– Quieres que me invente algo sobre Ken Faulks.
– Y sobre Isabel Duncan. Y mientras lo haces, quiero que recuerdes por qué conseguiste en un principio este trabajo. -Se hizo un silencio que no presagiaba nada bueno-. Creo que ya nos entendemos.
Uno de los músculos situados al lado de la boca de John empezó a moverse involuntariamente.
– Sí.
– Bien. Espero tu siguiente artículo. Que llegará a tiempo y estará lleno de jugosos chismes.
– Sí -repitió John.
– Excelente -dijo Topher alegremente antes de colgar.
John estaba sentado en la cama con el Weekly Times, intentando desaprender lo aprendido, cuando los cimientos del edificio se estremecieron con un estruendo ensordecedor al que le siguió un tintineo de cristales rotos. John se llevó las rodillas al pecho y se tapó la cabeza. Una vez hubo quedado claro que la explosión había tenido lugar fuera del motel, se levantó de un salto y abrió la puerta de golpe.
El edificio del otro lado de la calle estaba completamente envuelto en llamas, cubierto por un diáfano azul blanquecino que remataba en ávidos mechones de color rojo y amarillo. John se miró los pies. Estaban rodeados de añicos de cristaclass="underline" las ventanas habían estallado y habían salido disparadas a tal velocidad que los trozos habían atravesado la calle. La gente de los dos pisos del Buccaneer había abierto las puertas y estaba saliendo afuera: las strippers, la mujer de la túnica y su marido en camiseta interior y la familia asiática que había bajado esperanzada a la piscina la primera noche y que había renunciado nada más verla. Había varias personas hablando ya por el móvil, ahuecando las manos alrededor del aparato para que las oyeran por encima del estruendo. John dirigió la vista hacia el edificio en llamas.
Una bola de fuego humana saltó por lo que había sido la ventana delantera y salió disparada calle abajo. Una mujer que había en el balcón justo encima de John empezó a gritar: era Ivanka. Esa voz familiar en pleno caos le hizo entrar en acción.
La antorcha humana corría y corría agitando los brazos y dando manotazos a las llamas que la envolvían, que la perseguían como la cola de una estrella fugaz. John buscó un extintor en la pared exterior del Buccaneer, pero no habían ninguno. Volvió a entrar corriendo en la habitación, cogió la colcha y salió disparado calle abajo.
El individuo se derrumbó sobre el asfalto como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. John fue hasta él y lanzó la colcha sobre el bulto, intentando someterla alrededor y por debajo de él para que el fuego se quedara sin oxígeno. Entretanto, daba golpes a las últimas llamaradas y le hacía rodar hacia un lado y hacia otro mientras algunas partes de la colcha amenazaban con incendiarse. Cuando las llamas por fin se extinguieron, John retiró la manta de la cabeza del individuo. Se puso de rodillas y se agachó sobre él -había dado por hecho que era un hombre, aunque en aquellas circunstancias era difícil saberlo-, incapaz de decir si aún estaba vivo. John acercó la oreja a la boca carbonizada. Le examinó el pecho en busca de algún indicio de respiración. Entonces oyó unas sirenas, gracias a Dios cada vez más fuerte.
– Aguanta, amigo. Aguanta. La ayuda está en camino. -Se sentía impotente. Quería cogerle la mano o establecer algún contacto con él para tranquilizarlo, pero no veía ninguna parte de su cuerpo que no estuviera quemada, así que se limitó a permanecer de rodillas a su lado y a murmurar frases de consuelo. No tenía ni idea de si le servían de algo. Ni siquiera sabía si el hombre se daba cuenta de que estaba allí.
Dos camiones de bomberos doblaron la esquina a toda velocidad.
John se puso en pie, agitando los brazos mientras gritaba: «¡Aquí! ¡Necesitamos ayuda aquí!», pero los vehículos pasaron por delante de ellos y se detuvieron ante el edificio en llamas.
