Tras llegar al orgasmo, abrió los ojos y vio a Amanda mirándolo con la barbilla levantada y los labios entreabiertos de placer. Cuando se despegó de ella, esta le puso un brazo sobre el pecho.
– Estoy ovulando -susurró al cabo de unos minutos, cuando ambos habían recuperado el aliento.
John sintió una punzada de pánico. Se tuvo que recordar a sí mismo que tenía que respirar.
Un rato después, el colchón crujió cuando Booger se subió a la cama por detrás de Amanda.
Amanda demandó los servicios de John dos veces más en un breve lapso de tiempo.
– Amanda, no puedo -declaró desesperado cuando lo volvió a incitar.
– ¿Estás rechazando sexo? -replicó ella sorprendida.
– No estoy rechazando nada, simplemente me resulta físicamente imposible. Ya no tengo dieciocho años.
– Vale -concedió ella, acurrucándose junto a él -. Pero lo haremos de nuevo por la mañana antes de que me vaya. Hablando de rechazar…
– ¡Que no estoy rechazando nada! ¡Lo que pasa es que lo hemos hecho tres veces en cuatro horas!
– Al parecer no solo merezco ser rechazada, ahora soy rechazada dos veces.
– ¿Que eres qué? -dijo inexpresivamente, cayendo en la cuenta de que aquello era consecuencia directa de sus actos.
– Sí. A los agentes literarios que ya me habían rechazado les parece necesario volver a hacerlo. Lo que no entiendo es cómo han conseguido mi nueva dirección.
John se quedó inmóvil, allí tumbado. Ella levantó la cabeza.
– John, ¿tú sabes cómo han conseguido mi nueva dirección?
Tras considerarlo unos instantes, respondió:
– Hay una tienda de animales justo al lado del Staples en El Paso. No está lejos del aeropuerto. Por la mañana te haré un mapa.
Podía sentir cómo lo miraba en la oscuridad. Al cabo de un rato, ella suspiró y volvió a bajar la cabeza. Le había concedido a Booger a cambio de que lo perdonara.
John se despertó sobresaltado a las tres de la mañana. Había estado tan distraído con la visita sorpresa de Amanda y su concentración en el sexo como si se tratara de un importante negocio que se había perdido el segundo episodio de La casa de los primates en horario de máxima audiencia.
– Lo siento -murmuró, encendiendo la luz para coger el mando a distancia. Amanda se dio media vuelta y rodeó con el brazo a Booger, que dejó escapar un gruñido de satisfacción pero ni siquiera se movió.
John empezó a hacer zapping. Con un poco de suerte encontraría algún resumen, tal vez en Entertainment Tonight. Si no, encendería el ordenador y miraría en los blogs de cotilleos que Topher le había ordenado imitar.
Al final no tuvo que buscar demasiado. Faulks había hecho que les dieran cerveza y armas de fogueo a los bonobos y había quitado el programa de televisión que estos habían elegido, La isla de los orangutanes, para poner imágenes de guerra. Cuando vieron que no podían cambiar de canal, los primates se alteraron y empezaron a lanzar trozos de pizza y hamburguesas de queso contra la pantalla antes de darse por vencidos e intentar arrancar la televisión de la pared. Luego, Lola disparó sin querer una pistola de fogueo e hizo que Mbongo se pusiera histérico, así que Sam las recogió todas, se fue al jardín y las tiró por encima del muro, sobre la multitud. Como la mayoría de la gente no estaba viendo lo que sucedía en la casa, las tomó por armas reales. La situación empeoró aún más cuando unos cuantos las cogieron para empuñarlas. Aquello estuvo a punto de convertirse en un motín, que acabó con los policías blandiendo pistolas eléctricas y llevándose a la gente en furgones. El avance informativo finalizó con un comunicado del jefe de policía. Decía que ya había tenido suficiente con todo aquello y que no estaba dispuesto a permitir que la buena gente de Lizard pagara las consecuencias de aquel circo inmoral, y con lo de inmoral no se refería a los primates. Tenía intención de pasarle la factura a Faulks Enterprises de todos los gastos en los que su departamento había incurrido por culpa de La casa de los primates.
