Isabel se dejó caer de espaldas y se tapó la cabeza con una almohada. Celia se puso se acercó rápidamente y levantó una esquina de la almohada.
– Por favor, ¿vendrás a conocerlo?
– No puedo. Seguramente Cat Douglas estará abajo. Me ha reconocido.
– Si Catwoman se te acerca, la espantaré.
– Creo que podría hasta contigo, Celia.
– Entonces nos esconderemos. Venga, Isabel. Por favor -añadió con tono persuasivo.
John se puso la servilleta blanca almidonada sobre el regazo y levantó el cuchillo y el tenedor. Mojó los dientes de este último en la salsa holandesa, que estaba recubierta por una ligera telilla, y la probó. Había algo en ella que no debería estar allí, seguramente alguna clase de espesante para que se conservara en la cocina sin generar salmonela.
La salsa holandesa de Amanda solo llevaba yema de huevo, mantequilla y limón. No podía hablar mientras «mareaba» los huevos, como ella decía, porque batirlos sobre una fuente de calor hasta que adquirían la consistencia de satén grueso requería toda su concentración. Justo antes de que estuvieran montados les añadía un trozo de mantequilla en la batidora y la usaba para refrescar tanto las yemas como el fondo de la cacerola. Siempre se ponía contenta por el alivio que sentía y la sensación de triunfo, aunque nunca la había visto tirar una salsa. Después de incorporar toda la mantequilla, se volvía hacia él, mojaba el dedo en la cacerola y le ponía un poco de salsa en la lengua. «¿Es la mejor que he hecho nunca?», le preguntaba con ojos resplandecientes. Y él siempre le decía que sí, porque siempre era verdad.
Había otras cosas en aquel desayuno que estaban mal. Los huevos eran demasiado redondos, lo cual quería decir que no se habían escalfado en el sentido clásico. No habría notado la diferencia si no fuera porque cuando Amanda se había convertido a la iglesia de Julia, había declarado que un huevo no podía considerarse escalfado a menos que estuviera suelto en el agua, aunque se permitía una mínima ayuda en forma de cuchara y chorro de vinagre.
John cortó el centro de la yema, que estaba en su punto. Luego les dio la vuelta a todos los ingredientes para que la yema pudiera empapar el muffin inglés. Entonces se encontró con un trozo de jamón normal. Amanda nunca habría hecho eso. Siempre usaba auténtico beicon canadiense recubierto de harina de maíz, o prosciutto de importación. Y habría metido las yemas de tres espárragos poco hechos al vapor o un paquetito de miniespinacas salteadas y un toque de ajo entre la carne y el huevo. Ella nunca había entendido por qué los huevos a la benedictina y a la florentina tenían que excluirse mutuamente, y él no podría estar más de acuerdo.
– ¿Está todo a su gusto, señor?
– ¿Mmm? -John bajó de nuevo a la tierra-. Ah, sí. Gracias -dijo.
– Muy bien, señor.
Cuando el camarero se fue, John cogió un trozo de beicon con los dedos. En realidad, aquello no era para comer con las manos, pero nadie lo miró mal. Menos el chico de la esquina. Él aún observaba a John con los ojos entornados, atravesándolo con una mirada de odio.
– ¿De verdad vas a hablar con un periodista? -dijo Celia mientras entraban en el ascensor.
– Sí. Pero no le puedes decir nada a nadie.
– ¿Por qué se lo iba a contar a alguien?
– No lo sé, pero… Oye, es importante. Prométemelo. No se lo contarás a nadie, sobre todo a ese nuevo ligue tuyo. ¿Cómo se llama, por cierto?
– Nathan. Te caerá bien.
– Seguro.
– Por favor, dale una oportunidad.
Isabel miró con impaciencia el interior acolchado del ascensor.
El sonido de una campanilla anunció que habían llegado a la planta principal. Rodearon la mesa que había en el centro y el altísimo arreglo floral.
– Está allí, en la esquina -dijo Celia.
