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Cuando estaba a punto de meterse en la ducha, Ivanka entró en el baño y le dejó una esponjosa toalla rosa en el borde del lavabo. Luego le tendió una pastilla de jabón perfumado como el que usaba Amanda. A John se le llenaron los ojos de lágrimas al cogerlo.

– Gracias.

Tras una ducha de media hora, salió con la toalla enroscada alrededor de la cintura. Las mujeres llevaban puesta la ropa de trabajo y se estaban maquillando mirándose en espejos de mano y echándose laca en el pelo para darle formas arquitectónicas.

– ¿Necesitas trago? -dijo Ivanka, ofreciéndole una botella.

Él negó con la cabeza.

– Tú buen hombre. Hombre valiente -le dijo, mirándolo fijamente-. ¿Casado? John asintió.

– Cómo no. -Ivanka le dio un beso en la mejilla y acto seguido le limpió los restos de carmín con el dedo pulgar. Después le tendió la llave.

John bajó a su habitación. Ni siquiera se molestó en lavarse los dientes. Estaba tan hecho trizas después de todo lo que había pasado que se metió en la cama y apagó la luz. Luego se lo pensó mejor y llamó a Amanda.

– ¿Sí? -respondió esta medio dormida.

Él empezó a llorar. Ella lo consoló lo mejor que pudo mientras le contaba lo que había pasado, aunque lo que más necesitaba en el mundo era contacto físico. Deseaba con todas sus fuerzas que alguien lo abrazara.

* * *

John soñó con cuevas oscuras y sinuosas, con monstruos de fuego y con enormes criaturas peludas con colmillos y ojos ardientes. Ante él se sucedían escenas propias de Beowulf, de guerreros y de espadas que chocaban entre sí, de aldeas arrasadas, de monstruos con las extremidades desgarradas, de Grendel y, peor aún, de su madre. Su aliento era aterrador, irregular y apestaba a atún en lata podrido.

John se despertó de repente, jadeando. El sueño era tan real que tardó un momento en darse cuenta de que en realidad aquello no había pasado. Luego recordó lo que había sucedido de verdad y sintió que se le iba la cabeza durante unos instantes. Después se dio cuenta de que el aliento entrecortado con olor a pescado continuaba resoplando a su lado y de que el colchón se hundía y se separaba de él bajo un peso enorme.

Arremetió contra la lámpara palpándola a ciegas, buscando el interruptor. Cuando finalmente lo encontró, giró la cabeza justo a tiempo de ver un par de ancas rojizas bajándose de los pies de la cama. John entornó los ojos mientras se le acostumbraban a la luz. ¿Estaría aún soñando?

Un débil gemido salió del fondo de la habitación.

– ¿Booger? -dijo John.

Los gemidos cesaron. John saltó de la cama y la rodeó lentamente, como si estuviera acechando a una pieza de caza mayor. En la esquina, hecho un patético y tembloroso ovillo, estaba el pit bull. El perro lo miró con las orejas pegadas a la cabeza y parpadeando con tristeza. Tenía las mejillas flojas y pegadas al morro. Con cada resoplido que daba, se inflaban y volvían a caer. Las aletas de la nariz las tenía dilatadas y brillantes.

No parecía tener quemaduras. ¿Estaría fuera cuando sucedió todo? ¿Se habría contaminado de sustancias corrosivas? Parecía imposible que hubiera conseguido escapar de aquel infierno ileso.

– No pasa nada, chico -dijo John torpemente, mientras comprobaba que no estuviera herido. Vaciló, dio un paso adelante y hasta extendió la mano un par de veces. El perro parecía estar bien, no estaba manchado de hollín y no daba la sensación de que estuviera quemado ni que tuviera ninguna otra herida física. John pensó que debería lavarlo por si acaso, pero, como no se le ocurría forma humana de hacerlo, volvió a rodear los pies de la cama y se subió a ella. Apagó la luz y se quedó tumbado bajo las sábanas con las rodillas pegadas al pecho.

Al cabo de unos minutos, Booger se volvió a deslizar al otro lado de la cama y empezó a roncar y a tirarse pedos de nuevo. John permaneció acostado en la oscuridad, con los ojos abiertos de par en par.

