Bonzi entró merodeando desde el jardín. Lola estaba de pie sobre los hombros de su madre, rascándole las orejas. Bonzi se dirigió hacia Sam y extendió la mano con indiferencia. El le dio la naranja sin apartar siquiera la mirada de la pantalla de televisión. Bonzi le dio la naranja a Lola y volvió al jardín.
Mbongo, sentado al lado del globo humano, ahora deshinchado, se llevó un puño a la boca y empezó a girarlo diciendo NARANJA, NARANJA, a nadie en concreto. Se quedó mirando el jardín durante un rato, luego deconstruyó el resto de las hamburguesas y empezó a pintar con el dedo mojado en mostaza.
Makena estaba tumbada al sol boca arriba, con la cara ladeada. Había estado lavando a una muñeca en un cubo hasta que se cansó y tanto la muñeca como el cubo estaban a su lado.
Un pequeño pájaro marrón descendió en picado sobre ella y se acercó lo suficiente como para asustarla. Esta inclinó la cabeza para seguir su evolución, hasta que la avecilla se detuvo al empotrarse contra la puerta de metacrilato de la entrada del jardín, dejando una pequeña mancha de plumón en el lugar del impacto. Makena se incorporó y se puso a fisgar alrededor. El pájaro yacía en el suelo hecho un ovillo, inmóvil.
Makena se acercó lentamente y se agachó delante de él, con los brazos sobre los muslos. Al cabo de varios minutos, al ver que el pájaro seguía sin moverse, extendió la mano y lo tocó. Este se alborotó, pió y se tambaleó hacia los lados.
Makena lo recogió con ambas manos y caminó directamente hacia la estructura de juego. Sujetó al pájaro en una mano contra el pecho y trepó hasta el punto más alto. Una vez allí lo elevó en el aire, le extendió las alas al máximo con cuidado y lo lanzó al vacío. El pajarillo desapareció por encima del muro.
26
Isabel estaba sentada con las piernas cruzadas encima de la cama picoteando los restos de la ensalada que había pedido al servicio de habitaciones. Después del altercado que había tenido con Cat, no le apetecía bajar. Se sentía mal por no haber pagado la cuenta, pero había pasado en el bar el tiempo suficiente como para que el empleado de la barra supiera su número de habitación.
Sonó el móvil. No reconocía el número, pero como era de Kansas City y Celia cambiaba de empresa de telefonía móvil tan a menudo como de amantes, Isabel contestó.
– ¿Sí?
– No cuelgues. -Era Peter.
– ¡Dios mío! -exclamó, mirando de nuevo el número-. ¿Desde dónde llamas?
– Desde una cabina.
Isabel se sintió mareada. Dejó a un lado la bandeja y acercó las rodillas al pecho.
– ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
– Diles que paren.
– ¿A qué te refieres?
– ¡A la turba! ¡A las pizzas! ¡A la mierda de perro! Y ahora han entrado en mi cuenta de correo electrónico y me han cambiado la contraseña.
Isabel se llevó los dedos índice y pulgar a la sien y cerró los ojos.
– Lo siento, Peter, pero yo no tengo nada que ver con eso.
– Es ilegal -le espetó de inmediato-. Es acoso. Puede que hasta sea un delito grave. Haré que los detengan. Un escalofrío de pánico le recorrió las entrañas.
– Peter, solo son niños.
– Me da igual. Ni siquiera puedo acceder a mi propio correo.
Isabel se abrazó las rodillas con más fuerza y empezó a balancearse.
– Hablaré con ellos -dijo-. Adiós.
– Un momento -replicó él con rapidez.
Isabel no respondió, pero tampoco colgó. Se recostó sobre las almohadas.
– ¿Cómo estás? -preguntó él. Al no haber respuesta, continuó-: Vi a Francesca de Rossi en las noticias anoche. Solo el final. Decía algo de procedimientos legales que tenía que ver contigo. ¿Qué está pasando?
– No es de tu incumbencia.
– No hace falta que hagas nada de eso. A los bonobos no les pasará nada.
Isabel se incorporó de un salto y golpeó el edredón con el puño.
– Claro que les pasará. Están obligándolos a vivir en una pocilga, obstruyendo sus arterias, jugando con su salud sabe Dios de qué otras formas y Makena dará a luz en cualquier momento, pero, por lo visto, a ti te importa una mierda. -Isabel se calló. Inspiró hondo, cerró los ojos de nuevo y dijo-: Peter, no puedo hablar contigo. No puedo, de verdad.
– Isabel -replicó él-, por el amor de Dios. Sé que lo de Celia es imperdonable, pero soy humano. Fue un error estúpido e idiota, pero un error al fin y al cabo y juro que no volverá a pasar. -Su voz se convirtió casi en un susurro-: Izzy, por favor, ¿no podríamos hablar de ello? Estaré ahí en unos días.
– ¿Cómo? ¿Para qué?
– Voy a ir para asegurarme de que cuiden bien a los bonobos.
Isabel sacudió la cabeza, confusa.
– Yo ya estoy aquí y ellos ni siquiera… -Se llevó bruscamente una mano a la boca-. Dios mío, dime que no estás trabajando para ellos.
– Solo para asegurarme de que los primates están bien -afirmó con rapidez-. La gente de Faulks se puso en contacto conmigo, ¿qué iba a hacer? Yo también he estado viendo el programa… No podía permitir que las cosas siguieran así, sobre todo si se me presentaba la oportunidad de hacer algo. Además, con uno de nosotros dentro, tenemos más posibilidades de acabar con todo, de recuperar a los primates y de continuar donde lo dejamos.
La bilis le subió a la garganta mientras recordaba las fotos de los estudios en los que había participado en el IEP; que la hubiera engañado ya le daba igual, pero ¿qué podía decir ella? Llegados a ese punto, él era la única vía de acceso a los bonobos. Si Faulks le hubiera ofrecido a ella un trabajo que le permitiera estar en contacto con los primates, también lo habría aceptado.
– ¿Cuándo te lo pidieron?
– Ayer.
Isabel no dijo nada. Tenía la cabeza hecha un lío.
– Por favor, ¿puedo verte? -le rogó Peter. Su voz era dulce y amable.
Isabel se incorporó y respiró hondo antes de responder.
– Hablaré con los chicos. Por favor, no los metas en ningún lío. Y por favor, por favor, cuida bien de los primates.