– No -dijo el hombre, ladeando la cabeza-. Ahora ya está aquí. ¿Qué quiere?
– Bueno… Una pizza. O una caja bento. O ambas cosas -respondió John, aunque no tenía ni idea de por qué estaban teniendo esa conversación. ¿Lo estarían entreteniendo mientras pensaban dónde tirar su cuerpo decapitado? ¿Acabaría en el contenedor de la basura que había al lado de la máquina expendedora del Buccaneer?
– Pizza… ¿Le gustan los pepperoni?
John tragó saliva con fuerza, de forma audible.
El hombre que John había decidido que era Jimmy (o que al menos actuaba como si lo fuera) chascó los dedos hacia la mesa.
– Frankie, una pizza de pepperoni. Ya has oído a nuestro cliente.
Frankie arqueó las cejas, sorprendido, y se señaló su propio pecho.
– Sí, tú -dijo Jimmy.
Frankie miró al resto y, al no encontrar apoyo alguno, se metió detrás de la barra y desapareció tras las sábanas. John oyó un ruido en la parte de atrás, seguido por el sonido de una puerta que se abría y se volvía a cerrar.
– Siéntese -dijo Jimmy, señalando hacia la mesa con la cabeza y hacia los hombres que estaban de pie alrededor de ella.
– No, estoy bien así -dijo John.
– He dicho que se siente.
– Vale. -John le echó un vistazo rápido al perro, que ya no gruñía, pero que seguía mirándolo con malas intenciones.
– No se preocupe por Booger. No le haría daño ni a una mosca.
John se dirigió receloso hacia la mesa. Uno de los hombres levantó y giró una silla, y la echó hacia delante a modo de invitación. John se sentó en el borde, calculando mentalmente el largo de la gruesa correa de cuero y la distancia que había entre él y el perro. El resto permaneció allí de pie, en silencio, con las caras prudentemente inexpresivas.
– Bueno -dijo Jimmy, que seguía detrás de la barra. Se agachó y dejó algo sólido sobre una estantería. Clonk. Luego se inclinó sobre la barra y se apoyó sobre sus peludos antebrazos. También tenía los brazos, las manos y hasta la parte superior de los dedos cubiertos de pelo negro-. ¿Es usted de fuera?
– Sí -respondió John.
– ¿Sí? ¿De dónde?
– De Iowa -dijo John, sin saber en realidad por qué.
– ¿En serio?
– En serio.
– Dicen que allí hay buenas patatas.
– Creo que eso es en Idaho.
– ¿Está seguro?
– Segurísimo.
– Pues yo creía que era en Iowa.
Y así siguieron durante la media hora más larga de la vida de John. Sonó un móvil dos veces y se lo llevaron detrás de las sábanas para contestar susurrando. Otras dos veces entraron sendos hombres que se quedaron petrificados al ver a John. Luego miraron a Jimmy, que giró la cabeza como indicando que todo iba bien, y los dejó pasar detrás de la cortina. Finalmente, John oyó abrirse y cerrarse la puerta de atrás. Alguien dejó caer unas llaves sobre una superficie y Frankie apareció con una pequeña caja. Rodeó el mostrador y la dejó caer en la mesa delante de John. Era de Domino's Pizza.
John se quedó mirándola.
Jimmy se encogió de hombros.
– Reciclamos las cajas. Por lo del medio ambiente y todo ese rollo.
Booger levantó el hocico, husmeando esperanzado.
John, por su parte, olfateó el dulce aroma de la libertad. Iban a dejarlo marchar. ¡Nada de muertos! ¡Nada de contenedores! Se puso de pie.
– Bueno, ¿cuánto es? -preguntó, palpándose los bolsillos.
– ¿Frankie? -dijo Jimmy.
– Cincuenta pavos -dijo Frankie.
– Cincuenta pavos, muy bien -dijo John. Estaba aturdido y mareado de alivio. Sacó la cartera y rebuscó en ella con manos temblorosas-. Solo tengo billetes de veinte -dijo, dejando caer tres sobre la mesa-, pero no pasa nada. Quédense con el cambio.
