Como él no podía dormir, ver cómo lo hacían los bonobos lo ponía de mal humor, así que siguió cambiando de canal. Un enjuto anciano de noventa y cuatro años con una camiseta sin mangas hacía una demostración de un electrodoméstico que tenía aspecto de un motor de vapor y que, hasta donde John entendía, extraía el zumo de las verduras y escupía toda la fibra por detrás. Su esposa de ochenta y siete años se tragaba valientemente un zumo puro y duro de cebolla y remolacha mientras esbozaba una gran sonrisa para demostrar lo mucho que le gustaba. En el siguiente canal, una mujer vestida con lencería rodaba por la cama haciendo pucheritos y sonriéndole al teléfono. Los solteros de la zona a los que les guste la fiesta están a tan solo una llamada de distancia, decía el anunciante. Tiffany está esperando… Los números de teléfono salían en la parte inferior de la pantalla.
El jaleo del piso de arriba paró a las cinco y cuarenta y uno de la madrugada. Se oyeron crujidos de muelles de colchones mientras los cuerpos se acomodaban durante unos instantes y luego se hizo un silencio realmente maravilloso.
Cuando la alarma de John sonó a las siete y media, le entraron ganas de llorar. Amanda se había vuelto a esfumar por segunda vez, ahora en un momento crucial. Pulsó el botón de repetición de la alarma, se masturbó con ahínco y aflicción, volvió a darle al botón de repetición de la alarma, echó las sábanas hacia atrás y se fue al baño a asearse. Estaba hecho polvo por la falta de sueño, hasta tal punto que se cortó cuatro veces al afeitarse. Cuando salió a coger la ropa, todavía tenía trocitos de papel higiénico pegados por la cara.
John ya tenía la mano en el pomo de la puerta, cuando decidió retroceder. Se quedó a los pies de la cama, la miró y a continuación levantó la vista hacia el techo. Puso el portátil en el medio, abrió el iTunes, se bajó el tema de Jefferson Starship We Built This City, lo puso en bucle, subió el volumen al máximo, cogió sus cosas y se fue dando un portazo.
28
El teléfono que Isabel tenía al lado de la cama sonó y la despertó. Tenía las cortinas opacas cerradas y se sintió momentáneamente perdida. Cogió el móvil y respondió «¿Sí?» antes de darse cuenta de que el que sonaba era el teléfono del hotel. Se irguió sobre un codo y buscó a tientas el interruptor de la luz.
– ¿Sí? -repitió, esta vez por el teléfono correcto.
– Buenos días, señorita Duncan. Soy Mario, de recepción. Hay aquí una… «señorita» que quiere verla.
– ¿Tiene el pelo rosa?
– Efectivamente.
– Por favor, dígale que suba.
– Sí, señorita.
Isabel se metió en el baño y se lavó la cara con agua fría. Cogió todos los frasquitos en miniatura para ver qué había dejado el duende de la limpieza el día anterior, admirando complacida la simetría con la que los había colocado. Los volvió a dejar exactamente como estaban y empezaba a plantearse si tendría tiempo para quitarse el pijama de franela, cuando alguien empezó a dar unos golpes rítmicos en la puerta.
Isabel la abrió antes de que diera los dos toques finales.
– ¡Celia!
La susodicha entró de un salto y le dio un abrazo.
– Deja que te vea -dijo-. Me encanta el pijama, por cierto. Date la vuelta.
Isabel suspiró y se puso de espaldas a Celia para que esta le examinara la cabeza. Le pasó los dedos por la fina piel que cubría la prominente cicatriz.
– Está mejor. ¿Sabes qué haría yo? Me tatuaría una cremallera encima, o puede que unos puntos a lo Frankenstein.
– Ya. No creo que lo haga.
– Quedaría genial, sería como personalizar la cicatriz.
– Ya es personal y la pienso tapar con el pelo. ¿Qué tal el vuelo? Has debido de coger uno nocturno -dijo Isabel, mirando el reloj que tenía al lado de la cama.
– He venido haciendo autoestop.