John supuso que Faulks esperaba que los bonobos se emborracharan y se hicieran cosas horribles los unos a los otros, como se sabía que hacían los chimpancés. De hecho, una vez que se deshicieron de las pistolas y el mando a distancia volvió a funcionar, los bonobos descubrieron la cerveza, celebraron una breve y feliz orgía y luego se la bebieron tranquilamente mientras veían I Love Lucy. Mbongo fue el único que se tomó una segunda. Se la llevó al puf, se hundió en él y cruzó las piernas con la prominente barriga precediéndole mientras se llevaba la botella a los labios. Parecía el típico tío que pasaba el rato el día de Acción de Gracias viendo el fútbol mientras esperaba a que apareciera el pavo. Los primates eran completamente ajenos al descontrol humano que estaba teniendo lugar al otro lado de aquellas paredes.
Era como lo del cartel que John y Amanda habían visto de camino a la boda de Arieclass="underline" «Guns n' Gofres». El error de Faulk había sido pensar que los bonobos compartían el conflicto humano de ser parte chimpancés y parte bonobos, sin saber nunca cuál de las dos caras iba a salir a la luz.
31
John Thigpen tenía mala cara. Además, llegaba una hora tarde, algo que a Isabel le sorprendió, ya que le había parecido encantado de tener noticias suyas.
– Hola -lo saludó al abrir la puerta-. Estaba empezando a creer que no ibas a venir.
Él miró el reloj y pareció sorprenderle lo que vio.
– Lo siento -dijo-. He tenido una noche movidita. Y también la mañana. -Se quedó de pie torpemente en la puerta e Isabel cayó en la cuenta de que aún no lo había invitado a pasar. Era extraño recibir a un hombre en su habitación. Probablemente a él también se le hacía raro, sobre todo porque estaba casado.
– Pasa -le dijo-. Por favor, ponte cómodo. -Mientras él iba hacia el sofá, se percató de que le echaba un vistazo al tique de la gasolinera en el que había apuntado su nombre y su número.
Isabel cerró la puerta y se quedó delante de él, retorciéndose los dedos.
– ¿Quieres un café? Tengo una de esas maquinitas.
– No, gracias. Estoy bien.
Isabel le dio la vuelta a la silla del escritorio para ponerla de cara al sofá y tomó asiento. John la estaba mirando y ella se dio cuenta de que, por supuesto, debía de estar impresionado por cómo había cambiado. Giró la cara para que pudiera verla de perfil.
– ¿Ves? -dijo, pasando el dedo por el puente de la nariz-. No está mal, pero no es la mía. Bueno, supongo que ahora sí, teóricamente.
Thigpen parpadeó unas cuantas veces y se pasó los dedos por el pelo, dejándolo levantado en picos desiguales.
– Dios, lo siento. No quería quedarme así mirando. Hoy estoy un poco ido.
– No pasa nada -dijo ella.
– En fin, ¿te importa si acepto ese café?
– No, claro que no -respondió Isabel. A decir verdad, agradecía tener una excusa para salir de la habitación. Se quedó de pie delante del espejo del baño mientras esperaba a que se hiciera el café. La última vez que se habían visto, le había dado la sensación de que habían conectado. Sin embargo, hoy la situación era un poco rara. ¿Se estaría equivocando?
La máquina de café terminó con un chisporroteo y un silbido.
– ¿Con leche y azúcar? -le gritó.
– Solo, gracias -respondió él.
Se lo llevó; él se quedó mirando la taza sujetándola con ambas manos y respiró hondo.
– Oye, antes de empezar necesito quitarme un peso de encima. -Hizo una pausa y levantó la vista hacia ella.
El pulso de Isabel se aceleró. Según su experiencia, después de aquellas palabras nunca venía nada bueno.