– Vale -dijo Isabel con aire desenfadado-. Así que para ti una tostada sin mantequilla y un zumo de naranja. ¿Celia?
– ¿Vas a pedir que nos lo suban? -preguntó.
– El bar aún no está abierto y no creo que podamos ir al restaurante, ¿verdad? -dijo mirando fijamente a Nathan, quien en ese mismo momento parecía analizar con minuciosidad el estampado de la alfombra.
– Dos huevos sobre una tostada normal de trigo y un zumo de uva, si tienen -dijo Celia.
Isabel levantó el teléfono de la habitación.
Lo que no les confesó Isabel es que era infinitamente más fácil robar un vaso de un servicio de habitaciones que en un restaurante. Lo único que tenía que hacer era recordar de cuál había bebido cada uno.
Una hora después de que Isabel hubiera conseguido el vaso, John dejó un paquete con él dentro y con un frotis de su propia mejilla en el buzón de la empresa de mensajería Fedex que había en la esquina. Teniendo en cuenta lo que había dormido, John debería sentirse como un muerto viviente. Pero en vez de eso estaba totalmente eléctrico, preocupándose en estéreo por su potencial paternidad y por el artículo.
El tema de la paternidad hacía que se le pusiera un nudo en el estómago. Ni siquiera había conseguido tomarse un café desde que había vuelto tambaleándose al Buccaneer desde la habitación de Isabel, poco antes del amanecer.
¿Por qué Ginette no se lo había dicho? Su vida habría sido muy diferente. Todas las vidas habrían sido muy diferentes. Si se hubiera quedado con Ginette, no habría habido vida con Amanda. Y al margen de que se hubiera quedado o no con Ginette, tendría que haber dejado la universidad para buscarse un trabajo. Ginette no habría podido, de ninguna manera, ganar dinero suficiente sirviendo mesas como para mantenerse a sí misma y a su hijo, pero aun así eso debía de ser exactamente lo que había hecho. A menos que se hubiera casado con otra persona, su hijo había crecido sin un padre. Y como John no sabía nada, no había tenido la oportunidad de cambiar esa situación. El que más había sufrido había sido Nathan, él había sido el que había crecido sin la ventaja de tener un padre y una madre, y John tenía intención de compensarlo.
A partir de ese momento, él y Amanda iban a formar parte de su vida. Claro, eso haría que se encontrara en la desagradable tesitura de contarle a Amanda, quién estaba intentando por todos los medios concebir un hijo, no solo que él ya tenía uno, sino que además era un delincuente juvenil vegano con el pelo verde.
Tal avalancha de responsabilidad paterna hizo que John comenzara a hiperventilar de nuevo, al tiempo que apretaba los puños mientras caminaba.
Las palabras de Isabel lo obsesionaban casi tanto como aquello. «… Donde he conseguido que nos acojan temporalmente», había dicho.
«Nos».
Para ella eran más familia de lo que cualquier ser humano había sido jamás para él. Y si Nathan era realmente su hijo, aún más.
Tuvo el artículo acabado a medianoche y, aunque prometía superar los sueños más salvajes de Topher, no contenía el tipo de pruebas irrefutables que harían que el FBI se lo tomara en serio. El Weekly Times había publicado demasiadas historias sin fundamento en el pasado. ¡Ojalá estuviera aún en el Inky!
Se borró aquella idea de la cabeza de un plumazo. Necesitaba algo concluyente sobre Faulks. No tenía ni idea de cómo lo haría, pero, por el bien de Isabel y por el de los primates, estaba decidido a darle la puntilla.
36
John estudió detenidamente el contenido de la bandeja de entrada de Peter Benton, mientras se mordía y se arrancaba las cutículas y se arrepentía de toda la cafeína que se había tragado. Ya eran cerca de las once y media y tenía que enviar el artículo a las doce. Lo tenía escrito y listo para ser remitido, pero no lograba pulsar el botón de «enviar». Estaba buscando un último detalle que hiciera que aquello pasara de ser un cotilleo malintencionado más del Weekly Times a la noticia del año.