– Ya lo veo -dijo Isabel-. Es difícil no fijarse en él.
Nathan se levantó. Empezó a andar, o mejor dicho a correr, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y los hombros encorvados hacia delante.
– ¿Qué está haciendo? ¿Nos ha visto? -preguntó Isabel.
– No lo sé -dijo Celia.
Se detuvo en una mesa. El hombre que estaba sentado en ella levantó la vista. Estaba agarrando un trozo de beicon entre el pulgar y el índice, como si fuera un cigarrillo.
– Comer carne es un asesinato, gilipollas -dijo Nathan. Y dicho esto, deslizó la mano bajo el borde del plato del hombre, giró la muñeca y lo hizo volar por los aires. Se cayó boca abajo en el suelo y se rompió en cuatro trozos. La salsa holandesa le salpicó los zapatos y los pantalones al hombre.
Celia agarró a Isabel por el brazo y la metió tras una de las columnas corintias que flanqueaban la entrada.
Nathan pasó como una exhalación a su lado y salió por la puerta principal sin ni siquiera mirar atrás.
– Vaya -dijo Celia-. Eso no ha estado nada bien.
Isabel tomó aire entre los dientes.
– Celia… -dijo.
– ¿Qué?
– El tío ese es John Thigpen. El periodista al que Bonzi quería besar, con el que yo quiero hablar.
Celia miró hacia atrás. John Thigpen estaba de pie con las palmas de las manos hacia fuera, mirando hacia la salida con los ojos como platos.
– Vaya -dijo Celia-. ¿Ese es Pigpen?
– Sí -dijo Isabel entre dientes-. Ese es Pigpen.
29
John no solía ser supersticioso, pero, por si cabía la remota posibilidad de que el incidente del desayuno estuviera kármicamente relacionado con lo de la música, se fue directamente al Buccaneer dispuesto a apagarla.
Miró automáticamente hacia Jimmy's y vio a uno de los matones fumando un cigarro mientras Booger cagaba en la acera. El tío miró a John y este lo saludó sin mucho entusiasmo con la mano, cosa que el otro ignoró.
Cuando se acercaba, vio que la puerta de su habitación estaba entreabierta. Se detuvo con la oreja pegada a la rendija, no fuera a interrumpir a un ladrón en pleno robo. Las mujeres de la habitación de arriba no paraban de chillar y de reírse, lo que le hacía difícil oír algo. Abrió la puerta suavemente con el pie.
La habitación parecía estar vacía, pero aun así miró debajo de la cama y en el baño, donde descorrió la cortina de la ducha. Los lechosos cristales de la ventana de láminas estaban abiertos de par en par y la mugrienta cortina de gasa ondeaba con la brisa. Las moscas muertas estaban amontonadas en el fondo de la bañera.
No había nadie.
Con el corazón a mil, volvió a la habitación. Solo entonces se dio cuenta de que ya no estaba sonando Starship. Sobre la cama, en lugar del ordenador, había un Post-It de color azul claro que decía: «Habitación 242».
John suspiró y miró hacia el techo. La habitación 242 era la que estaba justo encima de la suya.
Fue hasta el final del edificio y subió por las escaleras. La pintura del pasamanos se había desconchado y lo habían vuelto a pintar encima varias veces, lo que le daba una textura arenosa, como de papadam.
La puerta 242 estaba abierta de par en par. Vio la parte de atrás de su portátil, que estaba abierto sobre la cama. De él salía una música que incluía una guitarra eléctrica y un pedal de distorsión.
La pelirroja había acercado una silla y estaba descansando con los zapatos de plataforma sobre la cama. Una rubia que había a su lado se arreglaba mechones de pelo con unas tenacillas inalámbricas, mientras sujetaba unas horquillas en la comisura de los labios. La morena estaba al otro lado de la habitación, observando la pantalla con interés y levantando la cabeza de vez en cuando para echar una bocanada de humo hacia el techo. Ninguna de ellas parpadeó siquiera para indicar que habían visto a John en la puerta.