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Isabel extendió la mano hacia la manilla y luego la retiró. Se inclinó hacia la puerta, casi tocándola con la frente.

– Celia, ¿eres…?

La explosión arrancó de cuajo la puerta del marco. Mientras salía despedida hacia atrás, se percató de que tanto ella como la puerta estaban siendo lanzadas por el pasillo por una bola de fuego que crecía y avanzaba. Tenía una sensación de lucidez y distanciamiento, y analizaba los acontecimientos como si examinara los fotogramas consecutivos de un vídeo. Ya que no había tenido tiempo para reaccionar, lo grabaría todo.

Al empotrarse contra la pared, tuvo la sensación de que el cráneo se le paraba antes que el cerebro. Cuando la puerta se detuvo contra ella, atrapándola de pie, se dio cuenta de que la mejilla izquierda -el lado que había presionado sobre la puerta- se había llevado la peor parte del impacto. Cuando los ojos se le llenaron de estrellas y la boca de sangre, archivó dichos datos para futuras referencias. Observó impotente cómo la bola de fuego atravesaba disparada la puerta y se dirigía hacia los primates. Cuando la puerta finalmente se cayó hacia delante y la liberó, se acurrucó en el suelo. No podía respirar, pero no parecía estar ardiendo. Miró hacia el hueco donde había estado la puerta.

Un enjambre de figuras borrosas vestidas de negro y con pasamontañas entró y se dispersó en medio de un silencio extraño e inquietante.

Balancearon las palancas que llevaban y los cristales se hicieron pedazos, pero aquellas personas no abrieron la boca. Hasta que uno de ellos se arrodilló fugazmente al lado de su cabeza y leyó aquellos labios enormes como de goma que decían: «¡Mierda!», no se dio cuenta de que no oía nada. Y seguía sin poder respirar. Luchó para mantener los ojos abiertos, se peleó contra el peso que le presionaba el pecho.

Inmovilidad en blanco y negro. El zumbido de un millón de abejas interrumpido por su propio parpadeo. Unas botas que pasaban corriendo a su lado. Estaba tumbada boca arriba con la cabeza ladeada hacia la derecha. Movió la lengua, pastosa como una babosa de mar, y luego escupió uno, dos, tres dientes por la esquina de la boca.

Más inmovilidad, esta vez más prolongada. A continuación, una luz cegadora y un dolor insoportable. Se estaba asfixiando. Los ojos se le cerraron lentamente.

Al cabo de cierto tiempo -no sabría decir cuánto-, se dio cuenta de que la estaban arrastrando. Un dedo acre enfundado en látex le limpió la boca y un brillante haz de luz le iluminó la parte interior de los párpados, cubierta de venas. Abrió los ojos de repente.

Había caras flotando sobre ella, hablándose con urgencia las unas a las otras. Las oía como a través de las olas. Unas manos enguantadas le cortaron bruscamente con unas tijeras la camiseta y el sujetador. Alguien le aspiró la nariz y la boca y se las cubrió con una mascarilla.

– … Insuficiencia respiratoria. No respira por el izquierdo.

– Tiene un neumotórax. Ponle una vía.

– Estoy en ello. ¿Crepitación articular?

Unos dedos le masajearon el pecho. Algo en su interior crujió y reventó como si fuera una bolsa de papel llena de aire.

– Presenta crepitación articular.

Isabel intentó aspirar un poco de aire, pero solo consiguió emitir un áspero resuello.

– Te pondrás bien -dijo la voz que acompañaba a la mano que acompañaba a la mascarilla de oxígeno-. ¿Sabes dónde estás?

Isabel trató de coger aire y el dolor que sintió fue como si le clavaran mil cuchillos. Sollozó dentro de la mascarilla.

La cara de un hombre apareció de pronto.

– Vas a notar algo frío sobre la piel. Tenemos que clavarte una aguja para ayudarte a respirar.

Un helado toque de antiséptico y una larga aguja apareció sobre ella y se clavó en su pecho. El dolor fue atroz, pero lo acompañó un alivio instantáneo. El aire entró a través de la aguja y el pulmón se volvió a hinchar. Ya podía respirar de nuevo. Jadeó e inhaló tan fuerte que la máscara se le pegó, aplastada sobre la cara. La arañó, pero la mano que la sujetaba permaneció firme e Isabel descubrió que la mascarilla, incluso aplastada contra su cara como estaba, le dispensaba oxígeno. Apestaba a PVC, como las cortinas baratas de ducha y el tipo de juguetes para la bañera que evitaba darles a los bonobos porque había leído que exudaban falsos estrógenos cuando el material empezaba a deteriorarse.

