Выбрать главу

Lo que le estaba contando era colosal. Desmesurado. Y, por razones más personales de lo que John se sentía cómodo admitiendo, estaba deseando sacar a la luz aquella historia. El problema era que iba a necesitar algo más sólido que unos mensajes enviados a través de un proxy de correo electrónico anónimo. Tenía que demostrar la identidad de la persona que los había recibido y los había respondido.

34

El sonido del teléfono sobresaltó a John. Mientras lo cogía, vio en el reloj que eran las tres de la mañana. ¿Le habría mordido el perro a Amanda? ¿Habría tenido un accidente? ¿Y si Peter Benton o Ken Faulks se habían enterado de lo que planeaba y le habían hecho algo a Isabel? O tal vez fuera Ivanka…

– ¿Sí? -respondió.

– ¿Eres John?

– Sí -dijo, frunciendo el ceño. Estiró el brazo y encendió la luz-. ¿Quién es?

– Soy Celia Honeycutt, una amiga de Isabel. Casi nos conocemos el otro día.

John ya sabía quién era, tanto por el vídeo de la LLT como por la mujer de la Protectora de Animales de Kansas City.

– ¿Qué ha pasado? ¿Isabel está bien?

– Sí, Isabel está bien. Te llamo por lo de Nathan.

– ¿Por lo de quién? -preguntó John.

– Ya sabes, el tío del pelo verde.

– ¿Qué pasa con él?

– Está en la cárcel. -Muy bien -dijo John.

– No, no está muy bien. ¿Puedes ir a pagarle la fianza?

– ¿Qué?

– No se lo puedo pedir a Isabel porque me acaba de decir que lo deje allí.

– ¿Y qué te hace pensar que yo no opino lo mismo?

– ¿Sabes una cosa? -dijo Celia con exasperación-. Puede que esto haya sido un error. Tal vez no seas el tipo amable que al parecer Isabel cree que eres. Pero ¿sabes toda esa información que te ha dado hoy? ¿Esa que ningún otro periodista tiene y que mataría por que cayera en sus manos? Adivina de dónde ha salido. Pues de mí. Apuesto a que a Catwoman le interesaría mucho.

John suspiró.

– ¿Qué ha hecho?

– Beber siendo menor de edad.

– No te detienen por beber siendo menor de edad. Te ponen una multa.

– También tenía un carné de identidad falso y dicen que opuso resistencia.

– Bueno, pues entonces lo haría, ¿no?

– Venga ya, John. Por favor.

John acunó la cabeza entre las manos.

– ¿De cuánto estamos hablando?

– De mil cuatrocientos.

– ¿Estás de broma? No tengo mil cuatrocientos dólares aquí.

– Solo tienes que poner setecientos. Gary ha puesto el resto.

– ¿Quién?

– Un colega suyo de las manifestaciones. Ya me ha mandado un giro telegráfico.

John sacó las piernas por un lado de la cama y se sentó.

– Por cierto, ¿de dónde has sacado mi número?

– Se lo robé a Isabel del escritorio de la habitación. Nathan quería llamarte para pedirte disculpas por lo del desayuno.

John dejó caer la frente sobre una mano. No podía creer que lo estuviera considerando siquiera.

– Vale -dijo, poniéndose de pie y buscando la ropa-. ¿Por quién pregunto cuando llegue allí?

– Por Nathan Pinegar. Y nada de bromas con vinegar [5], le sientan muy mal.

¿Pinegar? ¿Nathan era un Pinegar?

¿Un Pinegar adolescente?

John estiró un brazo para apoyarse en la pared.

* * *

Detrás del mostrador había una hilera de monitores y cada uno de ellos mostraba el contenido de una celda.

Hasta los baños se veían perfectamente. Nathan estaba acurrucado sobre una estrecha cama. John lo miró y lo remiró.

– ¿Puedo ayudarle? -dijo finalmente el policía que estaba detrás de la mesa.

