Buscó los artículos que otros periodistas habían escrito sobre los primates y luego, con la esperanza de descubrir algún punto de vista novedoso, buscó también en Internet en los omnipresentes y gratuitos contenidos on line que habían enterrado sus posibilidades de trabajar en un periódico de verdad.
Volvió a ver el vídeo de la LLT y buscó el comunicado de prensa que Faulks había emitido el día después de que empezara la emisión de La casa de los primates. Abrió las notas que había tomado en el avión de regreso de Kansas City, antes de saber lo de la explosión. Investigó el coste de las vallas publicitarias. Escribió un poco, lo releyó y lo borró.
Al cabo de una hora, seguía sin tener nada. Nada de nada. Cero patatero.
¿Cómo podía ser tan difícil? El artículo se había estado forjando en su mente desde el día de Año Nuevo. ¿Por qué no podría simplemente abrir la tapa y volcarlo en un cubo?
Era verdad que estaba trabajando sin haber dormido y bajo los efectos físicos derivados de un episodio de terror absoluto. Se le vino a la cabeza una imagen a cámara lenta de Booger abriendo las fauces. De las ondulantes mandíbulas le caían hilillos de baba. Por supuesto, a tal cantidad de adrenalina le seguía un derrumbamiento físico. Hacía poco más de una hora, pensaba que se iba a convertir en comida para perros.
Tampoco podía evitar pensar que, probablemente en ese mismo momento, Amanda estaría por ahí con Sean el despreciable, rechazando sus insinuaciones. John intentó llamarla, pero saltó el buzón de voz.
Eran ya las ocho y media y aún no había escrito nada.
Sacó la grabadora y le dio al play. Esperaba no haberse pasado sonriendo y asintiendo todo el rato que Francesca de Rossi había estado hablando, porque resultó que esta le había estado explicando que el término «primate capturado en libertad» casi siempre se podía traducir como «disparar a la madre y quedarse con el bebé» y que todos los grandes primates que usaban para la industria del entretenimiento eran crías, lo que implicaba que, si no habían sido capturadas en libertad, habían sido secuestradas, ya que las grandes primates son como las madres humanas con sus bebés.
John empezó a teclear, pero le dolía la cabeza y no daba con las palabras precisas. Necesitaba ochocientas palabras antes de la medianoche. A las nueve y siete había escrito doscientas cinco. A las diez y treinta y uno había retrocedido a ciento ochenta y siete. Echó un vistazo a las notas, hizo un esquema y empezó a desarrollarlo. Luego ya trataría de enlazar unas ideas con otras.
Se bajó el tema Amanda, de Boston, y lo puso en bucle. Cogía algo de un archivo, escribía una frase aquí, la cambiaba para allá, la rompía en pedazos y la volvía a unir. Mientras cambiaba una coma por tercera vez, pensó en la cita de Oscar Wilde en la que decía que se había pasado la mañana quitando una coma y la tarde volviéndola a poner.
A las doce y siete minutos sonó el teléfono. Se abalanzó sobre éclass="underline" era Topher.
– ¿Y el artículo? -le preguntó.
– Lo estoy terminando. Ya va.
– Eso espero -dijo Topher. Y colgó.
John se sentó hiperventilando delante de sus cuatrocientas veintidós palabras. Nunca en la vida había incumplido un plazo de entrega y ese era su primer encargo para el Weekly Times.
Se dio cuenta de que había repetido dos veces lo mismo, un párrafo más abajo. Le gustaba cómo lo había dicho las dos veces, pero de todos modos hizo lo que debía y borró una de ellas. Tenía ganas de sacarse el cerebro por la nariz con una aguja de ganchillo. Seguro que eso sería más sencillo que encontrar más palabras. Tomó prestadas algunas frases de Francesca de Rossi y añadió algunas estadísticas sobre la publicidad. Habló sobre los hábitos sexuales de los bonobos y sobre su aparente ausencia total de interés por la pornografía humana. Lo comparó con los hábitos sexuales de los humanos y su absoluta obsesión por los bonobos. Subrayó las diferencias entre los chimpancés y los bonobos, comentó los gustos en cuestiones de decoración de los primates y añadió un fragmento sobre la próxima sesión y el embarazo. Y entonces, de repente, había terminado.