Mientras John los seguía con la mirada, impotente, un coche de policía se acercó. John levantó las manos en un gesto de desesperación. El policía lo observó por la ventanilla y salió del coche sin demasiada prisa.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó a John mientras miraba al hombre quemado.
– Yo estaba allí, en mi habitación -dijo John, apuntando con un dedo tembloroso hacia el Buccaneer-, oí algo que parecía una bomba, salí para ver qué diablos estaba pasando y este tipo salió volando de dentro, en llamas. Lo seguí hasta que se desplomó y apagué el fuego con una colcha, ¿al menos alguien ha llamado a una ambulancia? ¿Por qué no han parado los coches de bomberos?
El bulto chamuscado emitió un gemido débil y agudo, que se convirtió en un aullido. Una vez que empezó, no paró. Suplicaba y rogaba, juraba y lloraba, rezaba y llamaba a su madre, aunque la cara, destrozada, apenas se movía.
Al cabo de unos instantes apareció una ambulancia. John se quedó mirando cómo los enfermeros retiraban la colcha carbonizada y ponían al hombre en una camilla. Su arrebato inicial había dado paso a un gemido lastimero.
– Tengo que saber a qué nos enfrentamos -le dijo uno de los enfermeros a la cara ennegrecida-, ¿entendido? Si quiere que le salve la vista, necesito saber si estaba fabricando metanfetaminas. ¿Me oye?
– Sí las fabricaban -intervino John-. Al menos estoy casi seguro -dijo mientras se abrazaba a sí mismo y temblaba violentamente por el olor de la carne quemada, por ver a otro ser humano cuya vida había cambiado irremisiblemente, eso suponiendo que no hubiera llegado a su fin.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó el policía.
– Creía que era un restaurante, había un cartel que ponía que había pizza y cajas bento. Tenían pistolas. Y un pit bull. Y dentro olía como a quitaesmalte.
El policía le dirigió a John una mirada inquisitiva. Luego fue hacia la ambulancia y habló con el enfermero, que miró a John, le dijo algo y asintió. El policía regresó.
– Gracias, amigo. Hay un producto químico relacionado con la fabricación de metanfetaminas que puede quemar la córnea en dos o tres días, así que si la víctima no confiesa al momento, no hay remedio. De todos modos, no sé qué pasará con este tío. No tiene muy buena pinta -dijo y, acto seguido, sacó un bloc del bolsillo-. ¿Cómo se llama?
– John Thigpen -repuso John mientras le castañeteaban los dientes.
– ¿Y se aloja en el Buccaneer?
– Sí. En la habitación 142.
– Si finalmente hay alguien a quien procesar, tendremos que hablar de nuevo con usted. ¿Ha tocado a este tipo o su ropa?
– No.
– ¿Seguro?
– Creo que no. Creo que solo he tocado la colcha.
– Vale. Está bien. Aun así, quiero que se dé una ducha a conciencia. De treinta minutos, al menos. Podría tener sustancias corrosivas en la piel.
John abrió los ojos como platos.
– Sí, hoy en día eso es lo que consigue uno por ser un buen samaritano -dijo el policía, sacudiendo la cabeza-. Como decía mi madre, el que se mete a redentor sale crucificado.
John volvió al Buccaneer caminando con dificultad, aún temblando y abrazándose a sí mismo.
Ivanka, que estaba en el aparcamiento, se acercó trotando hacia él con un mono blanco ceñido estilo Elvis y unos zapatos de plataforma.
– No me toques -le dijo-. Puede que tenga sustancias corrosivas encima. Tengo que darme una ducha.
– ¡Katarina, abre la ducha! -gritó hacia el balcón mientras hacía que John fuera hacia las escaleras -. Anda. Anda. Ducha de tu habitación no funciona. Yo cierro tu puerta para que nadie lleve ordenador.
Mientras subía las escaleras, John se preguntó por qué Ivanka sabía que su ducha no funcionaba. También se preguntó cómo iba a volver luego a su cuarto, hasta que recordó que ella tenía poderes mágicos con Victor y posiblemente una llave maestra.