– Eh… Sí. -John se aclaró la garganta y dio un paso adelante-. He venido a pagar la fianza de una persona.

El policía hizo estallar el chicle y miró con recelo a John antes de responder.

– ¿A quién?

Este tuvo que tragar saliva antes de conseguir pronunciar el nombre.

– A Nathan. Pinegar. Es ese -señaló John.

El policía miró el monitor por encima del hombro.

– ¿Va a pagar en efectivo?

– Con tarjeta de crédito.

– Hay un fiador calle abajo.

* * *

No cruzaron ni una palabra hasta que abandonaron el edificio. Nathan caminaba con aire avergonzado unos cuantos metros detrás de él. Llevaba los hombros encorvados en lo que John ahora reconoció como cosa de la adolescencia.

Cuando llegaron a la parte de abajo de las escaleras, John se detuvo y echó una ojeada hacia atrás a la falsa fachada griega del edificio.

Nathan miró a ambos lados de la calle. -Entonces ¿puedo irme?

– No, tengo que preguntarte una cosa. ¿Dónde te criaste?

– En Nueva York. En Morningside Heights. ¿Por?

– ¿Cómo se llama tu madre?

– ¿Por qué? ¿Vas a llamarla?

– No, no -dijo John rápidamente-. Solo que… -La sangre le rugió en los oídos en un zumbido supersónico de terror-. Esto… ¿Necesitas que te lleve a alguna parte?

– No, tío, estoy bien -respondió Nathan. Estaba turbado e inquieto, claramente ansioso por seguir su camino. John asintió.

Mientras los pesados pasos de Nathan resonaban calle abajo, John se sintió tan mareado que tuvo que sentarse en las escaleras.

35

Isabel estaba tumbada de lado, abrazada a la almohada. Llevaba despierta dos horas, aunque el sol todavía no daba señales de salir. Había puesto la televisión de fondo sin volumen, porque tenía la esperanza que volvieran a emitir La casa de los primates. Pero no la habían reanudado e Isabel estaba bastante segura de que no volverían a hacerlo, porque Rose la había llamado y le había dicho que la Fundación Corston estaba preparando la unidad de aislamiento para la llegada de nuevos primates. No estaba segura de que fuera para los bonobos, pero cuanto más tiempo permanecía suspendido el programa, más probable le parecía. Alguna persona del estudio, algún intérprete o, lo que le parecía más probable, Peter, se había dado cuenta de lo que implicaban las declaraciones de Sam y habían cerrado el chiringuito. Peter no solo había participado en la destrucción del laboratorio, sino que ahora los iba a sentenciar a una muerte en vida en un laboratorio biomédico.

Alguien aporreó la puerta. Ella dio un grito y los golpes cesaron. Al cabo de unos segundos, lo sustituyó un golpeteo vacilante.

Isabel echó hacia atrás las sábanas y se dirigió hacia la puerta en la oscuridad. No podía fingir que no estaba, pero el pestillo estaba echado y los guardias de seguridad del hotel tardarían en llegar uno o dos minutos como mucho. Pegó un ojo a la mirilla y vio a John Thigpen, con la nariz alargada por el ojo de pez y los orificios nasales abriéndose y cerrándose mientras se apoyaba con una mano en el marco de la puerta. Abrió y lo hizo pasar.

Él entró tambaleándose y ella encendió la luz del techo.

– ¿Qué sucede? ¿Qué pasa?

Pero él se quedó allí de pie, perplejo, con la mirada desorbitada y perdida. Finalmente, la miró.

– ¿Te he despertado?

– Ya estaba despierta -dijo-. ¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado?

– Creo que soy su padre. -Tenía los ojos tan abiertos como los de un lémur.

– ¿El padre de quién?

– De ese vegano de pelo verde ecofeminista.

– ¿De Nathan?

John asintió, todavía jadeando.

– ¿Qué demonios te ha hecho pensar eso? -preguntó.

вернуться

[5] En español «vinagre» (N. de la T.)