– He dejado que Francesca de Rossi creyera que trabajo para Los Angeles Times y no es así. Trabajo para el Weekly Times. No fue una mentira exactamente, pero no la corregí y ahora me avergüenzo muchísimo. El Weekly Times es una bazofia sensacionalista de la peor calaña y, aunque estoy haciendo lo que puedo para añadirle cierta integridad periodística, no sé hasta qué punto lo lograré. Dicho de otra manera: mi editor me ha pedido que no abuse de los bebés alienígenas de tres cabezas en mis artículos, pero, aparte de eso, todo vale.
La miró a los ojos con los labios tan apretados y la piel tan gris que pensó que debía de estar aguantando la respiración.
¿Eso era todo? ¿Se avergonzaba de para quién trabajaba? A Isabel le entraron ganas de reírse aliviada, aunque lo entendía: conocía el Weekly Times. Su madre había estado suscrita a él. Y probablemente seguía estándolo.
– ¿Y qué ha pasado con el Philadelphia Inquirer?
– Cat Douglas es lo que ha pasado.
– ¡Ja! No sé por qué no me sorprende -dijo, dando una palmada sobre la mesa.
John le dedicó una fugaz sonrisa.
– Y luego me mudé a Los Angeles, donde no hay verdaderos empleos para periodistas.
– ¿Por qué a Los Angeles?
– Por el trabajo de mi mujer.
– ¿A qué se dedica?
– Es escritora.
– ¿Ha escrito algo conocido?
– Publicó una novela hace algo más de un año: Las guerras del río. Pero ahora trabaja escribiendo guiones.
Isabel se echó hacia delante.
– ¡La he leído!
– ¿En serio? -John arqueó las cejas, sorprendido.
– Sí, en el hospital. Me encantó. ¿Va a escribir otra?
– Como todo, es complicado, pero ahora está trabajando en una serie de televisión.
– Y tú en un periódico sensacionalista.
– Sí, y Cat Douglas se ha quedado con mi historia y aparece con regularidad en la primera plana del Inquirer.
Isabel se recostó contra la mesa y cruzó las piernas. Notó que una sonrisa se le filtraba en la cara.
– Bueno, pues ahora te voy a dar algo que ella desea con todas sus fuerzas.
John Thigpen cerró los ojos, aliviado.
– Gracias -dijo con la voz quebrada.
Una hora más tarde, tras haber jurado solemnemente proteger sus fuentes a toda costa, se fue con los resúmenes e informes que Joel había sacado de la base de datos del IEP y con la promesa de que Isabel le reenviaría los correos electrónicos que demostraban que Peter Benton había vendido el programa lingüístico en cuanto Celia se los enviara a ella.
– ¿Quién es? -gritó Isabel, acercándose a la puerta. John Thigpen se había ido hacía un cuarto de hora.
– Soy yo -dijo Celia.
Isabel pegó el ojo a la mirilla para comprobar si había alguien más al otro lado de la puerta. Celia estaba allí de pie sola, con las manos en los bolsillos, mirando a su alrededor. Tenía un aire de despreocupación claramente fingido.
– Está contigo, ¿no? -le preguntó.
– ¿Quién?
– Tu amiguito del pelo verde.
Se produjo una larga pausa.
– No -respondió Celia, bajando la cabeza y poniendo una mano en la parte de atrás del cuello, como si estuviera intentando hacerlo crujir.
– ¡Sí que está, lo sé! -dijo Isabel con severidad-. No quiero que entre aquí.
Celia suspiró y puso los ojos en blanco.
– Vale, le diré que baje.
– No creo que tampoco sea bien recibido allí. A decir verdad, incluso me sorprende que le dejen llegar hasta los ascensores.
Celia dobló la esquina y desapareció. Tras una discusión en voz baja, volvió a aparecer.
– ¿Se ha ido? -preguntó Isabel.
– Sí -le aseguró Celia cansinamente-. ¿Ya puedo entrar?
Isabel abrió la puerta, sacó la cabeza., estiró el cuello en ambas direcciones y movió la cabeza para mirar alrededor de Celia.
– ¿Adónde ha ido?
– Me está esperando en el bar, hay menos luz que en el restaurante. Además, lleva un gorro puesto. -Isabel abrió la puerta y Celia entró. Se dirigió rápidamente al sofá y se dejó caer cuan larga era-. Que conste que venía a disculparse.
