– ¿Cuántos Pinegar de diecisiete años puede haber en el mundo?
De pronto, Isabel se preguntó si había hecho bien dejándolo entrar. ¿Estaba borracho? No olía a alcohol, y eso que ella tenía un don sobrenatural para percibir el alcohol en el aliento de la gente. ¿Estaría colocado? Lo examinó más de cerca: tenía las pupilas del mismo tamaño y no estaban dilatadas.
Él pareció darse cuenta de sus temores.
– Lo siento. No debería haber venido -dijo y, aunque seguía temblando, dejó de parecer un loco. Ahora solo tenía un aspecto miserable y penoso. Dio un paso hacia la puerta.
– No pasa nada -dijo Isabel, tocándole el codo-. Ven, siéntate. Cuéntame qué pasa.
Él se dirigió bamboleándose hacia el sofá y ella lo siguió. Comenzó a contarle la historia de la imprudencia que había cometido hacía tanto tiempo, e Isabel acabó sentada a su lado sobre las piernas, mirándolo a la cara.
– Ni siquiera sabía si lo habíamos hecho -dijo-, pero al parecer la dejé preñada. ¿Por qué no me dijo nada? Yo era un joven estúpido, pero quizá si mis padres o yo hubiéramos formado parte de su vida, no se hubiera vuelto así.
– No es tan malo -dijo Isabel.
– Sí lo es -replicó John.
– Sí, supongo que sí -reconoció Isabel.
John dejó caer la cabeza contra el respaldo del sofá y gimió.
– Vale -dijo Isabel, girando las piernas e incorporándose-. Oye, aún no tiene sentido alarmarse. No sabes si realmente es tuyo.
– Tiene diecisiete años. Se apellida Pinegar. Se crio en Nueva York.
Isabel no podía negar que tenía su parte de razón. Se levantó y volvió a coger el ordenador. John permaneció sentado como un bulto espatarrado, como una especie de estrella de mar sin vida desparramada sobre el lado izquierdo del sofá, inmóvil salvo por la subida y bajada ocasional de la nuez.
– Lo siento -dijo con voz ronca mientras ella tecleaba-. No sé qué me ha pasado.
– ¿A qué te refieres?
– A cargarte con todo esto.
– No pasa nada -dijo Isabel-. Está claro que necesitabas hablar con alguien. Entiendo que tu mujer no fuera la primera opción.
– Me va a matar. Seguro que me mata. ¿Qué voy a hacer?
Isabel sacudió la cabeza con compasión mientras seguía tecleando.
– Creo que podía haber sido un buen padre. Tenía un buen modelo a seguir. Mi padre es un buen padre. ¿Y el tuyo?
– Se fue -dijo Isabel. -Dios mío, lo siento.
– ¿Qué? -dijo Isabel mientras seguía pulsando las teclas. Le echó un vistazo rápido y se dio cuenta de lo que estaba pensando-. Ah, no, no está muerto. Al menos eso creo. Me refiero a que se marchó, así que dejó de ser mi padre. Eso fue parte del problema.
– Lo siento -repitió John.
– Yo no. Me alegro de saber que cabe la posibilidad de que no tenga nada que ver con él. Claro que también me gustaría no tener nada que ver con mi madre, pero por desgracia en eso no hay lugar a dudas. -Giró el ordenador para que él pudiera ver la pantalla-. Mira. Pruebas de paternidad por medio del análisis del ADN. Servicio ultrarrápido. Resultados en veinticuatro horas. No son necesarias muestras de sangre. Resultados por correo electrónico o por teléfono. Podemos encargarla ahora, si quieres.
Él abrió aún más los ojos, transformándose de lémur en búho. Parpadeó unas cuantas veces.
– ¿Y qué tipo de muestra necesito? Ella le pasó el ordenador.
– Un vaso en el que haya bebido, la colilla de un cigarrillo o simplemente un pelo. Sirve aunque esté teñido.
John miró a su alrededor esperanzado, como si fuera a aparecer un pelo verde por arte de magia.
– Nunca ha estado en mi habitación -dijo Isabel-. Pero mañana conseguiré una prueba. Bueno, hoy -dijo, mirando por la ventana y dándose cuenta de que el sol saldría en cualquier momento.
