– Ivanka, eres la mejor.
Una limusina blanca se detuvo bajo el balcón, con música tecno-pop rusa a todo volumen.
– ¡Katarina! -gritó Ivanka por encima del hombro.
Katarina salió del baño con unas botas de gogó de vinilo rosa, unos minúsculos pantalones cortos de lentejuelas y una camiseta de cuello halter. Le arrancó la BlackBerry a Ivanka de las manos sin detenerse y empujó a John para pasar. Aunque no dijo nada, a este le pareció verle esbozar una sonrisilla.
– ¡Katarina! -le gritó cuando se estaba yendo-. ¡Limpia huellas antes de entregar!
Katarina levantó la BlackBerry por encima del hombro como respuesta antes de bajar con elegancia las escaleras de cemento. La puerta del coche se abrió, la música sonó más alto y luego se cerró y el coche se fue.
Ivanka se dirigió lentamente hacia la cama y se tumbó. Cruzó los pies, que tenía enfundados en unas zapatillas de tacón alto adornadas con plumas, y encendió un cigarrillo.
– Gracias de nuevo por tu ayuda, Ivanka -dijo John-. Esto es muy importante.
– Un placer. Además, si todo va bien, me puedo retirar. Tendré la vida solucionada durante dieciocho años.
– ¿Qué? -exclamó John sin poder evitarlo.
– Siempre pongo condón -explicó-. Esta vez, yo sigo. Él cree que yo demasiado vieja para tigresa. Bueno, tal vez no demasiado vieja para bebé. ¡Ja! Así aprenderá.
Eran las tres y cincuenta y seis de la mañana cuando finalmente John pulsó la tecla de «enviar» y el acuse de recibo llegó al instante.
Al cabo de tres minutos, Topher llamó.
– No jodas, ¿es verdad o te lo has inventado? -dijo sin rodeos.
– Verdad al cien por cien.
– ¿No es lo típico de «las fuentes dicen»?
– Las fuentes son reales.
– ¿Puedes demostrarlo?
– Por supuesto. Pero no pienso revelarlas.
– ¿Qué tienes? Quiero verlo.
– Sí, ya te lo reenviaré, pero lo de proteger las fuentes lo digo en serio. No estoy dispuesto a revelarlas bajo ninguna circunstancia.
– Sí, vale. Pero ¿qué tienes?
– Topher…
– Te he oído. Las protegeremos. ¿Qué tienes?
– Tengo correos electrónicos entre Benton y Faulks que prueban que estuvieron en contacto antes y después de la explosión del laboratorio, que Benton le pedía más dinero después del suceso y que Faulks empezó a rechazar sus correos electrónicos hasta que acabó contratándolo de nuevo. Y tengo al menos a un experto que vio a un bonobo identificar a uno de los esbirros de Faulks como una de las personas implicadas en la explosión del laboratorio. En algún lugar alguien lo tiene grabado y apuesto la cabeza a que Sam sería capaz de señalar al culpable en una rueda de reconocimiento.
– ¿Quién es Sam? -Uno de los bonobos.
Topher chilló, lo llamó «chico de oro», le dijo que se emborrachara, que se diera un homenaje, lo que fuera, y colgó.
John llamó a Amanda, que no contestó. Claro que eran más de las cuatro de la mañana.
– Hola, cielo -susurró en su buzón de voz-. Creo que acabo de redimirme como periodista. Esto no puede durar mucho más. Va a salir todo a la luz. Pronto volveré a casa, y estoy deseando verte. Espero que te esté yendo bien con los guiones y que el perro se esté adaptando. Te quiero.
John se desnudó, apagó las luces y se metió bajo las sábanas. Pensó en Ivanka y en el inyectador de pavo. También en Makena alimentando a su nuevo bebé, en lo dulcemente que lo acunaba, guiando su diminuta carita arrugada hacia el pezón. Pensó en los deseos de Amanda de crear su propia familia, de dejar de ser simples extensiones de Fran y Tim, de Paul y Patricia. De repente, todo encajó a la perfección. Ser capaz de crear vida con la mujer que amaba era un milagro de la naturaleza, quizá la necesidad más profunda que jamás había sentido.
