famosas primatólogas, como Jane Goodall. Habían salido en varios documentales, muchos de los cuales los había visto durante la investigación para su crónica sobre los primates para el Inky.
Se acercó a ellas.
– ¿Doctora De Rossi? ¿Doctora Mansfield? Me llamo John Thigpen. Soy periodista. Me preguntaba si me podrían dedicar unos minutos.
– Por supuesto -dijo Francesca de Rossi-. Disculpe, ¿para quién ha dicho que trabaja?
– Vengo de Los Angeles. Del Times -dijo.
«¡Mentiroso! ¡Mentiroso!», exclamó una voz dentro de su cabeza.
– Vaya, del Times. Por supuesto -dijo la doctora De Rossi. Le presentó a la tercera persona, un abogado que estaba preparando una demanda legal para conseguir que le quitaran los primates a Faulks.
– Gracias -repuso John-. ¿Podrían hablarme un poco de la demanda? Por cierto, ¿les importa si grabo?
– Por favor, faltaría más -dijo la doctora De Rossi.
John emitió algunos sonidos para probar que la grabadora funcionaba. Tenía la sensación de que Francesca de Rossi no era de esas personas que alzaban la voz. De hecho, se acercaba bastante para que pudiera oírla por encima de la multitud. Tenía el puente de la nariz salpicado de pecas, igual que Amanda antes del láser Fraxel. A él le gustaban sus pecas. Estaban bien distribuidas y eran muy monas, en absoluto como Amanda las había descrito («como si alguien me hubiera salpicado la cara con agua sucia de fregar los platos»).
– … Su comportamiento es prácticamente igual al de los humanos en ese aspecto: piden todo tipo de comida perjudicial y en grandes cantidades justo después de ver anuncios que…
Sobresaltado, se dio cuenta de que no se había enterado de nada de lo que Francesca de Rossi había dicho antes de empezar a hablar de comida. Aun así, la razón por la que había bajado a la tierra era que lo único que había comido en todo el día había sido un perrito caliente que parecía la suela de un zapato. Gracias a Dios que había puesto la grabadora.
– Imagínese Supersize Me, pero con una especie aún menos preparada para procesar la comida basura que nosotros -continuó.
Otro aspecto que les preocupaba en igual medida era la falta de higiene dentro de la casa de los primates. Los riegos programados a presión de los suelos de hormigón no podían con los restos de comida y la basura que se acumulaba. Y como los bonobos habían pedido muebles tapizados, el riego automático humedecía la parte de abajo de los mismos, lo que hacía que les saliera moho y exponía a los primates a todo tipo de enfermedades respiratorias y del sistema inmunológico. La demanda legal del PCEGP para conseguir liberar a los primates giraba en torno a aquellos aspectos. La vista se celebraría dentro de siete días, ya que lo habían considerado algo urgente.
– Obviamente, estamos muy preocupados por estos grandes primates en concreto y por la situación actual -continuó la doctora De Rossi-, pero, en un sentido más general, necesitamos educar al público sobre la explotación de todos los grandes primates.
John asintió y sonrió. Aceptó las tarjetas de visita agradecido y garabateó su propio nombre y su número en la parte de atrás del tique de la gasolinera. Puesto que aquellas doctoras creían que él trabajaba para Los Angeles Times, tal vez hasta era mejor no tener tarjetas de visita. Se preguntó si encontraría el momento oportuno para informarlas de para quién trabajaba en realidad y llegó a la conclusión de que no, de que probablemente ese momento nunca llegaría.
25
Mbongo estaba sentado en el suelo, entre un sofá patas arriba y el extraño globo humano que Bonzi mantenía cubierto con una manta. Miró afligido hacia el puf, su lugar favorito para repanchingarse, pero Sam seguía ocupándolo mientras miraba la tele y chupaba una naranja. Mbongo se cruzó de brazos, los posó sobre la barriga y observó su montón de hamburguesas con queso. Finalmente cogió una y le dio la vuelta. Los extremos del papel amarillo encerado estaban sujetos con una pegatina que él retiró. La cambió de dedo en dedo contemplando cómo se adhería y luego se la pegó en la cima de la barriga. La colocó bien, presionó unas cuantas veces para asegurarse de que estaba bien pegada y volvió a centrar su atención en la hamburguesa. La desenvolvió y la puso boca abajo sobre el envoltorio cuadrado de papel. Separó el pan de abajo -plano y enharinado- y lo tiró por encima del hombro. Hurgó con cuidado en el relleno del pan de arriba, cogió el pepinillo y lo lanzó contra la pared, donde se quedó pegado con los pepinillos de los días anteriores. Arrugó la frente, pensativo. Puso el dedo índice casi en el centro de la hamburguesa y apretó. Satisfecho con el resultado, repitió tres veces más la operación, dejando la carne agujereada como si fuera un botón. Miró a su alrededor con optimismo en busca de aprobación, pero todas las hembras estaban en el jardín, Sam estaba hipnotizado por el programa de televisión y no veía a Jelani. Mbongo lamió los condimentos del dedo. Mientras trituraba cebollas entre la lengua y el paladar, retiró las pegatinas del resto de las hamburguesas y se las pegó también en la barriga, creando con ellas un bonito dibujo. Se volvió de nuevo para mirar la naranja de Sam y a continuación cogió el globo humano por el brazo y se lo lanzó. Dobló una hamburguesa y se la metió en la boca redonda y roja, señalándola con el dedo. Como desapareció por completo, le metió otra. Dobló una tercera hamburguesa por la mitad y lo intentó de nuevo, pero esta vez no entró. Mbongo la empujó repetidamente con los dedos, incluso haciendo fuerza, pero cuando un trozo de hamburguesa conseguía entrar dentro de la boca, otro trozo salía de ella. Fue a buscar el destornillador.