A las once y treinta y siete sonó el teléfono de John. Era Ivanka.
– ¡Está aquí! -gritó, imponiéndose sobre un ruido de fondo ensordecedor de música y voces-. Muy borracho, muy asqueroso, pero digo que llamo y llamo. No tenía que trabajar esta noche, pero pregunta por mí. Me quedo suficiente para baile en regazo, luego me voy. Ven si quieres, pero creo que esta noche no buena noche para hablar.
– ¡Ivanka! Necesito que me hagas un favor. Ve a un sitio donde nadie te oiga.
Ella así lo hizo y lo escuchó mientras le pedía lo que necesitaba.
– Claro -dijo ella-. Puedo hacerlo. -John casi pudo oír cómo se encogía de hombros al responder.
La espera le resultó agónica. John encendió la televisión e intentó concentrarse en ella. Se puso a pasear de arriba abajo, se mordió las uñas, se pasó las manos por el pelo y se rascó el cuero cabelludo. Recorrió los brazos con las manos arriba y abajo, como buscando algo. Cuando entró en el baño, se sobresaltó al ver su propia imagen en el espejo. Respiró hondo varias veces mientras se miraba a los ojos. Se acarició el pelo con las manos y fue a sentarse en el borde de la cama. Apagó la televisión al pasar por delante de ella.
A las doce y un minuto sonó el teléfono.
– Ya lo tengo -dijo Ivanka.
– ¿Dónde estás?
– En mi habitación.
John colgó, se levantó de la cama de un salto y metió los pies en los zapatos. El teléfono volvió a sonar al momento.
– Ahora subo -dijo furioso, mientras intentaba someter a la fuerza el talón recalcitrante de un zapato.
– Lo único que deberías estar haciendo es enviarme mi maldito archivo -dijo Topher.
– Me voy a retrasar, pero será lo más explosivo que hayas visto jamás, y publicarás cada palabra exactamente como yo la he escrito -le dijo antes de que se pusiera a despotricar.
– Eso lo decidiré yo -dijo Topher.
– Por supuesto que sí -repuso John-. Y créeme, lo harás.
Unos instantes después, John llamaba a la puerta de Ivanka. Esta la abrió una rendija y le tendió una BlackBerry.
– El turno de Katarina empieza en veinticinco minutos. Trae en diez. Ella llevará a objetos perdidos.
John corrió escaleras abajo con la BlackBerry de Faulks en la mano, mientras empezaba a reenviarse todas las configuraciones, los correos electrónicos y los mensajes de texto incluso antes de llegar a la habitación. La aplicación del correo electrónico lo remitió a un servidor proxy anónimo que contenía los correos de Peter Benton. No cabía ninguna duda de que había estado conspirando con Faulks antes, durante y después de la explosión, ni de que Benton había intentado extorsionarlo para sacar más dinero después de los hechos. Había también otras cosas interesantes, como archivos que contenían cifras de audiencia e información sobre suscripciones que discrepaban radicalmente de lo que Faulks proclamaba públicamente.
«Vamos, vamos», se dijo, mirando el reloj y controlando el portátil al mismo tiempo. Aunque los había seleccionado y enviado a la vez, cada archivo llegaba por separado y de manera desordenada. Por supuesto, aquello no importaba, pero tenía que asegurarse de que estaba en posesión de hasta la última pizca de información antes de devolver el aparato. Cuando apareció en su correo electrónico el número correcto de mensajes, volvió a centrarse en la BlackBerry y borró todo rastro de que los correos electrónicos habían sido reenviados. Luego volvió sobre sus pasos y le subió la BlackBerry a Ivanka.
Esta le abrió la puerta vestida con un esponjoso albornoz. Estaba aún completamente maquillada, pero se estaba quitando las horquillas del pelo y las prendió en el borde del bolsillo, alineadas como grapas.
– ¿Por qué tardar tanto? -dijo.
John le puso con brusquedad la BlackBerry en las manos, la agarró por los hombros y besó la veta de colorete de su empolvada mejilla.