John se quedó con los ojos clavados en el formulario electrónico. Empezó a rellenar los campos, tímidamente al principio y luego tan rápido que los dedos se atropellaban entre sí y tenía que volver atrás para hacer correcciones. Isabel echó un vistazo para ver qué estaba haciendo. Ya estaba tecleando el número de la tarjeta de crédito.
Cuando ya estaba a punto de marcharse, se quedó de pie torpemente en la puerta.
– Gracias -dijo finalmente, dejando caer la barbilla.
– De nada. -Cuando él se estaba dando la vuelta, sus propias preocupaciones volvieron. ¿Y si la nueva crisis de él desplazaba la suya del punto de mira?-. Sigues queriendo desenmascarar a Faulks, ¿no? Porque ahora que La casa de los primates ya no se emite, ni siquiera puedo ver si están bien. ¿Y si el bebé no se está alimentando correctamente? ¿Y si Makena coge una infección? ¿Y si siguen comiendo solo hamburguesas de queso y M &Ms?
Él se volvió.
– Por supuesto que sí. Enviaré el informe esta noche y la edición estará en los kioscos mañana a última hora de la tarde.
– Gracias a Dios -dijo ella-. Porque sabes lo que está en juego, ¿no? Si el condado se hace cargo de los primates, se han comprometido a enviarlos al zoo de San Diego, donde he conseguido que nos acojan temporalmente hasta que se me ocurra otra cosa. Pero si tú no sacas la verdad a la luz y él sigue siendo el dueño, sabe Dios dónde acabarán.
Se percató de que le estaba agarrando el brazo, probablemente tan fuerte como para hacerle daño. Lo soltó en cuanto se dio cuenta y cerró los ojos con fuerza.
John la abrazó.
– No te preocupes -le dijo. Ella sintió cómo la voz le resonaba en el pecho-. No permitiré que eso suceda.
Para sorpresa de Isabel, le creyó. Hasta permitió que sus brazos se encontraran detrás de la espalda de él.
En cuanto John abandonó la habitación, casi inmediatamente Isabel llamó a Celia y le pidió que acudiera y que llevara a Nathan.
Estaba desaliñado, aunque no tenía tan mala pinta como John. Isabel estudió la forma de su cara y el color de sus ojos. El y John eran aproximadamente de la misma altura y, aunque Nathan aún tenía ese aspecto fibroso y desgarbado propio de la juventud, podría encajar en una constitución similar. Ciertamente, no era tan descabellado.
De pronto se dio cuenta de que el joven le estaba devolviendo la mirada.
– ¿Ya has llamado a tus padres? -le preguntó.
– No -dijo él-. Ni pienso hacerlo.
– Escucha, será mejor que comparezcas ante el tribunal. ¿Me oyes?
Él se encogió de hombros, afligido.
– ¿O cómo piensas devolverle el dinero a John?
– No lo sé. Puede que con una tarjeta de crédito. Puedo pedir un adelanto…
– Nathan, tienes diecisiete años. No tienes trabajo. Nadie te va a dar una tarjeta de crédito.
Celia se giró para mirarlo a la cara.
– ¿Diecisiete? ¿Solo tienes diecisiete años? ¡Eso es perversión de menores! -exclamó, dándole un manotazo en el brazo.
– Cumplo dieciocho dentro de dos meses -murmuró mientras se frotaba el golpe.
Celia se dirigió a Isabeclass="underline"
– Me dijo que tenía diecinueve. -Giró la cabeza y entre los ojos se le formaron unos relámpagos de desagrado-. ¡Me dijiste que tenías diecinueve!
– Te sugiero que esta noche lo metas en su propio saco de dormir -dijo Isabel.
Nathan se metió las manos en los bolsillos y adquirió un aspecto apagado nada propio de él. Celia cruzó los brazos, miró hacia delante y empezó a darse golpecitos con los pies.
Isabel se frotó las sienes.
– ¿Cuándo fue la última vez que comisteis, chicos?
– Yo ayer al mediodía -respondió Celia-. Y creo que él igual, a no ser, claro, que le dieran de comer en la cárcel -dijo, dirigiéndole a Nathan una mirada asesina.
– Celia, déjalo ya. ¿Comer huevos es asesinato? -le preguntó Isabel a Nathan.
Él miró a ambos lados y respondió:
– En teoría no, si no están fecundados, pero las condiciones en las que viven las gallinas ponedoras…