– De paso, intenta atropellar a algunos manifestantes -dijo Isabel.
– Ahí fuera no hay nadie -dijo Celia.
– ¿De verdad? -respondió Isabel. Había un puñado de manifestantes que llevaba casi un año delante de la puerta sujetando en silencio pancartas en las que se veía a grandes primates siendo sometidos a terribles experimentos. Como estaba claro que no tenían ni idea de la naturaleza del trabajo que se llevaba a cabo en el laboratorio lingüístico, Isabel se limitaba a ignorarlos sistemáticamente.
Celia abrió el visor de la cámara de vídeo y giró el interruptor para ver si tenía batería.
– Larry-Harry-Gary y el friki ese del pelo verde estaban ahí antes de cenar, pero cuando salí a fumarme un cigarro ya se habían ido.
– ¿El friki del pelo verde? ¿El novio de la chica con el pelo rosa fuerte?
– No es rosa fuerte -dijo Celia, enroscándose en el dedo un rizo de duendecillo delante de la oreja-, es fucsia. Y yo no tengo nada en contra de su color de pelo. Solo creo que es un auténtico cabeza de chorlito.
– ¡Celia, esa lengua! -Isabel giró la cabeza con brusquedad y comprobó con alivio que Bonzi había vuelto a la sala de la tele, perdiendo así aquella oportunidad de enriquecer su vocabulario-. Tienes que tener más cuidado. Lo digo en serio.
Celia se encogió de hombros.
– ¿Qué pasa? Si ni siquiera me ha oído.
Isabel notó que se le iba la vista de nuevo hacia Celia. El arte corporal de la becaria le fascinaba y le repelía a partes iguales. Un laberíntico remolino de desnudos y sirenas le caía por los hombros y se recreaba en los antebrazos, donde las melenas y los pechos se enredaban con las escamosas extremidades y las colas de criaturas infernales. Un batiburrillo de herraduras y calaveras con margaritas en los ojos salpicaban el conjunto, que estaba llamativamente pintarrajeado con tonos rosas rojizos, amarillos, violetas y fantasmales verdes azulados. Aunque Isabel solo tenía ocho años más que Celia, su acto de rebeldía había consistido en enterrar la nariz en los libros y coger el tren de las becas para irse de casa lo más lejos y lo más rápido posible.
– Bueno, me voy -dijo Celia, metiendo la cámara de vídeo bajo el brazo. Isabel volvió a los platos mientras oía los pasos de Celia alejándose por el pasillo.
Instantes después, la puerta chirrió al abrirse. Isabel giró sobre los talones.
– ¡Espera! ¿Tienes carné de…?
La puerta se cerró de golpe. Isabel se quedó mirando en esa dirección un momento, se metió una botella de Lubriderm bajo el brazo y entró para ver el final de la película.
Sam había recuperado la propiedad de la pelota y Mbongo, enfurruñado en el nido, era la viva imagen de la desolación. Llevaba puesta la mochila nueva, cuya forma cóncava delataba la ausencia del balón. Tenía los hombros caídos hacia delante y los brazos cruzados sobre el pecho. Isabel se arrodilló a su lado y le puso una mano sobre el hombro.
– ¿Sam ha recuperado la pelota? -le preguntó de viva voz y mediante signos simultáneamente.
Mbongo miraba tristemente hacia delante.
– ¿Necesitas un abrazo? -le preguntó Isabel.
Al principio no respondió. Luego dijo por señas: BESO ABRAZO, BESO ABRAZO.
Isabel se inclinó hacia él y le sujetó la cabeza con ambas manos. Le dio un beso en la arrugada frente y le atusó el largo cabello negro.
– Pobre Mbongo -dijo, rodeándole los hombros con los brazos-. ¿Sabes qué vamos a hacer? Mañana te compraré una pelota nueva, pero no la vuelvas a morder, ¿vale?
Los labios del bonobo se retrajeron en una sonrisa y este asintió con rapidez.
– ¿Necesitas aceite? Déjame ver las manos -dijo Isabel, intentando cogerle el brazo.
Mbongo se lo tendió amablemente. Isabel le agarró la mano y le pasó los dedos por encima. Aunque el laboratorio tenía humidificadores que funcionaban constantemente en invierno, aquel aire no podía competir con el de su tierra natal, la cuenca del Congo.
– Me lo imaginaba -dijo. Estrujó el bote hasta depositar una bolita de Lubriderm en la palma de la mano y masajeó aquella extremidad larga de nudillos fuertes.
Los bonobos se giraron todos a la vez hacia el pasillo.
– ¿Qué pasa? -Isabel observó las caras una a una, confusa.
INVITADO, le indicó Bonzi mediante signos. El resto de los monos permanecieron inmóviles, con los ojos clavados en la puerta.
– No, no es un invitado. Los invitados ya no están, se han ido -dijo Isabel.
Los monos continuaron con la mirada fija en el pasillo. A Sam se le erizó el pelo hasta que lo tuvo totalmente de punta e Isabel notó un cosquilleo como de pequeñas arañas en el cuello y en el cuero cabelludo. Se levantó y le quitó el sonido a la tele.
Finalmente, oyó un crujido amortiguado. Sam replegó los labios y empezó a gritar: ¡JUA! ¡JUA! ¡JUA! Bonzi se metió a Lola bajo el brazo, agarró una manguera que colgaba del techo con la otra mano y se balanceo hacia la más baja de las plataformas que sobresalían de las paredes a varias alturas. Makena hizo lo propio con una sonrisa nerviosa, pegándose a las otras hembras.
Los crujidos finalizaron, pero todas las miradas -tanto la humana como las de los primates- continuaban fijas en el pasillo. Al cabo de un rato, los crujidos fueron sustituidos por un débil tintineo.
Los orificios nasales de Sam se hincharon. Se volvió hacia Isabel y le dijo mediante gestos: VISITANTE, HUMO.
– No, no es ningún visitante. Seguro que es Celia -dijo Isabel, aunque no fue capaz de ocultar el temor que revelaba su voz. A Celia no le había dado tiempo a comprar el café y volver. Además, Celia entraría y punto.
Sam se puso de pie y dio unos cuantos pasos sobre dos patas, con arrogancia.
Las hembras se balancearon para alcanzar una percha más alta y pegaron la espalda contra la pared. Mbongo y Jelani revoloteaban por todas las esquinas de la sala a cuatro patas.
Isabel salió por la mampara que delimitaba el refugio de los bonobos y se detuvo para asegurarse de cerrarla tras ella. En seis años de contacto diario, nunca había visto a los bonobos actuar así. Su adrenalina era contagiosa.
Encendió la luz. El pasillo tenía el mismo aspecto de siempre. Aquel ruido, fuera lo que fuera, había parado.
– ¿Celia? -preguntó vacilante. No obtuvo respuesta.
Caminó hacia la puerta que daba al aparcamiento. Cuando miró hacia atrás vio a Sam cruzando en silencio al galope la puerta de la sala común. Era una masa oscura y musculosa.