– Ponedla en una camilla.

Unas manos la manipularon por los lados sujetándole la cabeza y luego la colocaron boca arriba. Se oyó de fondo el chisporroteo de una radio.

– Tenemos a una mujer de entre veinticinco y treinta años, víctima de una explosión. Descompresión con aguja de tensión de neumotórax realizada en el lugar de los hechos. Respiración recuperada. Traumatismo facial y oral. Herida en la cabeza. Nivel de conciencia alterada. Lista para la evacuación. Tiempo estimado de llegada: siete minutos.

Dejó que se le cerraran los ojos y que las abejas zumbaran de nuevo. El mundo le daba vueltas, sentía náuseas. Cuando la fresca brisa nocturna le dio en la cara, abrió los párpados de repente. La grava por la que rodaba crujiendo la camilla amplificaba cada uno de sus movimientos.

El aparcamiento estaba lleno de luces parpadeantes y sirenas. Unas cintas de velero impedían a Isabel girar la cabeza, así que solo pudo volver la vista. Celia estaba a un lado gritando, llorando y rogándoles a los bomberos que la dejaran pasar. Todavía llevaba la bandeja de cartón con los descafeinados al caramelo grandes. Cuando vio la camilla, la bandeja y las bebidas se le cayeron al suelo. Llevaba la cámara de vídeo colgada por una cinta de la muñeca.

– ¡Isabel! -gimió-. ¡Dios mío, Isabel! -Fue entonces cuando Isabel se dio cuenta de lo que realmente le había ocurrido.

Cuando las ruedas delanteras de la camilla llegaron a la parte trasera del vehículo y se doblaron bajo ella, Isabel pudo atisbar una sombra negra en lo alto de un árbol y luego otra y otra, y gimió dentro de la mascarilla. Al menos la mitad de los bonobos se habían salvado.

El techo de la ambulancia reemplazó a la noche estrellada y los ojos se le cerraron. Alguien se los abrió, primero uno y luego otro, y los enfocó con una luz. Recortados sobre el interior de la ambulancia vio rostros, uniformes y manos enguantadas, bolsas de fluido intravenoso y tubos serpenteantes. Las voces retumbaban, las radios siseaban y alguien estaba pronunciando su nombre, pero ella se sentía impotente en medio del alboroto. Intentó quedarse con ellos -parecía lo más educado, dado que ahora sabían su nombre-, pero no era capaz. Sus voces retumbaban y se arremolinaban mientras ella se hundía en un abismo más allá de las abejas y más negro que la noche. Era la completa ausencia de todo.

3

John abrió la puerta principal y se detuvo en seco. Fue el aroma a limpiador Pine Sol lo que le sobresaltó.

Nueve semanas antes, la muerte de su gato había sumido a su mujer, que ya se estaba tambaleando, en un abismo del que parecía incapaz de salir. Era el fin de un largo proceso que había empezado hacía más de un año, antes de que se mudaran de Nueva York a Filadelfia por el trabajo de John en el Inquirer.

John sabía que a Amanda no le resultaría fácil aquel traslado. Todavía se estaba recuperando de la pérdida prácticamente simultánea del contrato de su libro y de su agente que, eufemísticamente, había denominado «revés económico» a una avalancha que barrió de un plumazo a toda su editorial. Su agente estaba tan desencantada que dejó el negocio para montar una tienda de ropa ecológica, dejando huérfana literaria a Amanda.

John hizo todo lo que pudo para que Amanda se entusiasmara por Filadelfia -¿cómo no adorar su comida, sus barrios, su arquitectura?-, pero ella no estaba por la labor. Echaba de menos a sus amigos. Echaba de menos la ciudad. Hasta hablaba con nostalgia de su diminuto apartamento en un sexto sin ascensor olvidando, al parecer, que estaba plagado de ratones. John tenía la esperanza de que su nueva casa en Queen Village, con jardín y camino de entrada privados, la animaran y, de hecho, sí le dio nuevas energías: estaba tan empeñada en arrebatar la victoria a las mandíbulas de la derrota que inmediatamente se refugió en el portátil para acabar su segunda novela. Como trabajaba en completa soledad, John le sugirió que colaborara como voluntaria en la Protectora de Animales. Esperaba que así conociera a gente e hiciera nuevos amigos, pero el inevitable y alarmantemente rápido resultado fue que se enamoró de un gato.