John durmió casi hasta las dos de la tarde y, sin duda, habría seguido haciéndolo si alguien no hubiera empezado a aporrear insistentemente la puerta. Cuando la entreabrió, se topó con Victor, el recepcionista gordo y perpetuamente brillante.
– Le ha llegado un fax -dijo, arrojándole un puñado de papeles arrugados.
– Gracias -repuso John, cogiéndolos. Cerró la puerta.
El fax era una versión escorada en blanco y negro de la edición de ese día del Weekly Times recién salida del horno. En la primera hoja ponía: «No quería que tuvieras que esperar. Pronto te enviaré el original. Saludos, Topher». Plantada en medio de la portada había una foto de Faulks en la que no salía nada favorecido, probablemente lo habían pescado parpadeando. Lo habían puesto sobre el hongo de una explosión nuclear, bajo el titular «¡King Porn atrapado!». Dada la naturaleza de la portada, John empezó a pasar las hojas con cierta aprensión. Sin embargo, comprobó que Topher había publicado su artículo palabra por palabra. Todo estaba allí, desde el título: «Primate con sobresaliente en idiomas relaciona a un socio de Faulks con la explosión del laboratorio», hasta la frase finaclass="underline" «Fuentes cercanas nos han facilitado pruebas irrefutables de que Peter Benton, antiguo director del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, conspiró con Ken Faulks, el empresario del porno reconvertido en magnate de los medios de comunicación, en la colocación de la bomba del día de Año Nuevo en la que resultó herida de gravedad una científica. A consecuencia de este atentado, los seis bonobos se convirtieron en prisioneros del apetito insaciable de Estados Unidos por el fenómeno denominado "telerrealidad"».
Se detuvo el tiempo justo para ponerse los vaqueros encima de los calzoncillos y se fue corriendo hasta el Mohegan Moon en camiseta interior, sin calcetines bajo los zapatos y con las páginas apretadas contra el pecho.
– ¿Podemos quedar? -dijo Isabel por teléfono, conteniendo la respiración.
La respuesta de Peter fue inmediata.
– Claro. ¿Dónde?
– En el bar del Mohegan Moon. Ven lo más rápido que puedas. No puedo creer que lo hayas hecho. Gracias. Gracias, gracias, gracias.
– Dios mío -dijo él con voz sorprendida-. Estoy deseando verte, Izzy.
– Yo también -replicó Isabel mientras observaba las hojas del fax, que estaban extendidas ordenadamente sobre la mesa delante de ella.
Veinte minutos después, Isabel estaba sentada en una de las mesas que estaban casi en el centro. Estas eran más fáciles de conseguir ahora que La casa de los primates ya no se emitía. Todavía rondaban por allí un puñado de periodistas y de directores de casinos, pero ya había pasado el tiempo en el que solo había sitio para estar de pie. Cat Douglas estaba en la esquina de la barra, dándole unos tragos a un Campari con soda. Apartó el taburete y se dirigió hacia Isabel, pero cuando vio cómo la miraba, se paró en seco. Isabel la envió con la mirada derechita a la esquina.
Cuando Peter entró, le echó un vistazo a la sala antes de ver a Isabel. Le dio un fugaz beso en la mejilla y se sentó. La silla chirrió contra el suelo cuando la echó hacia atrás y miró alrededor como para disculparse.
– Estás preciosa -le dijo mientras se sentaba.
– Gracias -respondió Isabel, consciente de que la última vez que la había visto estaba totalmente calva y le faltaban cinco dientes. Ella también lo encontró muy diferente, aunque no sabía muy bien por qué: iba vestido y arreglado como siempre, de forma conservadora y pulcra y aún emanaba la misma confianza serena.
El camarero vino y tomó nota de lo que él iba a beber: un whisky doble con hielo.
– Bueno -dijo Peter cuando el camarero se marchó-, pues aquí estamos.
– Sí. -Ella clavó la mirada en el agua con gas y removió la pequeña pajita roja. Puso la rodaja de lima a un lado, la exprimió y la dejó caer en el vaso. El chorrito de zumo empañó momentáneamente el agua. Por el rabillo del ojo, vio a Cat Douglas observándolos atentamente.