– Gracias. Lo dejamos así, entonces -dijo Jimmy-. Disfrute de la cena.
John cogió la caja de pizza y se volvió hacia la puerta.
– Lo haré. Gracias. -Cuando sintió el frío metal de la puerta contra los dedos se volvió, se precipitó a través de ella y salió corriendo. Cruzó a todo correr la autovía sin mirar, obligando a un conductor a hacer un giro brusco mientras hacía sonar el claxon. Al amparo de la sombra alargada del lagarto que sujetaba el cartel del Buccaneer, John se inclinó y apoyó una mano en el muslo, intentando recuperar el aliento. Solo había corrido unos veinticinco metros, pero se sentía mareado y el corazón se le salía del pecho.
Cuando se dio la vuelta para volver a la habitación, vio a las mujeres que estaban en la piscina recogiendo sus cosas mientras desaparecía el último rayo de sol.
Se quedaron mirándolo sorprendidas y horrorizadas. John forzó una sonrisa para indicar que todo iba bien y levantó la caja de pizza a modo de explicación.
No había mesa, así que se quedó en calzoncillos y se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama. Abrió el ordenador y a continuación el archivo. Se quedó mirando su blancura inmaculada y la barra de menús y herramientas que había en la parte superior.
En aquel momento, la historia que tenía en la cabeza era perfecta. También sabía por experiencia que empeoraría en cuanto empezara a escribir, porque así era la naturaleza de la lengua escrita.
Un retrato de Isabel Duncan cuando la había conocido en el laboratorio con su larga melena rubia cayéndole sobre los hombros, su risa cristalina y desmedida, de tal forma que, mientras la entrevista avanzaba, lo había cautivado de una manera que había acabado alarmándolo. Incluiría aquella frase que ella había dicho mientras rodaba por el suelo y Mbongo le hacía cosquillas: «Con el paso de los años ellos se han vuelto más humanos y yo más bonobo», y listo. Sería perfecto. Haría un resumen asequible de la investigación lingüística, pero, en lugar de usar el vocabulario impenetrable propio de aquella disciplina, utilizaría el lenguaje de la experiencia para explicar cómo se había sentido al establecer contacto visual con miembros de otra especie y al descubrir el sorprendente e inquietante hecho de que se parecían tanto a los humanos; al darse cuenta de que no solo entienden cada una de las palabras que los humanos decimos, sino que si les apetece contestar lo harán y en nuestra propia lengua; al intentar capturar el asombro, casi el desconcierto que aquello suponía. A John no se le escapaba que los bonobos habían logrado aprender el lenguaje humano, pero que los humanos no habían cruzado la línea en la otra dirección. Tampoco se le había escapado que Isabel Duncan también lo reconocía.
Y luego el radical cambio de tercio: el horror de las explosiones, las tácticas terroristas, la ausencia absoluta de determinación. La caída en picado y la ausencia inexplicada, el circo mediático y los yonquis de la publicidad parasitaria. En su mente podía dibujar la historia al completo. Si pudiera insertarse un pen drive en una ranura detrás de la oreja y bajársela del cerebro al ordenador… Pero no era posible. Solo disponía de la herramienta imperfecta de las palabras.
Tecleó una frase y luego otra. Salieron unas cuantas más mientras aporreaba el teclado con los dedos, pero nada concreto. Leyó lo que había escrito y lo borró.
Examinó la pizza para ver si contenía cuchillas de afeitar, la olió, secó el aceite naranja con un trozo de papel higiénico y se la comió. Estaba fría y dura, pero no era peor que el perrito que había desayunado.
Entró en la página de Nexis y descubrió que había más artículos sobre los desastrosos resultados de Biden en tenis de mesa que sobre el informe recientemente descubierto del Departamento de Justicia según el cual durante el último año de Bush en el gobierno se autorizaba abiertamente la tortura.