Se quedó mirando asombrado e hizo un recuento de las palabras: setecientas noventa y siete. Se frotó los ojos, fue a hacer un pis que había estado posponiendo, releyó el artículo y descubrió que era bueno. No es que fuera pasable, sino que se sentiría orgulloso de entregarlo en cualquier parte. Pasó el corrector ortográfico a toda velocidad, lo releyó de nuevo para asegurarse de que no se estaba autoengañando, deseó que Amanda estuviera allí para que pudiera dar el visto bueno y lo envió por correo electrónico. Eran las doce y treinta y siete. El acuse de recibo llegó inmediatamente.
Se metió en la cama y enroscó los brazos alrededor de la almohada. Hizo una bola con la manta y la encajó entre las piernas para que hiciera de cojín entre las rodillas. Respiró hondo y se hundió en un sueño sobre Amanda.
Justo cuando mejor estaba la cosa, el coche ruidoso se detuvo delante de su puerta. De nuevo unas mujeres escandalosas salieron de él, como la noche anterior. Otra vez se alejaron taconeando por las escaleras de cemento y volvieron a la habitación con paso vacilante. A continuación, John oyó un fuerte ruido sordo seguido de unas carcajadas, de alguien que consolaba a otra persona y de una especie de arañazos, como si estuvieran poniendo de pie a la que se había caído. Entonces, igual que la noche anterior, cerraron de un portazo, encendieron la música y la televisión, abrieron la ducha y, en resumidas cuentas, continuaron con la fiesta.
John intentó hundir la cabeza bajo una almohada. Intentó envolverla en una camiseta. Al cabo de veinte minutos, se puso los vaqueros y subió arriba. La pelirroja abrió la puerta. Estaba borrachísima y llevaba un vestido de látex del color de las cerezas del marrasquino. Un cigarrillo le colgaba de la comisura de los labios bermellones. De cerca parecía mayor, algo que acentuaba la espesa capa de maquillaje, que hacía más visibles las finas arrugas que tenía en los extremos de los ojos y sobre los labios. Lo miró de arriba abajo con recelo.
– ¿Qué querer? -preguntó con un marcado acento. Detrás de ella había una morena tumbada en la cama, enroscada como un feto alrededor de una enorme botella de vodka. Tenía las uñas largas y curvadas y en cada una de ellas había un cometa plateado sobre un fondo de color azul noche.
– ¿Podrían dejar de hacer ruido? Estoy intentando dormir -dijo John.
La puerta del baño se abrió y apareció otra mujer. Llevaba el pelo envuelto en una toalla. Salvo por eso, estaba completamente desnuda. Aunque era imposible que no se hubiera dado cuenta de que John estaba en la puerta, se comportó con total naturalidad mientras caminaba hasta la cama, le robaba la botella de vodka a la morena y le daba un largo trago.
– Acabamos de salir de trabajar -dijo la pelirroja de la puerta. Le dio una profunda calada al cigarro y le echó una nube de humo a John en toda la cara.
– Son más de las tres y tengo que levantarme dentro de unas horas.
– Ese no mi problema -dijo la mujer, encogiéndose de hombros.
– Lo será cuando me queje al encargado.
– ¡Ja! -exclamó, burlándose-. No creo.
A continuación cerró la puerta. Pero no de un portazo, simplemente la empujó y se dio media vuelta. Lo último que John vio fue que se acercaba a la cama para coger el vodka.
Volvió a meterse en la cama, resoplando e intentando ignorar la frenética fiesta del piso de arriba. Al final se rindió y encendió la televisión. Se puso a hacer zapping y se detuvo unos instantes en La casa de los primates. Los bonobos estaban durmiendo tranquilamente en sus nidos de mantas, aunque los técnicos estaban haciendo todo lo posible para que aquello siguiera siendo interesante. Enfocaban en primer plano las caras y los labios trémulos y la banda sonora superponía ronquidos y cantos de grillos.