– No es a mí a quien tiene que pedirle disculpas.
– Lo sé, pero creía que Pigpen iba a estar aquí. De todos modos, no deberías ser tan dura con Nathan.
– ¿Por qué? -inquirió Isabel. Se acercó al sofá y le quitó las piernas a Celia para hacerse sitio junto a ella.
Celia se irguió y puso los pies, que llevaba enfundados en unas botas militares, sobre la mesa de centro.
Clac, clac.
Isabel abrió la boca para protestar por la porquería y los gérmenes, pero como la mesa ya estaba contaminada decidió que ya la rociaría más tarde con desinfectante para las manos.
– Porque tú hiciste exactamente lo mismo -dijo Celia.
– ¿A qué te refieres?
– A lo de Larry-Harry-Garry. Le tiraste la comida. En Rosa's Kitchen. ¿Te acuerdas?
Isabel se quedó allí de pie, petrificada y con la boca abierta. Luego se dejó caer en el sofá mirando fijamente el escritorio que tenía delante.
– Dios mío, tienes razón.
– Quiere pedirle perdón. La otra noche se llevó una impresión equivocada cuando unas amigas suyas creyeron que Pigpen estaba denigrando a las mujeres. Oye, ¿puedes darme su número? El de Pigpen, digo. ¿Puedes?
– ¡No pienso darle su número a nadie! Al menos no sin preguntarle a él.
– ¿Y lo vas a hacer?
Isabel suspiró. Si no acabara de recordarle lo que había hecho con el curry de Gary Hanson, ni siquiera se lo habría planteado.
– Puede ser -respondió.
– ¡Bien! -Celia se puso en pie de un brinco y fue hacia el escritorio. Hojeó el periódico durante unos segundos. Era el USA Today que el hotel dejaba cada mañana delante de la puerta de la habitación. El artículo sobre los disturbios de las pistolas de fogueo delante de la casa de los primates estaba en primera plana.
– Puedes llevártelo, si quieres. Yo ya lo he leído. -Entonces ¿no quieres venir a comer con nosotros?
– Acabo de comer -mintió. Por mucho que ella también le hubiese tirado la comida a alguien, no estaba preparada para compartir el pan con Nathan.
– Vale -dijo Celia, cogiendo el periódico-. Nos vemos luego.
– Celia, ¿podrías reenviarme esos correos electrónicos lo antes posible? Acabo de prometerle a John que se los enviaría.
– No problemo -dijo Celia empujando la puerta.
Por la tarde, a Jelani le dio por hacer sus característicos saltos hacia arriba y hacia atrás en todas las paredes. Makena, que solía bailar emocionada e incitarlo con agudos chillidos, ese día lo observó por encima del hombro y se quedó mirando al infinito por la ventana del jardín. Jelani se acercó a ella y le tocó el hombro un par de veces, pero, en lugar de girarse y pelearse con él, lo ignoró. Finalmente Jelani desistió y abordó a Sam.
Isabel, que no dejaba de dar vueltas por la habitación mientras consultaba de vez en cuando el correo electrónico para ver si Celia le había reenviado los mensajes incriminatorios, se detuvo en seco. Una alarma se activó dentro de ella al recordar que cuando Bonzi había dado a luz a Lola, se había pasado cuatro horas sentada sola en una esquina antes de ponerse de pie y expulsar al bebé. Le dio la vuelta a la silla para ponerla delante de la televisión y, aunque no estaba totalmente paralela, se sentó en ella igualmente sin despegar los ojos de la pantalla.
Al cabo de un rato, Makena entró como si tal cosa en la sala del ordenador y le dirigió una serie de pitidos a Bonzi antes de recostarse contra la pared. Efectivamente, debía de estar de parto, e Isabel conocía lo suficiente a Faulks como para tener la certeza de que no habría ningún veterinario cerca. Por mucho que proclamara a los cuatro vientos que había contratado a un «experto en primates», Peter era un científico conductual y cognitivo, no un obstetra. Isabel tampoco lo era, pero después de haber vivido el embarazo de Bonzi de Lola, estaba claro que más que Peter sabía. Isabel se planteó salir corriendo hacia la casa, aunque sabía que la gente de Faulks nunca le permitiría entrar. Se arrodilló delante de la televisión.