– ¡Celia! Un día de estos te va a pasar algo.
– No creo. Me recogió un autobús de una iglesia. Vinimos cantando canciones de campamento hasta aquí.
– Sí, ya. Es imposible que te hayan traído directamente desde Kansas hasta aquí.
– Bueno, puede ser que haya habido algunos camioneros entre medias.
– ¡Celia!
– Eran majos.
Celia se encogió de hombros al pasar y desapareció en el baño.
– ¿Cuándo llegaste? -gritó Isabel por encima del sonido del agua corriendo.
– Ayer por la noche.
– ¿Dónde te has quedado? ¿Dónde están tus cosas? Celia apareció en la puerta, se rascó el dedo del pie con la alfombra y miró con timidez hacia el suelo.
– Ya, eso. Es que he conocido a un tío…
– Por favor, Celia, dime que no has dormido con un desconocido -dijo Isabel.
– Cálmate, mamá osa. Ya sabes que siempre tengo cuidado. Y no me refiero a conocer, conocer. Fue más un reencuentro. Tú también lo reconocerías.
– ¿Dónde está y dónde te quedas?
Celia se inclinó hacia delante y le cogió las manos a Isabel. La llevó hasta la cama, se sentó y dio una palmada en el espacio que había a su lado.
– Siéntate.
Isabel obedeció, aunque con recelo.
– Nos quedamos en el camping, pero está abajo, en el restaurante. Quiero que vengas a conocerlo.
– Creía que habías dicho que ya lo conocía.
– No -dijo Celia con cautela-, he dicho que lo reconocerías.
John se quedó mirando el plato, taciturno. El Mohegan Moon ofrecía un impresionante bufé de desayuno, pero, después de haber valorado la oferta, había elegido unos huevos a la benedictina del menú. Se trataba de uno de los primeros desayunos que Amanda había perfeccionado y era, sin duda, su favorito. Ya se estaba arrepintiendo de haber dejado la música a todo volumen en el hotel. Se sentía mezquino e inmaduro, casi hasta avergonzado. Volvería después del desayuno y la apagaría.
Aquel chico de pelo verde estaba sentado a su lado en la mesa de la esquina. John no se esperaba que estuviera allí a la hora del desayuno, ¿estaría alojado en el Mohegan Moon? Puede que fuera uno de esos falsos punks que luego tenían un sustancioso fondo fiduciario. Tal vez se teñía el pelo y se hacía piercings para pasar rápidamente esa racha de individualidad incipiente. Seguro que en alguna parte tenía una madre encantadora que se tiraba de los pelos por su culpa.
Un guante blanco pasó por delante de John y lo distrajo. El camarero dejó un plato con una tapa plateada delante de él. Cuando la levantó, aparecieron dos huevos perfectos envueltos en aterciopeladas cubiertas amarillas junto con unas lonchas de crujiente beicon ahumado Applewood y unas doradas patatas con cebolla cortadas en diagonal. John respiró hondo y cogió una de esas botellitas tan monas de salsa picante a las que Amanda solía llamar «tabasco de bolsillo». A veces bromeaba y decía que se iba a hacer unos pendientes con unas, cuando estuvieran vacías. Estaba a punto de echar el tabasco en las patatas, pero se lo pensó mejor y se guardó las botellitas en el bolsillo para llevárselas a Amanda.
Isabel se sujetó la frente con las manos.
– No me lo puedo creer. ¿Cómo demonios ha pasado eso? Si siempre decías que era un gilipollas.
– Un cabeza de chorlito, para ser exactos. Cuando llegué ayer por la tarde, lo vi en la casa de los primates con un puñado de frikis naturistas e hice unos cuantos comentarios sobre ello. Él me dio su punto de vista, empezamos a hablar y resultó que estábamos totalmente de acuerdo en lo de Peter. Y luego, cuando me quise dar cuenta, ¡pum!
– ¿Pum? Isabel levantó la cabeza alejándola de las manos. ¿Pum?
– Sí. Bueno, es una forma de hablar.