30

A la mañana siguiente, John salió arrastrándose de la cama para no molestar a la gran bestia babeante, que se había acomodado ocupando las tres cuartas partes del colchón. Se afeitó y se duchó lo más rápido que pudo y salió a hurtadillas dejando la puerta del baño abierta para que el perro pudiera beber agua. Una vez fuera, se quedó mirando la puerta preguntándose cuál sería la reacción de la mujer que limpiaba las habitaciones. ¿Se limitaría a cerrarla y fingir que no había visto nada o llamaría a la Protectora de Animales? John no creía que Booger tuviera muchas oportunidades de ser adoptado. Abrió un poquito la puerta, deslizó la mano dentro, palpó hasta que encontró el cartel de «no molestar» y lo colgó por fuera. Nada más cerrar recibió una llamada de un número que no conocía. Echó a andar y contestó:

– ¿Sí? -Oyó un crujido, pero no obtuvo respuesta. Pensó que se había cortado la comunicación-. ¿Sí? -repitió.

– ¿Eres John? -preguntó una voz de mujer.

– Sí, soy John -dijo frunciendo el ceño. La voz le sonaba ligeramente familiar, pero no conseguía ubicarla.

– Soy Isabel Duncan. John se quedó paralizado.

– ¡Isabel! ¿Cómo estás? Quiero decir… -Se calló al darse cuenta de que estaba a punto de ponerse a cotorrear y bajó la voz-: ¿Cómo estás?

– He tenido días mejores -respondió-. Pero también peores.

John pensó en la antorcha humana que había perseguido calle abajo el día anterior y respiró hondo.

– Entonces ¿ya estás mejor? -dijo, aunque en realidad lo que quería preguntarle era lo grave que había sido y si había sufrido quemaduras. Le volvió a venir a la cabeza el recuerdo de la cara chamuscada de aquel hombre. Si sobrevivía, quedaría gravemente desfigurado.

– Cuando me vuelva a crecer el pelo, estaré como nueva -dijo Isabel-. Mejor que como nueva, de hecho. Por lo que dicen, he salido ganando con la nueva nariz.

– Pues a mí me gustaba la vieja -le espetó John. Luego entornó los ojos hasta cerrarlos completamente, porque se había dado cuenta de que había dicho algo inapropiado.

– Gracias. A mí también.

Se sintió aliviado y la desazón lo invadió de nuevo mientras oía más ruidos al otro lado de la línea.

– Me preguntaba si querrías hablar conmigo -dijo ella finalmente-. He estado evitando un poco a los periodistas. Bueno, más bien mucho, pero ahora necesito hablar con alguien y me he acordado de lo bien que te habías portado con los bonobos. Ya había decidido hablar contigo cuando te vi ayer en el desayuno y luego Francesca me comentó que te había conocido en la casa de los primates. Parece cosa del destino. De hecho, ha sido ella la que me ha dado tu número. ¿Así que ya no estás con el Philadelphia Inquirer?

¿Lo había visto en el desayuno? ¿Había estado en la misma habitación que ella y ni siquiera se había enterado? Luego se dio cuenta de lo que realmente implicaba aquello. Se llevó la mano a la frente. Con lo cerca que estaba y su mentira -su orgullo y su vergüenza, su estupidez – iba a destruirlo todo.

– No, ya no estoy con el Inquirer -dijo lo más despreocupado que pudo.

– Me alegro, porque lo de la foto fue imperdonable. ¿Te importaría quedar en mi habitación del Mohegan Moon? Cat Douglas me reconoció el otro día y ahora no salgo de aquí.

– Claro, no hay problema.

– Hoy voy a estar casi todo el día con Francesca y con Eleanor. ¿Podrías venir mañana por la mañana, sobre las nueve o las diez?

– Por supuesto.

* * *

John se pasó todo el día intentando dar caza infructuosamente al escurridizo Ken Faulks, que, cuando no estaba haciendo propaganda de su programa delante de la casa de los primates, parecía que se lo había tragado la tierra. Obviamente, se alojaba en la zona, pero nadie sabía dónde. John les preguntó a los empleados, al conductor de la carretilla elevadora que hacía las entregas, al equipo de seguridad y, en resumidas cuentas, a todas las personas que trabajaban en el edificio, pero o no sabían nada, o no se atrevían a abrir la boca. Dado que él mismo había trabajado para Faulks, los entendía perfectamente. Una vez había despedido a varios miembros de la plantilla de la Gazette -para ser más exactos, al 10 por ciento de los trabajadores- porque le habían informado de que el 40 por ciento de los días que estaban enfermos caía en lunes o viernes. Si su intención era asustar a los que hacían infinitas horas extra e iban a trabajar con gripe, lo había conseguido.